El sistema interamericano de protección de los derechos humanos y las garantías penales
Autor | Sergio García Ramírez |
Cargo | Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (2004-2007). Profesor e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México |
Páginas | 283-305 |
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Para este fin me referiré a ese tribunal internacional (cuya jurisdicción contenciosa fue aceptada por México en diciembre de 1998), trazaré en seguida un breve panorama acerca de lo que denomino las “selecciones políticas fundamentales” del sistema penal, y luego aludiré a los temas penales, de carácter sustantivo, que constituyen el objeto principal de esta exposición.
Debo recordar ahora que la Corte Interamericana se integra en el Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos, en el que también figura la Comisión Interamericana. Ciertamente, ambas forman parte del Sistema, pero éste no se agota en ellas. Dos instituciones integradas por siete comisionados y siete jueces no podrían ser el factor fundamental de la defensa de los derechos humanos en un continente como el nuestro, en el que viven más de quinientos millones de seres humanos. El Sistema es mucho más que la Corte y la Comisión. En él se hallan, ante todo, los Estados, primera línea de defensa de los derechos humanos.
La lucha en favor de los derechos humanos comienza y termina, espero que siempre favorablemente, dentro de las esferas de los Estados nacionales, que son los constructores de la jurisdicción internacional. La Organización de los Estados Americanos, compuesta por todos nuestros Estados, es otro protagonista del Sistema Interamericano. Lo es, asimismo, la sociedad civil: los pueblos de los países americanos, nuestras sociedades, con las instituciones que han generado.
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A esta relación agregaré una serie de actores emergentes que en los últimos años han venido a sumarse a la tarea protectora de los derechos humanos. Cumple un papel protagónico el Ombusdman, que existe en la mayoría, o acaso en la totalidad de nuestros países; con diversas denominaciones. Aquí figuran, igualmente, las defensorías públicas y privadas, cuya actividad es esencial para la tutela de los derechos humanos; además, los comunicadores sociales, la academia --representada por el Instituto Interamericano de Derechos Humanos y desde luego por el Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (ILANUD), que ha sido y sigue siendo un factor de enorme importancia en el desarrollo de las ideas penales, criminológicas y penitenciarias en este continente.
Los temas que ahora analizo deben ser vistos dentro de un sistema: el sistema penal, o mejor todavía, el sistema de justicia penal. Hablar en forma aislada de instituciones o figuras penales, procesales o penitenciarias es despojarlas de su radical identidad, su sentido, su función. Por ejemplo, aludir a la prisión preventiva, a los procesos orales, a los fiscales y juzgadores, sin hacer referencia al mundo en el que habitan estos personajes o se desarrollan estas figuras jurídicas, es despojarlos de su espíritu y su sentido. Es necesario, pues, tomar en cuenta a qué atienden todos estos personajes, cuál es la obra en la que figuran, en qué foro se instalan sus parlamentos y cuáles son los papeles que deben desarrollar. Sólo así será posible entender si han tomado el camino mejor o conviene llevar a cabo, como es preciso hacerlo periódicamente, un ejercicio de revisión.
Sobra decir a los conocedores y aplicadores de la materia penal, que ésta constituye el escenario crítico de los derechos humanos. Sería difícil encontrar un espacio de la vida social en la que no se ventile el tema de los derechos humanos, y más difícil sería encontrar alguno en el que los derechos humanos queden en mayor riesgo o predicamento que el correspondiente a la justicia --o injusticia-- penal.
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¿Por qué es éste el ámbito crítico de los derechos humanos? Porque a diferencia de lo que ocurre en otros campos, aquí entran en contacto, que es conflictivo, el Estado, con toda su majestad y poderío, a veces apoyado por la sociedad que clama justicia o venganza; y el individuo, el ser humano, desprovisto del prestigio o el encanto que pudiera tener cuando forma parte de otros grupos sociales desvinculados de la comisión de delitos. Esta relación con el crimen desvale al individuo, lo coloca en calidad de enemigo social. Si algún título caracteriza al inculpado es preciamente el de enemigo social.
Aunque pugnemos por evitar estigmas y membretes, la persecución penal etiqueta al individuo. Si se observa ese conflicto o contraste entre el Estado todopoderoso, representante o encarnación de la justicia, y el enemigo social que merece ser perseguido y reprimido, se podrá anticipar el riesgo que corren los derechos de ese adversario de la sociedad, rotulado como culpable desde antes de que se le declare tal. Corren peligro su vida, su libertad, su propiedad, su integridad, su honor. En fin, todos sus derechos se hallan en grave riesgo.
