Una joya impar

AutorAndrés Henestrosa
Páginas177-178
Una joya impar
Hay entre las piezas más notables de la escultura precortesiana una que por
su ejecución, su tema y su soberana belleza, merece ser colocada al lado de las
más famosas y conocidas: es aquella que los especialistas llaman con diversos
nombres, pero que no es otra cosa que la Cihualpipit zin, es decir, la mujer que
da a luz. Ejemplar de los más extraños y cargados de sentido, no es osado
ponerlo en parangón con la Coatlicue, la Xochipill i, o la cabeza monumental de
diorita, aunque a ratos se antoja impar en el enorme acer vo de la escultura
precortesiana. Si otra cosa no hubieran hecho los indios de la América preco-
lombina, la ignota que decía Rubén Darío, y con la cual topaba su pica don-
dequiera que la sembraba, bastaría esta escultura para que el arte escultórico
precortesiano alcanzara una categoría pareja a las más ilustres del mundo: la
egipcia y la griega, pongamos por caso.
La Cih ualpipitzi n, o Diosa de la Maternidad, o de las inmundicias, o del
placer carnal, como algunos pretenden, es una pieza un poco mayor de veinte
centímetros de altura por unos quince de espesor, trabajada en una piedra
verde, ligeramente oscura y veteada, pulida hasta el deliquio y la molicie. Re-
presenta a una mujer en el trance supremo de dar un hombre al mundo, mi-
nuto de luto más que aquel en que un hombre muere, porque las consecuencias
de nacer no cesan. Su realismo –ya se sabe que no hay gran arte que no sea
realista– de una soberana plenitud, sin que por eso se anule el halago que el
artista debe a la realidad para atenuar sus tremendas veladuras y aberraciones.
La boca abierta, el gesto transido de una mortal angustia, la mujer está en cu-
clillas, ligeramente inclinada hacia adelante, en tanto que las manos ayudan a
aumentar la oquedad por donde el niño asoma la cabeza, atónito ante la luz.
Otros elementos concurren a hacer de la Cihualpipitzin una joya impar: su
identidad con el tipo físico de nuestros indios, con nuestras mujeres, por mejor
decirlo. El peinado tirado hacia atrás, de hebras minuciosamente representadas,
sin trenzar, como recién lavadas. Los pies desnudos con los dedos robustos y se-
parados. Y las piernas, recias, pero que denuncian una suavidad que el peso del
cuerpo no logra anular, tienen los tenues contornos de la carne joven. Hay que
imaginar la sorpresa que una escultura así debe haber suscitado en el ánimo de
los espectadores europeos cuando esta pieza fue expuesta en las viejas ciuda-
des del Occidente, donde los hombres, todavía, están frecuentemente influidos
por los prejuicios que envuelven estas manifestaciones culturales de los pueblos
AÑO 1953
ALACE NA DE MINUCI AS 177

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR