Juventud lopezvelardiana

AutorAndrés Henestrosa
Páginas25-27
AÑO 1951
ALACE NA DE MINUC IAS 25
la vergüenza que todos los demás parecía que habían perdido, él, un chan-
tajista, él, una versión grosera del Aretino, según lo apostrofa Artemio de
Valle-Arizpe, pasando por alto que el Azote de los Pr íncipes fue un moralis-
ta, una voz que denunció la corrupción de su tiempo, con ta l maestría que
lo apodaron El di vino. Así Carrillo: por su pluma el decoro tomó desquite, la
adulación, así fuera a torcidas, se volvió pitorreo; puso en la picota del ridículo
al príncipe y a su cohorte, pues ya está dicho que la verdad no desmerece por
que la diga judío, pícaro o loco, niño o borracho. Allá en el hemisferio occiden-
tal se levanta la figura solitaria de un Cromwell moderno, hizo decir Carrillo
a Le ón Tolstoi. Por el atajo que abrió la gran mentira, se precipitó la cáfila
de aduladores. Alfredo Chavero, tras de señalar el tamaño de Tolstoi, basó
en sus supuestas frases, el discurso que en el besamanos anual endilgó a don
Porfirio. Francisco Bulnes, el implacable, el sofista, la inteligencia soberana a
cuyos pies todavía están postrados muchos lectores, cayó también en aquella
trampa tendida por Carrillo a toda una generación. Y al verse acosado por sus
enemigos, se a garró como de un clavo ardiendo a la supuesta alusión de
Tolstoi a Díaz. Toda su defensa está armada en las frases tolstoianas que cali-
fica de inmortales, por serlo todos los deslumbrantes destellos del espíritu. Y
en el cenit de sus arrebatos, aconsejó a todos que besaran la pluma justiciera
de Tolstoi. Y Adolfo Carrillo, el buen escritor olvidado, desde un rincón reía,
reía satánico.
15 de julio de 1951
Juventud lopezvelardiana
Mi juventud fue lopezvelardiana. Es verdad que yo no lo conocí por ya haber
muerto el poeta cuando vine a México; pero algunos de mis compañeros pu-
sieron muy pronto en mis manos sus poesías. Nada nublaba nuestros ojos para
gustar, desde la primera lectura, de aquella poesía tras el momentáneo azoro
y perplejidad que suscitaba su sintaxis, el mecanismo de su metáfora, los ad-
jetivos, cargados de algo que pudiera decirse novedoso, o exclusivo, no obstante
su prosapia española. Más allá de esa pasajera suspensión del ánimo, aquellos
versos recreaban la emoción hogareña, afinaban el recuerdo del pueblo, de los
luceros pueblerinos, de los patios, estanques de luna y cantos de pájaros fami-

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