Nuestro sistema penal, al que concurren la jurisprudencia de este tribunal y de otros tribunales, y en el que han surgido las leyes que penales que aplicamos, es el producto de una múltiple herencia acumulada. Esta se nutre, primero, con el legado de la parte final del siglo XVIII, el legado del enciclopedismo, el liberalismo filosófico y jurídico. Ha hecho luminosas aportaciones, que no hemos perdido, pero que enfrentan riesgos. Legalidad penal, juicios con garantías, humanización de las penas y otros afanes y esfuerzos, logros y éxitos de la humanidad, son el producto de esa primera porción de nuestra herencia común.
Hay un segundo legado interesante, que aportó el positivismo criminológico: así, conocimiento de los factores generales de la criminalidad y de la dinámica del delito en cada caso particular, más cierta racionalidad en el enjuiciamiento penal. Estas son aportaciones trascendentes del positivismo criminológicos, al lado de ciertos escarceos autoritarios que no queremos retener: penas gravísimas y juicios generalizantes a propósito de la proclividad delictiva,así como otros males que ensombrecieron el desarrollo del orden penal. Pero
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separamos evangélicamente la mala hierba de la buena, y recuperemos la herencia positiva del positivismo criminológico.
Andando nuestro camino, tropezamos con las tentaciones y los procesos autoritarios de los países en los que se perdió el principio de legalidad y se introdujeron sistemas transpersonalistas en todos los órdenes de la existencia, entre ellos el penal. Ahí se extremó el procedimiento inquisitivo para alcanzar ciertos objetivos y sentar determinados, y fueron establecidos sistemas de ejecución con graves afectaciones de los derechos humanos.
Este ha sido el más grave retroceso en la historia reciente de la justicia penal. No hay que olvidarlo. Quiero traer invocar la expresión de un ilustre y querido colega, Raúl Zaffaroni, cuando dijo que en el fondo del Estado de Derecho, en alguna madriguera del subconsciente político, se ha encapsulado el estado de policía. A veces pugna por aflorar y aguarda la oportunidad de hacerlo. Esta herencia autoritaria también forma parte de nuestras tradiciones secretas o sombrías, y eventualmente reaparece y golpea.
Una síntesis que rescata los datos positivos de este largo camino dialéctico conduce a lo que ahora llamamos, con ufanía, el derecho penal de la sociedad democrática. Reúne diversos elementos distintivos, característicos: mínima intervención del Estado –en todas las fases del sistema penal--, creciente régimen de garantías, derechos y libertades; proceso acusatorio, que es el mejor reducto de esos derechos y garantías; ejecución dirigida a la reinserción social. No ignoro que se halla cuestionada la idea de readaptación, pero tal vez no tenemos en este momento algo mejor para sustituirla. Cuando se quiere relevar ciertas ideas y prácticas, es preciso tener a la mano lo que colmará el espacio. Llenarlo con el vacío, valga la expresión, invita a la reaparición de tentaciones regresivas. Por eso prefiero mantener vigente la idea de readaptación social, con todos sus defectos, que abrir la puerta a iniciativas que pudieran arrollarnos.
En la serie de tradiciones que han forjado la nueva era figura una síntesis de las corrientes criminológicas: criminología clínica y criminología crítica, que
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pone el acento sobre los factores institucionales de los delitos. El énfasis no queda en los aspectos personales, como ocurrió bajo los antiguos médicos criminólogos del siglo diecinueve. A ellos se sumaron los institucionales, derivados de la política, la cultura, la economía. Con la síntesis de estas corrientes, debidamente concertadas, concluimos el siglo XX.
Sería deseable, pues, que hubiésemos aprendido la lección de la historia, alcanzado a la madurez del sistema penal, entronizado en definitiva el espíritu de la democracia en esta región menos transparente del aire, donde la democracia es vista con reticencia. Sin embargo, hay signos que permiten observar que hemos iniciado un retroceso, por lo menos en algunos sectores.
El Estado de terror o el Estado de policía, encapsulado por el Estado constitucional, reaparcen en la escena y guiñan un ojo a la sociedad, buscando atraerla y seducirla.
¿Qué es lo que nos precipita en una dirección errónea? Existe una delincuencia creciente, severa, muy lesiva; lo mismo la delincuencia tradicional que la desarrollada, evolucionada, organizada. El crimen no ha desaparecido.
Cabalga en el mundo entero. Recordemos la expresión de Marx y Engels en 1847, en el pórtico de su Manifiesto comunista: el fantasma del comunismo cabalga en Europa. Ahora mismo otro fantasma cabalga en el mundo: el crimen. El crimen transita con distintas formas, diversas versiones o apariencias. En el planeta entero, y desde luego en muchos Estados americanos.
En años recientes se ha presentado un debilitamiento progresivo de los medios de control social de la conducta no jurídicos o no punitivos. Sabemos bien que el verdadero control de nuestra conducta en sociedad no deriva de la fuerza pública o las leyes penales, sino de otras instancias, algunas no tan visibles o tangibles, no tan...
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