La ley 975 de 2005: ¿Un instrumento para lograr la paz?

AutorFernando Velásquez V.
CargoDirector del Departamento de Derecho Penal de la Universidad Sergio Arboleda

El pasado 24 de julio se conmemoraron los dos años de la sanción presidencial de la polémica "Ley de Justicia y Paz", cuya expedición y aplicación ha generado incontables polémicas tanto en el país como en el exterior, después de que pasara relativamente indemne el control de constitucionalidad (Una nota preliminar0)12 que, por lo demás, la ha fortalecido dado que a partir de dicho aval se selló el compromiso del aparato judicial con el proceso de paz que ella pretende jalonar.

I Introducción

Sin embargo, la verdadera prueba de fuego llamada a calibrar los alcances y logros de esta compilación normativa no es la vivida en los tribunales sino la que se desprende de la puesta en escena, en la vida real, de los mecanismos que ella contempla.

Por ello, debe preguntarse hoy -tal como lo hiciera el Gobierno Nacional con motivo del Foro organizado con motivo de los dos años de vigencia de la Ley 975-, si ella realmente ha contribuido a la consecución de la verdad, la justicia y la reparación, sus tres cometidos centrales y, por ende, si es un instrumento verdaderamente enderezado a abrirle camino a la paz en el seno de una sociedad mejor.

Así las cosas, en primer lugar, se aprovecha esta oportunidad para examinar el marco general en el cual se inscribe el movimiento paramilitar; en segundo lugar, se ubica la normativa en examen dentro del entramado legal vigente como uno de los subsistemas penales imperantes; en tercer lugar, se abordan los objetivos centrales de la ley (la justicia, la verdad y la reparación), de cara a precisar hasta donde ellos se han logrado; en cuarto lugar, se estudian los alcances de dicha legislación como instrumento llamado a jalonar la paz y la convivencia entre los colombianos; finalmente, en quinto lugar, se dejan consignadas algunas conclusiones para el debate.

II El paramilitarismo y el proceso político colombiano

En el actual contexto planetario de guerras, invasiones, revueltas y atentados terroristas globalizadosrecuérdese, por ejemplo, el once de septiembre de 2001 y su réplica de once de marzo de 2004 en España; o, para no ir muy lejos: la guerra contra Irak- sobresale, sin duda, la situación de violencia que ha sacudido a Colombia durante las últimas décadas, no sólo por la profunda deshumanización del conflicto observada sino por la gravedad de los crímenes que han perpetrado los bandos en contienda, que han sembrado campos, veredas y ciudades de sangre, dolor y sufrimiento.

Naturalmente, para entender la situación actual de nuestro país es bueno recordar, a grandes rasgos y corriendo el peligro de incurrir en algunas omisiones, que en los años sesenta del siglo pasado -al calor de la todavía victoriosa Revolución cubana y del auge socialista en la China Popular y en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas- un incipiente, pero ya consolidado movimiento guerrillero, conformado por agrupaciones alineadas en las diversas direcciones socialistas del momento (FARC, ELN, EPL y el M-19), le hizo creer al mundo que estaba animado por los más nobles ideales de transformación política y social del país, lo que le granjeo simpatías aquí y allende el océano.

Sin embargo, no sólo la respuesta política y militar del Estado colombiano -que patrocinó una oscura campaña encaminada a combatir esas agrupaciones valiéndose de todo tipo de recursos: ¡recuérdese, por ejemplo, el exterminio de los miembros y dirigentes de la Unión Patriótica, movimiento creado como consecuencia de las negociaciones de paz entre las FARC y el Gobierno de Belisario Betancur: 1982- 1986!- sino el ingreso de grandes sumas de dinero provenientes del secuestro, la extorsión y el tráfico ilegal de drogas -que antes capitalizaron en su propio beneficio grupos privados de delincuencia organizada, a lo largo y ancho del país-, etc. posibilitaron que tales propósitos se perdieran del horizonte ideológico.

Los movimientos disidentes se fortalecieron política, económica y militarmente, al copar espacios importantes del territorio en los que se impusieron a sangre y fuego, hasta alcanzar su máxima expresión a finales de los noventa con el cambio de milenio.

La réplica oficial y de las comunidades no se hizo esperar: a mediados de la década de los noventa (cfr. Decreto 356 de 1994), irrumpieron en el escenario y surgieron, con amparo legal, las agrupaciones de ciudadanos llamadas "CONVIVIR", a partir de las que se gestaron -al fracasar ese intento de organización ciudadana- nuevos grupos armados, esta vez de extrema derecha, con el apoyo de algún sector de la clase política y del aparato productivo, entre otros, para dar lugar a lo que en el argot colombiano se ha llamado el "paramilitarismo" (en 1997, se crean las llamadas AUC o Autodefensas Unidas de Colombia) que, en un comienzo, surge como supuesta respuesta y replica al accionar de los grupos pretendidamente revolucionarios, pero que pronto extiende sus tentáculos como un pulpo gigante por gran parte del territorio mediante la puesta en escena de mecanismos de control y amedrentamiento, a través de la comisión de atroces crímenes contra el derecho internacional humanitario, todo con el pretexto de imponer a como dé lugar -lo mismo que sus adversarios- su proyecto económico, político y militar.

