¿Quién teme a la reforma penal?

AutorGerardo Laveaga
Páginas36-40

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Para Sigrid Arzt

El proyecto de reformas constitucionales en materia penal ha sido aprobado por el Congreso de la Unión. Ahora, ha comenzado su recorrido por las entidades federativas para que se recaben los votos de las legislaturas locales y volverá a ser sujeto a escrutinio. El ejercicio corresponderá, en esta ocasión, a los partidos políticos y a la sociedad civil de las entidades federativas.

Si bien la reforma recoge buena parte de los instrumentos que han probado su eficacia en otras latitudes –un régimen especial para enfrentar a la delincuencia organizada, un sistema procesal acusatorio y una definición clara de facultades institucionales–, y garantiza el respeto a los derechos humanos como no lo había hecho ninguna otra en su género, sus detractores no perderán la oportunidad de arremeter contra ella. Con su aprobación, tienen algo –o mucho– que perder.

Saben que la modernización constitucional era urgente, pues nuestra legislación penal fue diseñada para una época en que pocos mexicanos tenían acceso al teléfono y prácticamente ninguno a la televisión; saben que nuestro Código Penal Federal data de 1931 y nuestro Código Federal de Procedimientos Penales, de 1933; saben que era imposible enfrentar con los instrumentos actuales a una delincuencia cada día más sofisticada. Pese a ello, hay cinco grupos, más o menos identificables, que harán lo que esté en sus manos para denostarla.

1. Algunos promotores de los Derechos Humanos

Ningún Estado democrático de derecho podría subsistir sin un respeto estricto a los derechos humanos. Cuando un servidor público, en uso de sus facultades, conculca las garantías de un miembro o de un grupo de la sociedad civil –que le paga, justamente, para que la defienda–, debe ser denunciado y castigado. Los organismos que defienden los derechos humanos fueron instituidos, precisamente, para evitar estas violaciones.

Pese a lo anterior, algunas asociaciones han llegado a una conclusión difícil de compartir: la mejor forma de evitar que un Estado abuse de sus facultades es despojándolo de éstas. Cualquier medida que suponga el riesgo de abusos –y la reforma, ciertamente, lo implica– les parece monstruoso. Estas medidas, desde luego, son tan monstruosas como pueden serlo las policías y el ejército; las prisiones y las penas mismas. Pero, ¿esto justifica que se disuelvan las policías y se prescinda del ejército, que se clausuren las prisiones y se prohíban las penas?

La posición de algunas organizaciones, que proclaman defender los derechos humanos y desean trabajar lo menos posible, equivale a la que podría adoptar una asociación encargada de prevenir los accidentes de tránsito que, para encarar su desafío, propusiera prohibir el uso de cualquier vehículo. Esto, sin duda, acabaría con choques, atropellamientos y daños a las vías de comunicación. Se evitarían muertes y lesiones. Pero, a la larga, surgirían otros problemas que ya parecían resueltos. Problemas más difíciles de resolver.

En ocasiones, algunos defensores de los derechos humanos parecen más preocupados por controlar al gobierno que por garantizar su funcionamiento. Esto provoca que se olvide que el gobierno de un Estado –el Estado mismo– fue instituido para salvaguardar el orden y la seguridad de la sociedad. “Al organizar un gobierno que ha de ser administrado por hombres para los hombres –escribió Alexander Hamilton en El Federalista–, la gran dificultad estriba en esto: primeramente hay que capacitar al gobierno para mandar sobre los gobernados y, luego, obligarlo a que se regule a sí mismo.”

Interceder por un Estado desdentado, impotente, sólo conseguirá que quienes se mueven al margen de la ley impongan su voluntad sin cortapisa. Lo que las asociaciones de derechos humanos tienen que hacer es controlar el uso dePage 38 las herramientas punitivas del Estado, y velar para que se apliquen dentro...

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