La justicia liberal y la democracia política

AutorSheldon S. Wolin
Páginas683-724
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XV. LA JUSTICIA LIBERAL
Y LA DEMOCRACIA POLÍTICA
EL LIBERALISMO A LA DEFENSIVA
La década de los años sesenta tomó a los teóricos liberales por sorpresa, en parte
debido a la complacencia ocasionada por un consenso público aparentemente
amplio basado en las creencias liberales y confirmado en el discurso del consen-
so popular entre los científicos sociales y los filósofos analíticos.1 El surgimiento
de una izquierda democrática no comunista y profundamente crítica del libera-
lismo presentó a los liberales un desafío que nunca antes habían enfrentado. En-
tre las sorpresas de ese reto se encontraba un ataque constante al concepto arrai-
gado y positivo del Estado representado por la Nueva Frontera de Kennedy y la
Gran Sociedad de Lyndon Johnson. La democracia se reconsideraba en términos
de menores escalas y “tecnologías adecuadas”, posibilidades de participación,
más que de liderazgo y rechazo de lo que se percibía como un Estado militarista
e imperialista.
Comenzó entonces el esclarecimiento del consenso liberal y alcanzó una
intensidad aguda durante el rompimiento de la convención democrática en
1968, seguida de la derrota de su candidato y la breve toma del partido por par-
te de los “radicales” en 1972. No sólo hubo un ataque frontal a la política elec-
toral convencional desde afuera del partido, sino que tanto el “movimiento de
izquierda” como el grupo de insurgentes se mostraron altamente críticos del
poder corporativo, hasta el punto de hacer surgir la pregunta fundamental de si
el capitalismo y la democracia podían coexistir de alguna manera que no bana-
lizara la democracia. Entonces, el replanteamiento del liberalismo se convirtió
en un asunto apremiante.
Conforme los políticos prácticos respondían marginando los elementos ra-
dicales dentro del partido demócrata y moviéndose hacia la derecha, la suposi-
ción de que el liberalismo y la democracia eran sinónimos comenzó a desgas-
tarse. El nuevo liberalismo, o “neoliberalismo”, se colocó en el “centro vital”
entre “la incompetencia de la derecha” y “los totalitarios de la izquierda”. Según
1 Véase Seymour Martin Lipset, Political Man: The Social Basis of Politics, Anchor Books, Gar-
den City, Nueva York, 1960 [existe traducción al español: El hombre político: Las bases sociales de la
política, Rei, México, 1993]; Daniel Bell, The End of Ideology: On the Exhaustion of Political Ideas in
the Fifties, ed. rev., Free Press, Nueva York, 1962 [existe traducción al español: El  n de las ideolo-
gías. Sobre el agotamiento de las ideas políticas en los años cincuenta, Ministerio de Trabajo y Segu-
ridad Social, Madrid, 1992]; Robert A. Dahl, A Preface to Democratic Theory [Prefacio a la teoría
democrática], University of Chicago Press, Chicago, 1956, pp. 75-77.
684 SEGUNDA PARTE
uno de sus principales promotores, “el liberalismo de mediados del siglo XX […]
ha sido replanteado fundamentalmente por la esperanza de un Trato Nuevo,
por la exposición de la Unión Soviética y por la profundización de nuestro co-
nocimiento del hombre” (esta última es una referencia a la visión pesimista de
la naturaleza humana desarrollada por el teólogo Reinhold Niebuhr).2 Pronto,
el partido demócrata se describía a sí mismo como de “centro”, y “fiscalmente
responsable”. Además de proclamar el fin de los “grandes gastos” en programas
sociales, y de la sospecha tradicional del partido de “grandes negocios”, los cen-
tristas suplicaron incrementar los gastos en la policía y en la “guerra” contra
las drogas. La repentina desaparición de formas visibles de vida de la izquierda
política, después de 1972, facilitó la nueva identidad del partido. Con excep-
ción del naciente movimiento ambiental, la democracia, como fuerza práctica,
se conservó incipiente. Los grupos que se veían beneficiados por el viejo parti-
do demócrata —los pobres de la ciudad, los afroamericanos, los hispanos y los
sindicatos— fueron “acomodados” con una retórica cuidadosa y concesiones
menores. El centrismo se convirtió simplemente en oportunismo con cara de
preocupación, actitud reforzada por el hecho de que durante la última década
del siglo XX ningún partido político importante y sólo un pequeño número de
políticos nacionales confesaban abiertamente una identidad política liberal.
Irónica, u ominosamente, los partidos y los políticos de todo tipo proclamaban
su devoción a la “democracia”.
