José Alvarado

AutorAndrés Henestrosa
Páginas802-804
802
ANDRÉS HEN ESTROS A
En México ha habido grandes éxitos editoriales. En lo que va del siglo
pueden contarse algunos. Francisco Bulnes, con su Verdadero Juárez; Federico
Gamboa, con su novela Santa; José Vasconcelos con el Uli ses criollo. ¿Quién
quedará de los tres? Vasconcelos, sin duda. Otros, con ser tan grandes, lo fueron
leídos en la medida que ellos, pero hemos visto repetir las ediciones de sus
libros. ¿Queréis un ejemplo? Martín Luis Guzmán. ¿Queréis ahora el ejemplo
de un enorme escritor poco leído? Aquí tienen el de Alfonso Reyes. Sirva
también para ejemplificar la diferencia entre universal y popular.
¿Cuántos de los que ahora ven multiplicar sus ediciones lograrán la orilla
opuesta, la de la fama y la gloria? Aunque a decir verdad, la gloria literaria de
un día, la boga de las librerías, puede ser suficiente para la gloria personal.
Pero no olvidemos que la otra constituye la meta más lejana, la esperanza más
alta: eternidad en la historia de las letras de nuestra tierra, por lo menos.
19 de noviembre de 1961
José Alvarado
Yo he tenido, yo tengo muchos amigos. Yo he perdido, yo pierdo a muchos ami-
gos. Prefiero pensar que por mi culpa, puesto que los sigo queriendo, así haya
perdido su trato. Los mejores amigos que tengo y que no acepto perder, son
escritores, quizá porque siempre me consideré un hijo de las letras, el menor,
es cierto, pero un hijo al fin. Desde aquí, desde esta mesa de trabajo, que es
como un potro o cepo, o galera, o ara, o piedra de sacrificios, pero altar, veo
sus libros, y no siempre resisto al impulso de volver a sus páginas y detenerme
en aquel lugar en que encontré una semilla que luego germinó en una palabra
que parece mía, siendo de ellos.
A quien más recuerdo en estos días es a José Alvarado. Por sus letras, por
su conducta ejemplar, por sus triunfos que ojalá no le acareen amarguras, porque
el éxito, hasta el más legítimo, tiene ese lado mísero. Lo recuerdo como es
ahora y como era cuando lo conocí, ya va para siete lustros. Fue en su Mon-
terrey, no nativo, pero casi. Fue en días de gran fervor y peligro para México,
ese cuya imagen no se aparta de nuestros ojos. Era muy niño, pero yo andaba
allí entre los mayores, compartiendo los riesgos, cegado él también por aquella
luz que logró darnos un trasunto de lo que esta patria va a ser alguna vez. No

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