Así las cosas, mientras el nueve de noviembre de 1989 el muro de Berlín se derrumbaba y el mundo presenciaba atónito no sólo la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y, como un castillo de naipes, todo el imperio socialista, incluidos los profundos cambios en la dirección de la República Popular China, como si nada hubiese pasado en el planeta, Colombia emprendió el camino de desangrarse en medio de una lucha frontal entre los opositores supuestamente influidos por las ideas que hacían agua y quienes decían defender los intereses del Estado.

Por ello, los años noventa, una vez fracaso el experimento de las llamadas CONVIVIR, el país asiste a un fortalecimiento y consolidación de dos bandos de contendientes en todos los planos.

Así mismo, los Estados Unidos -el gran vencedor tras el derrumbe del Muro de Berlín, al dar un paso adelante en la llamada «guerra contra los drogas»-, a través de la Administración Clinton, diseña el llamado "Plan Colombia" (1999) que se puso en marcha en nuestro país mientras fracasaban las negociaciones de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), gestiones lideradas por el Presidente Pastrana Arango (1998-2002); de esta forma ingentes recursos económicos, humanos, técnicos y logísticos oxigenaron a las Fuerzas Militares y de Policía colombianas, como parte del componente militar de este diseño, con lo que la injerencia de la potencia del Norte en los asuntos internos del país se tornó todavía más expedita.

En el 2002 -con la bandera de la lucha frontal contra las organizaciones guerrilleras y so pretexto de introducir la llamada "Seguridad Democrática", luego del fracasado proceso de paz-, asciende al poder el Presidente Uribe Vélez (reelecto en 2006), bajo cuyos dos mandatos el Estado ha retomado el control de grandes zonas del territorio nacional lo que ha obligado al necesario repliegue de las otrora guerrillas, ahora convertidas en poderosos grupos delincuenciales organizados que nada quieren saber del diálogo civilizado ni, mucho menos, de la paz.

En este contexto, el actual gobierno promueve un Proyecto de Ley de Justicia y Paz que es aprobado con algunas variantes por el órgano legislativo (Ley 975 de 2005), encaminado a oficializar el ya iniciado proceso de negociación con los actores en conflicto pero que, a decir verdad, sólo ha servido para que una parte más o menos significativa de los llamados grupos paramilitares -aunque también es innegable que algunos integrantes de la guerrilla se han desmovilizado- se reincorporen a la vida civil y sus cabecillas más destacados se sometan a la Justicia, con la promesa de recibir a cambio diversos beneficios si cumplen con diversas exigencias.

Con tales miras, justamente, esa Ley asimiló a los combatientes vinculados con esos grupos a "sediciosos" (cfr. art. 713) pero, pronto, por vicios de forma, la disposición correspondiente fue declarada inconstitucional. Esa norma, pese a que iba en contravía de la teoría del delito político, fue aplicada por la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, incluso después de la declaratoria de inexequibilidad4, con el argumento -constitucionalmente previsto y jurídicamente admisible- de que era una normatividad más favorable.

III La ley 975 como un subsistema penal más

En nuestro país como en todos los que se han organizado como Estados de Derecho existe un sistema formal -el llamado control social punitivo institucionalizado-, que se ejerce sobre la base de la existencia de un agregado de agencias estatales denominado sistema penal, esto es, "el conjunto de normas, instituciones, procedimientos, espacios -como la sede de los tribunales, las comisarías de policía, los centros penitenciarios- y agentes que operan en el sistema y lo hacen funcionar -como los Jueces, los Fiscales, los policías, los funcionarios de prisiones e, incluso, los delincuentes y sus víctimas-"5.

El sistema penal ordinario está contenido, básicamente, en el Código Penal y en los dos Códigos procesales penales que coexisten y se aplican, por ahora, de forma conjunta: la ley 600 de 2000 y la ley 906 de 2004 de tendencia acusatoria. La primera de ellas está destinada, de cara al futuro, para ser utilizada como herramienta para juzgar a los congresistas.

Obviamente, dentro de este aparato normativo se avienen varios subsistemas: en primer lugar, el militar que -tanto desde la perspectiva substantiva como procesal- está establecido para investigar a los ciudadanos vinculados...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR