Isaías Castillejos Manzo

AutorAndrés Henestrosa
Páginas578-579
578
ANDRÉS HEN ESTROS A
Isaías Castillejos Manzo
Isaías se levantó como siempre, de madrugadita. Como de costumbre se en-
caminó al pozo vecino por el agua del consumo cotidiano de su pobre casa.
Cantan los gallos en el amanecer pueblerino, mugen las vacas, un pastor arrea
su rebaño, a ratos cantando y a ratos a silbos, Isaías llena las tinajas con un
agua todavía dulce de los últimos luceros que al perder pisada se precipitaron
al fondo del pozo. En el patio se echa encima unas jícaras de agua, se pone
después su ropa llena de remiendos.
La m adre lo apura, porque todavía falta desgranar el maíz para el pan
del día. El niño va a la troje, saca un canasto de maz orcas y se pone a desho-
jarlas con rapidez. La madre sonríe, satisfecha: le alegra ver que su pequeño
hijo tiene la voluntad necesaria para aux iliar a la casa materna y luego asistir
a la e scuela donde, según le han dicho, ocupa uno de los primeros lugares.
Ha terminado Isaías su t area hogareña y se dispone a salir de la casa, en
unión de Jorge y Julián que dia riamente pasan por él. Como todavía fal-
ta tiempo para la hora de entrada, les propone un rep aso así sea breve a
las cla ses del día. Primero de historia patria, luego de lengua naciona l. Se
proponen problemas y s e plantean dudas que luego resuelven entre todo s,
alborozados.
Suena la campana y los niños ocupan precipitadamente sus lugares, mien-
tras el maestro sonríe y aconseja orden, detrás de su mesa.
Afuera cae el sol inclemente. Ese viento que sopla entre noviembre y fe-
brero, se da de topes contra las paredes, huye por los callejones, golpea las
puertas y se pierde por entre cañaverales y labores. A veces parece que se ha
ido, que no volverá m ás, apiadado del pobre vecindario. Pero vuelve, si se
puede, aún más arrebatado y furioso. A su impulso bajan solas las cuerdas de
los pozos y suenan las rondanas como si alguno estuviera sacando agua. Atran-
can las mujeres sus puertas, se persignan porque anda suelto el demonio del
viento: un ser gigantesco, con dos enormes alas grises.
Una racha todavía más violenta sacude el techo de la pobre escuela que
en un segundo se derrumba. Repican las campanas y el llanto de cien mujeres
propaga por el pueblo la tremenda noticia: los niños de la escuela han quedado
sepultados bajo los escombros. De los sembrados próximos, de las labores ve-
cinas, de todas partes llegan corriendo los hombres para la obra de salvamento.
En unos cuantos minutos el sitio queda despejado. Hay muchos heridos, nin-

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