Libertad de cultos en México

AutorLorenzo Córdova Vianello/Juan Carlos Gómez Martínez

Lorenzo Córdova Vianello

Laicismo y democracia

La Ley sobre Libertad de Cultos , expedida en 1860, culmina el proceso de modernización política emprendida por la generación de la Reforma y que se concretó en la serie de normas creadas a lo largo de cinco años, mismas que conocemos precisamente como Leyes de Reforma . En dicha ley se estableció el reconocimiento al derecho fundamental de libertad religiosa, con lo que se cerró el ciclo que pavimentó la posibilidad de establecer en México un régimen democrático.

La ruta de la democratización sería todavía larga, tortuosa y penosa. Pero desde hace un siglo y medio se concretó en nuestro país la premisa indispensable, la condición sine qua non para que una democracia pudiera establecerse y funcionar: la clara distinción del Estado frente a las iglesias.

Una de las grandes conquistas civilizatorias de la modernidad fue la separación neta entre el mundo espiritual y el mundo de la política. Aunque no es correcto para la defensa de los principios del Estado laico recurrir a citas bíblicas, es útil, para fundamentar la separación de lo religioso frente a lo político, la frecuente y multicitada frase: "A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César", como postulado de la separación de lo público frente a lo que concierne a la esfera religiosa como ámbito privado, interno de los individuos, y que por lo tanto no debe ser competencia del Estado, sino en todo caso de la moral y de las eventuales auto ridades morales, que cada quien en su fuero interno determinen.

Como producto de la reforma religiosa y de las guerras de religión que sacudieron a Europa en los albores de la modernidad, el Estado laico se erigió como el producto más acabado de la distinción, y no confusión, del poder político frente a todos los poderes, particularmente el poder religioso. Y es que la tolerancia religiosa, que tiene como premisa la ausencia de una religión de Estado, que se impone como obligatoria para todos los gobernados, es la base primera para la convivencia pacífica y consecuentemente democrática en una sociedad.

El advenimiento de la democracia se nutrió de esa base de tolerancia, pues en este régimen el reconocimiento de la diversidad ideológica y de la pluralidad política son su fundamento; y la tolerancia frente a las opiniones diversas, la condición primera de su funcionamiento.

Aunque resulte una obviedad, en los tiempos que corren no está de más recordar que la democracia tiene precisamente en la tolerancia a uno de sus pilares fundamentales. Sin tolerancia, es decir, sin una actitud de respeto frente a las ideas y posturas sostenidas por los demás, con independencia de que puede haber legítimas coincidencias o diferencias con ellas, la convivencia democrática es simple y sencillamente imposible. Todas las esferas de la vida democrática se rigen bajo esa lógica.

No podría ser de otra manera. De lo contrario, las diferencias serían irresolubles y el conflicto inevitable. Si no existe respeto y el reconocimiento de la dignidad de las convicciones y de los planteamientos de los otros, por muy profundas que sean las diferencias frente a éstos, se abona el terreno para la descalificación, el rechazo, el conflicto y la violencia.

En ese sentido la democracia se construyó como la única forma que permite la coexistencia de la pluralidad política, ideológica, religiosa, social y racial que caracteriza a las sociedades modernas, a partir de una lógica incluyente y respetuosa de las diferencias. En efecto, el discurso antidemocrático por excelencia es el que desestima cualquier pretensión de legitimidad a quien piense diferente, y que incluso lo rechaza y hasta lo persigue. La historia, como sabemos, está plagada de ejemplos ominosos en este sentido.

Ya Hans Kelsen había trazado una línea de continuidad entre el pensamiento absolutista y las autocracias por un lado, y las concepciones relativistas y la democracia por el otro. Y tiene razón, porque si la aceptación de que en el mundo social las verdades absolutas no tienen cabida, y si el reconocimiento de igual dignidad a las posturas diferentes de la propia no significa, insisto, de ninguna manera, claudicar a nuestras creencias y valores, la democracia simple y sencillamente no puede existir.

Esta forma de gobierno, la democracia, no es nada más la prevalencia de la opinión de la mayoría, sino la interacción pacífica y...

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