Introducción

AutorJavier Ruipérez Alamillo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Constitucional Universidad de La Coruña España
Páginas27-48

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Por fortuna, podemos decir hoy, y sin que ello suponga una exageración, que algo hemos avanzado en el sentido antes aludido. Obligados, en efecto, por la propia realidad jurídica, política, social y económica, los prácticos de la política y los estudiosos de las Ciencias del Estado y de las Ciencias del Derecho del Estado no hemos podido dejar de constatar alguna de las consecuencias que se derivan de esa apuntada situación de grave crisis por la que, sin excepción relevante alguna, están atravesando todos los Estados que en el mundo son. Nos estamos refiriendo, innecesario debiera ser aclararlo, a que unos y otros no hemos podido dejar de percibir que, desde luego en materia de derechos y libertades de los ciudadanos, lejos de existir la siempre, –y en tanto en cuanto que esto, como advirtieron, por ejemplo, Heller1, Smend, Schindler2, Leibholz3, Haug4, von Bäumlin5, Krüger, Müller6, Fix-Zamudio7 y De Vega, termina constituyendo la verdadera garantía de la existencia misma de los Códigos Constitucionales–, deseable situación de “realidad constitucional” –entendida, naturalmente, no en el sentido que a este término le otorgaba Karl Loewenstein8, que, en rigor, y como agudamente ha indicado Stern9,

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“más bien obscurece que clarifica problema” (K. Stern), sino, por el contrario, y siguiendo la explicación realizada, partiendo de los esquemas conceptuales de Heller y Smend de manera fundamental, por Hesse10–, lo que está sucediendo es que por doquier se está verificando patológico, y, por lo demás, difícilmente cuestionable, fenómeno de la “realidad inconstitucional”, entendida como la discordancia e inadecuación entre la realidad jurídico-normativa y la realidad política, social y económica que aquélla pretende regular y conducir.

Y es que, como a nadie puede ocultársele, lo que la crisis económica que estalló en 2007 ha puesto de manifiesto es la precaria situación en la que, como consecuencia directa e inmediata de su obligada conversión en aquellos “ciudadanos del mundo” de los que hablaba, y de manera entusiasta, Fourget de Mombron, se encuentran los hombres y mujeres que integran los diversos Cuerpos Políticos estatales y, justamente, en su condición de naturales de los mismos, en relación con el pacífico disfrute de lo que, como no debiera ignorar ningún profesional de las Ciencias Jurídicas, el reverendo John Wise11, –a quien, por lo demás, se le debe la primera y, acaso, más brillante teorización de la mecánica del proceso constituyente (Ch. Borgeaud12, P. De Vega), y que, como llegó a reconocer, incluso, y en sus estudios sobre la Reine Recthtslehre, el Kelsen13 adscrito al más radical de los normativismos logicistas, constituye un requisito indispensable para que, en rigor, pueda hablarse de la existencia de una auténtica Constitución–, denominó “libertad civil”, es decir, los derechos y libertades que corresponden a los hombres y mujeres por su condición de ser miembros de una determinada Comunidad Política (lo que los juristas europeos identificamos con el rótulo de “derechos fundamentales”, mientras que los americanos emplean el término “derechos humanos”), contraponiéndola a la “libertad natural”, es decir, el conjunto de derechos y libertades del que disfrutan los individuos por el mero hecho de ser hombres. Fenómeno éste al que, de cualquiera de las maneras, no ha sido en modo alguno ajeno el proceso de mundialización o globalización14.

No es éste, obviamente, y siquiera sea por razones de espacio, el momento oportuno para extendernos en una exposición exhaustiva y pormenorizada sobre el fenómeno de la mundialización o globalización. Lo que, en realidad nos interesa, a

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los efectos de este escrito, y para tratar de justificar la afirmación anterior, es que este deterioro en cuanto a la eficacia de los preceptos constitucionales declarativos de derechos y libertades, así como en relación al pleno disfrute de los mismos por parte de los ciudadanos, lo mismo da que el proceso de mundialización se conduzca desde la bienintencionada finalidad de dar cumplimiento a las especulaciones de aquel Kelsen que, entendiendo, como habían hecho también otros grandes e ilustres juristas en el período entreguerras, que el mayor obstáculo para la paz lo constituía la titularidad de la soberanía por parte de los Estados (M. de la Cueva15), afirmaba, donosamente, y recibiendo las mayores censuras por parte de Boris Mirkine-Guetzévitch16 –para quien, de modo acertado, las colectividades regidas por el Derecho Internacional Público serían tan sólo democráticas cuando sus integrantes se presentasen como auténticos, e indiscutibles, Estados Constitucionales democráticos–, en todos sus escritos que, en su condición de brillantísimo tratadista de las Ciencias del Derecho del Estado, dedicó, como también lo hicieron otros muchos profesionales de la Teoría del Estado y de la Constitución17, a lo que Immanuel Kant18 llamó “Staatenrecht” (Derecho de los Estados)19, que toda asociación humana regida por las normas del Derecho Internacional Público tenía asegurado el configurarse como una Comunidad Política justa y democrática, o si, por el contrario, y como se hace en la mayoría de los casos, la construcción de la “aldea global” se pretende hacer desde la aceptación incondicionada de los presupuestos del neoliberalismo tecnocrático globalizador. Que ello sea así, no ha de ser, según nuestra modesta opinión, muy difícil de entender. En el fondo, lo que sucede es que tanto unos como otros obvian el hecho de que, como, con meridiana claridad, absoluto rigor y una inusitada brillan-

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tez expositiva, denunció, en 1998, el Maestro Pedro De Vega, “Lo que significa que en nuestra obligada conversión en ciudadanos del mundo a la que, por necesidad, mandato y exigencia del mercado nos vemos sometidos, sólo puede producirse a costa de la renuncia cada vez más pavorosa de nuestra condición de ciudadanos en la órbita política del Estado, dentro de la cual el hombre es, ante todo, portador de un los derechos […] que en todo momento puede hacer valer frente al poder. Difuminada la ciudadanía en una organización planetaria, difícilmente podrá nadie alegar derechos y esgrimir libertades […], ante unos poderes que sigilosamente ocultar su presencia”.

Lo de menos, obviamente, sería detenernos aquí a indicar que es, justamente, esta circunstancia la que explica, y justifica, el que Heller –sin disputa posible alguna, uno de los más brillantes, lúcidos, capaces y, desde luego el más coherente de todos ellos, constitucionalistas del período entre guerras–, y con la misma intensidad con la que habían reaccionado los Diderot, D’Holbach, Jaucourt, Voltaire y, sobre todo, y de un modo muy particular, Jean-Jacques Rousseau20 –que, en sus comentarios a las especulaciones sobre la paz perpetua realizados por el abate Saint–Pierre, había considerado la hipótesis de la celebración de un contrato social a nivel planetario no sólo como algo irrealizable en la práctica, en el entendimiento de que, como escribió el genial Ciudadano de Ginebra, “Si alguna vez se ha demostrado una verdad moral, creo que ha sido la de la utilidad general y particular de este proyecto. Las ventajas que de su ejecución obtendrían cada príncipe, cada pueblo y Europa entera son inmensas, claras, incontestables; no es posible encontrar nada más sólido ni más exacto que los razonamientos en que el autor las fundamenta. La realización durante un solo día de su República europea basta para hacerla durar eternamente, pues todo el mundo podría ver por experiencia su provecho propio en el bien común. Sin embargo, los mismos príncipes que la defenderían con todas sus fuerzas si existiera se opondrían también con todas sus fuerzas a su establecimiento e impedirían indefectiblemente su institucionalización, de la misma forma que impedirían su extinción si ya estuviera establecida”, sino también como una idea que más que a desear era una idea a temer y abandonar– para oponerse a la idea de aquel Estado Mundial que tan caro resultaba Christian Wolf, Mercier de la Riviére y Dupont de Nemours, se mostrase, en su espléndido estudio sobre “La soberanía”, tan contrario a la configuración de Europa como uno de esos “Estados Continentales” que venían propugnando, por ejemplo, René Johannet21 y Drieu La Rochelle22 en el período entreguerras, y cuya necesidad sería, de algún modo, defendida también posteriormente por Pérez Serrano23 entre los constitucionalistas

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españoles. Aunque, de cualquiera de las maneras, no podríamos dejar de consignar aquí que la oposición helleriana a la hipótesis de que los viejos Estados nacionales europeos dieran paso a la creación de una única Comunidad Política estatal, no era, y, aunque muchas veces se ignora, a la contingencia de la verificación de una tal alternativa. Lo que, debiera quedar claro con sólo tomar en consideración que, ya en 1927, el genial constitucionalista socialdemócrata alemán hablaba de la posible puesta en marcha de un Estado Federal europeo soberano. De la misma manera que tampoco podríamos dejar de consignar aquí que esta radical oposición al Estado europeo no se debía, y ni mucho menos, al hecho de que, como muchas veces se afirma, Heller fuera un decidido partidario del nacionalismo romántico, irracional, espiritual, mítico, místico y etnicista, al que, por lo demás, tanto había combatido y desde su posición como ciudadano socialdemócrata y como académico. Lejos de ser cierto esto, e incluso aunque haya de admitirse que Heller si participaba de aquel nacionalismo romántico, pero todavía racional y vinculado a las ideas liberal-democráticas y socialistas, del primer Fichte (H. Heller), lo que nadie debiera olvidar es el que su enemiga a esta alternativa se debía al modo y las formas en que los prácticos de la política y no pocos científicos del Derecho querían utilizar para la creación de ese Estado europeo único. Y es que, en último extremo, lo que sucede es que el fundamento de su...

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