Cuando la alianza liberal-demócrata se sometió a graves tensiones, inme-
diatamente después de la década de los sesenta, quedó expuesta la insuficiencia
y la vulnerabilidad de las dos partes. En la década de los ochenta, el nuevo con-
servadurismo combinaría selectivamente elementos de cada uno para producir
impresionantes mutaciones, tales como el conservadurismo liberal, el conser-
vadurismo populista e incluso el conservadurismo revolucionario independien-
te. Aunque el liberalismo prácticamente desapareció como ideología profesada
públicamente, conservó el monopolio virtual de la academia.
LIBERTAD E IGUALDAD: UN DILEMA LIBERAL
El socialista simplemente no puede enfrentar el hecho
de que no hay conflicto entre la democracia y el capi-
talismo.
JOHN PATRICK DIGGINS3
2 Arthur M. Schlesinger, Jr., The Vital Center [El centro vital], 2a ed., Houghton Mif in, Boston,
1962, pp. XXIII y XXIV. Véase la útil discusión de Young, Reconsidering American Liberalism [Reconsi-
derando el liberalismo estadunidense], Norton, Nueva York, 1991, pp. 181-186. Hay una buena
discusión crítica de Niebuhr en Lasch, The True and Only Heaven [El verdadero y único cielo], West-
view Press, Boulder, Colorado, 1996, pp. 369 y ss.
3 “A Secular Faith” [Una fe secular], New York Times Book Review, 9 de abril, 2001. Reseña de
LA JUSTICIA LIBERAL Y LA DEMOCRACIA POLÍTICA 685
Durante la última mitad del siglo XX, los teóricos liberales delimitaron una pro-
blemática centrada en lo que se percibía como contradicciones entre los con-
ceptos liberales de libertad e igualdad. Una sociedad libre exigía que todos los
ciudadanos gozaran de derechos iguales. Los derechos citados con mayor fre-
cuencia incluían la libertad de expresión, de prensa, de reunión, religión, pro-
piedad y los derechos relacionados con los procedimientos judiciales; por ejem-
plo, a un juicio justo, a asesoría, etc. Suponiendo que los derechos estuvieran
acompañados de amplias oportunidades para ejercerlos, la libertad permitiría
naturalmente que algunos individuos tuvieran una mejor educación, más bie-
nes y más poder que otros.
Luego, la libertad reforzaría la traducción de derechos iguales en desigual-
dades que no se podrían aminorar ni erradicar de tajo sin restringir los dere-
chos de quienes habían adquirido legalmente mayores ventajas sociales o sin
quitarles algunas de esas ganancias y, de hecho, transfiriéndolas a quienes, por
una u otra razón, no habían logrado explotar la libertad de la mejor manera.
En una sociedad libre, estar en una posición de “desventaja” era gozar de los
mismos derechos, pero no poder o no haber logrado usarlos bien. En una so-
ciedad que estaba cada vez más definida por la competencia que por la comu-
nidad, significaba ser despreciado por vivir del trabajo y los bienes de otros.
En una sociedad en la que la retórica pública negaba la existencia de conflic-
tos de clase, los políticos conservadores podían, no obstante, explotar los re-
sentimientos de clase para abrir una brecha entre la clase trabajadora y los
pobres.
Entonces, el liberalismo se vio atrapado entre un principio libertario y sus
consecuencias de desigualdad. El dilema exponía la dificultad central de la teoría
política liberal. Surge del intento de resolver las consecuencias sociales y políti-
cas de la combinación de una economía política libre con un Estado adminis-
trativo que había llegado a asumir importantes responsabilidades de asistencia
social. Para remediar o aminorar las desigualdades sociales y económicas me-
diante acciones del Estado, se da por hecho que el Estado, como representante
de lo político, posee un grado de autonomía suficiente para realizar tal función.
Pero la política libre de una sociedad liberal permite, y aun presume, que quie-
nes controlan el poder económico tienen naturalmente la facultad de promover
los intereses propios o del grupo a través de procesos políticos; de hecho, se
espera que lo hagan.
Si se alega que el papel del Estado debe erguirse por encima de los intereses,
la respuesta de James Madison —padre fundador y liberal obstinado— era que
mientras que la “justicia debe mantener el equilibrio” entre los intereses en
Norman Birnbaum, After Progress: American Social Reform and European Socialism in the Twen-
tieth Century [Después del progreso: la reforma social americana y el socialismo europeo en el siglo
XX], Oxford University Press, Nueva York, 2001.

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