Lágrimas de Ramírez

AutorAndrés Henestrosa
Páginas138-139
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ANDRÉS HEN ESTROS A
Lágrimas de Ramírez
No sé por qué en estos días han vuelto a mi memoria el nombre y la figura,
la verdad y la fábula de Ignacio Ramírez. La verdad y la fábula, sí, porque
Ramírez pertenece a esa familia selecta de mexicanos a quienes el pueblo
gusta de atribuir hechos que no realizaron si bien pudieron realizar, como una
manera de ponerlos a la altura de su admiración y dar alimento a su sentido
de grandeza.
No leía, mejor dicho, no releía a Ramírez desde el año de 1932, en que,
vueltos de la derrota vasconcelista y desesperados de las lides universitarias,
Alejandro Gómez Ar ias y yo planeamos la publicación de una hoja periódica
que se llamara “El Nigromante”. En un ejemplar de las Obras Completas que
puso en mis manos el entonces joven, lúcida promesa de poeta, Rafael López
Malo, destaqué de los escritos de Ramírez algunos epigramas con que pensá-
bamos exornar cada uno de los números de nuestra publicación, que, por cierto,
se quedó en proyecto como tantas otras cosas que la vida no ha dejado reali-
zar. Aquella segunda lectura de sus poesías, discursos, cartas, artículos sobre
diversas materias, si bien no sirv ieron al fin inmediato que me llevó a ella,
sí dieron nueva savia, renovaron en mí la decisión de persistir en la vocación
literaria contra todo revés, en la lealtad a la historia y al destino de México, y
en el impulso heroico de ser leal y fiel a la promesa que le hicimos a la vida de
servirla y amarla.
Y ahora en esta tercera ocasión me pregunto qué razones me han vuelto a
su nombre, a su figura y a sus obras; y la verdad es que no encuentro la razón
de este retorno. Pudiera ser que buscara en él, que es a fin de cuentas un es-
critor f racasa do, si ha de entenderse como tal uno que no tuvo tiempo de
escribir un libro organizado desde la raíz hasta el fruto, para dar alivio a esta
momentánea zozobra que mi vocación literaria padece; pero no es así. Porque
Ignacio Ramírez si bien no escribió un libro y fueron sus pósteros quienes
reunieron parte de su obra, conversó, discutió, predicó siempre el progreso
en todos los sentidos, aniquilando con sus despiadados sarcasmos y sátiras,
y chistes, y epigramas, todo lo que era falso, todo lo que era innoble, armas
todas éstas que alguna vez le afeara don Francisco Sosa, en un olvido de que
son legítimas. Y eso es lo que constituyen sus libros, sus creaciones, sus obras.
Sus obras duraderas, dijo su discípulo Altamirano, son sus escritos que no sus
libros compaginados, que son la semilla difundida, instante por instante y

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