La aplicación de instrumentos internacionales en materia de derechos humanos en el sistema judicial interno de los Estados

AutorArturo García Torres
CargoMagistrado del Tribunal Colegiado en Materia de Trabajo del Segundo Circuito
I Introducción

Sin duda los derechos humanos son un tema de primer orden en los ámbitos nacional e internacional. No obstante las discrepancias existentes entre los estudiosos de la materia, con respecto a su conceptualización, es incontrovertible que todo hombre posee derechos inalienables que deben ser reconocidos y amparados por la ley.

Los elementos básicos que caracterizan al Estado de derecho son: el disciplinamiento de la actividad de las autoridades estatales a un orden normativo específico y la funcionalización del poder público; ambos, se orientan a salvaguardar y proteger los derechos fundamentales de la persona.

El carácter democrático de las sociedades modernas establece procedimientos que permiten una mayor circulación del poder, la conservación y satisfacción de las libertades fundamentales, y el derecho a la participación abierta en la esfera pública.

Actualmente se desarrolla un proceso de internacionalización de los derechos humanos, cristalizado en la formación de diversos instrumentos que definen los derechos y a los órganos jurisdiccionales encargados de su protección.

La tarea de dichos tribunales ha sido fecunda para los Estados que han aceptado su jurisdicción; algunos incluso han modificado su legislación interna para observar las directrices establecidas en las normas internacionales de derechos humanos.

La sentencia 145/1988 emitida por el Tribunal Constitucional de España, fundada en la sentencia dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos —del veinticuatro de octubre de mil novecientos ochenta y cuatro—, conocida como la sentencia De Cubber, dio paso a una reforma sustantiva del Poder Judicial en España.

La finalidad de este trabajo es hacer un breve examen de la sentencia emitida por el Tribunal Constitucional de España, con el objeto de ilustrar la creciente influencia de los derechos humanos en el marco de los procedimientos penales en el interior de los Estados de la comunidad internacional; para ese efecto la exposición inicia con un marco teórico, en el que, de manera breve, se pretende fijar el concepto de los derechos humanos y, en concreto, el que corresponde al derecho a un juez imparcial. En un segundo plano, se aborda el examen de la sentencia indicada desde el punto de vista del tratamiento que se dio al derecho a un juez imparcial, y el impacto que tuvo en el sistema judicial español; asimismo, se formula una reflexión de dicha sentencia en cuanto pudiera ser materia de análisis en el ordenamiento jurídico mexicano.

II Marco teórico
1. Derechos humanos (concepto, clasificación y protección)

En un primer acercamiento a la concepción de los derechos humanos, se puede coincidir con Agustín Basave Fernández del Valle (2001: 355-356) en la idea de que, para cumplir sus finalidades específicas, el hombre tiene que conservar, desarrollar y perfeccionar su ser. Esta necesidad ontológica de plenitud funda el carácter inalienable e imprescriptible de los derechos fundamentales de la persona.

La raíz de los derechos humanos radica en el valor propio de cada persona. Desde esta perspectiva, en principio, podemos señalar que los derechos humanos son los que tiene cada persona derivados de su esencia.

En el ámbito académico existe una diversidad de posturas y definiciones atribuidas a la noción de los derechos humanos. Unas son tautológicas, al sostener que los derechos humanos son aquellos que pertenecen, de modo inherente, a cada hombre. Otras son formales, en el sentido que no dicen nada acerca de su contenido, como aquellas que postulan que los derechos humanos pertenecen a todos los hombres y de los cuales ninguna persona puede ser privada; y, por último, tendríamos definiciones teleológicas, que apelan a valores últimos susceptibles de las más variadas interpretaciones, como por ejemplo aquellas que sostienen que los derechos humanos son derechos cuyo reconocimiento es la condición necesaria para el perfeccionamiento de la persona, o bien para el progreso civil o político (Gómez Robledo, 2003: 651). De esta manera puede afirmarse que la falta de coincidencia de los estudiosos obedece a la existencia de diversos criterios relacionados con la naturaleza y fundamento de los derechos humanos.

Al respecto, Mireille Roccatti (1996: 21-22) resume las principales corrientes doctrinarias, a saber:

1) La escuela iusnaturalista: sostiene la existencia de los derechos humanos como reglas de derecho natural superiores a las normas jurídicas, por emanar de la naturaleza humana;

2) La escuela positivista: plantea que la norma jurídica está por encima de cualquier campo normativo, por lo que los derechos humanos son producto de la actividad normativa del Estado y, en consecuencia, sólo pueden ser exigidos por el individuo si han sido promulgados por el Estado;

3) La escuela histórica o historicista: argumenta que los derechos humanos son variables y relativos a cada contexto social; así, cada etapa de la historia de las sociedades ha significado un catálogo específico de derechos; y

4) La escuela axiológica: propone que los derechos humanos son derechos morales o valores de la dignidad humana. Esta corriente plantea que el origen y fundamento de estos derechos son axiológicos antes de su materialización en la norma jurídica.

Pero en esta diversidad, como refiere Héctor Gros Espiell (1994: 174), se ha ido produciendo una confluencia en la aceptación de las nociones básicas como la dignidad, la individualidad y la igualdad, en el sentido de proscripción de toda forma de discriminación y en la búsqueda de un fundamento universal y común de los derechos humanos.

Algunos de los rasgos distintivos de los derechos humanos son:

• Representar demandas individuales y comunitarias de participación política, distribución y disfrute de la riqueza, la educación y de un ambiente de mutua tolerancia;

• Sus postulados participan, simultáneamente, de los órdenes legal y moral;

• Son universales, de tal manera que la titularidad de dichos derechos recae en todos los hombres, sin distinción alguna;

• Son interdependientes en su ejercicio. Es decir, no existe la incondicionalidad absoluta, pues no pueden restringirse en función del aseguramiento de los derechos de otras persona o grupos;

• Son inalienables porque no pueden perderse ni transferirse por propia voluntad.

Los derechos humanos —de acuerdo con lo dispuesto en el Reglamento Interno de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México—, deben entenderse a partir de dos presupuestos básicos: el que los concibe como derechos inherentes a la dignidad del ser humano y el que los caracteriza, desde el punto de vista positivo, como aquellos que se encuentran establecidos en la ley.

Así, en un intento de definición general, podemos afirmar que los derechos humanos son facultades y prerrogativas atribuidas al ser humano por su propia naturaleza, individual o colectivamente, y que se encuentran reconocidas jurídicamente, en el orden interno de los Estados y en la comunidad internacional.

Los derechos humanos han sido objeto de diversas clasificaciones. Desde el punto de vista histórico se habla de tres generaciones. Al respecto, Martínez Bullé (1994: 249) plantea que:

La concepción moderna de los derechos humanos, actualmente vigente, surge precisamente como producto de la lucha de independencia de las colonias de Norteamérica y de la lucha del pueblo francés contra el régimen absolutista. Los derechos humanos son fruto precisamente del movimiento intelectual producido en la ilustración. La declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, teniendo como importante antecedente la Declaración de los Derechos del Buen Pueblo de Virginia, viene a significar el nacimiento de lo que, en la clasificación clásica de los derechos humanos, es conocido como la primera generación de los derechos humanos, conformada por los derechos civiles y políticos, conocidos como derechos individuales.

Estos derechos fueron incorporados a los textos constitucionales (constitucionalismo clásico), entre los que se encuentran: la igualdad ante la ley, la libertad individual, la no aplicación retroactiva de la ley, la prohibición de la esclavitud y toda forma de servidumbre, o la inviolabilidad del domicilio.

Martínez Bullé (loc. cit.) indica que: con el desarrollo de las revoluciones industriales y el advenimiento de la clase obrera, como un amplio conglomerado desprotegido frente a los titulares de los grandes capitales, surgen los primeros reclamos de derechos de carácter gremial o social, que en su desarrollo llevan a las grandes revoluciones sociales de principio del siglo XX, entre ellas la mexicana, dando como consecuencia la consagración constitucional de derechos de contenido social (…). Surge así la segunda generación de los derechos humanos integrada por los derechos económicos, sociales y culturales, que al igual que los de la primera generación poco a poco han venido a formar parte de lo que algún autor llama el equipaje estándar de las constituciones modernas. Esta segunda generación de los derechos humanos no es de menor importancia que la primera; representa el reconocimiento jurídico de los mínimos económicos y sociales que requiere el individuo de acuerdo con su dignidad como ser humano, por lo que resulta evidente su importancia para la tranquilidad social y el sano desarrollo de la vida política.

Esta clase de derechos dieron pauta al constitucionalismo social, y suponen una acción estatal para buscar la consecución de su eficacia.

Finalmente, a propósito de los derechos de la tercera generación, nos dice Héctor Gros Espiell (1994: 182): son los llamados derechos de solidaridad, de vocación comunitaria o nuevos derechos humanos. Derechos que emergen al mundo jurídico como consecuencia de nuevas realidades y sus correlativas necesidades. Derechos en estado naciente o en configuración jurídica ya que no existen mecanismos de tipo convencional, para organizar su defensa y protección con la fuerza de la obligatoriedad jurídica. Entre esos derechos se encuentran los derechos al desarrollo, a la paz y al medio ambiente.

Estos nuevos derechos empiezan a surgir en la década de los sesenta. La Organización de las Naciones Unidas, en mil novecientos sesenta y seis, declara su reconocimiento como derechos que consideran al individuo como parte de un todo, la humanidad.

Atendiendo a la naturaleza de su objeto los derechos humanos pueden clasificarse de la siguiente manera (Basave Fernández, 2003: 356-357):

1) Derechos civiles o individuales: el derecho a la vida; a la libertad física y a sus garantías procesales; a las libertades religiosas; a la educación, a la libertad de expresión y de reunión; a la igualdad; a la propiedad; o, a la inviolabilidad del domicilio;

2) Derechos políticos o cívicos: el derecho a la nacionalidad; o, el derecho a participar en la vida cívica del país;

3) Derechos económicos: el derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria; o, el derecho a un nivel de vida adecuado;

4) Derechos culturales: el derecho a participar en la vida cultural de la comunidad; o, el derecho a la educación.

En consecuencia, podemos afirmar que el derecho a un juez imparcial, especialmente en el proceso penal, se ubica en la primera generación de derechos y corresponde a los derechos civiles o individuales consistentes en las garantías procesales que dan paso al debido proceso legal.

Coincidimos con Héctor Fix–Zamudio (2003: 17, 19) quien aborda el estudio y la definición del debido proceso legal. Y compartimos, con Aníbal Quiroga León (2003: 18-19), que en el debido proceso legal se deben observar las garantías que permitan asegurar que el proceso, como instrumento, sirva para su objeto y finalidad.

El debido proceso legal constituye la institución del derecho constitucional procesal que identifica los principios y presupuestos procesales mínimos que debe reunir todo proceso judicial jurisdiccional, para asegurar al justiciable la certeza, legalidad, razonabilidad y legitimidad de su resultado.

Robert Alexy, en su obra Teoría de los derechos fundamentales, ubica el derecho al procedimiento dentro de los derechos fundamentales a las acciones positivas del Estado y señala que es el derecho a una protección jurídica efectiva.

La condición para una efectiva protección jurídica se funda en que el titular de los derechos vea garantizados, en el resultado del procedimiento, sus derechos materiales. Los derechos al debido procedimiento —Alexy dixit— sirven, en primer lugar, para garantizar la imparcialidad en la ponderación de sus posiciones jurídicas frente al Estado y, también, ante terceros. Por ello es posible tratar a éstos dentro del marco de los derechos a la protección.

Es indudable que el derecho a un juez imparcial1 tiene plena cabida en el debido proceso legal, pues el derecho a un juicio justo e imparcial se traduce en una garantía procesal que puede enmarcarse en el derecho a la jurisdicción. Así, la imparcialidad constituye una condición que debe ser ineludiblemente respetada por cualquier autoridad, a riesgo de que el procedimiento pueda calificarse fuera del debido proceso legal y, por tanto, contrario al respeto de los derechos fundamentales.

En la época moderna, en los Estados Unidos de América, La Declaración de los Derechos de los Estados del Norte de Virginia —de 1776— se reconocen los derechos humanos; ese instrumento jurídico ha sido modelo y fuente de inspiración de la Constitución Americana de 1787. En esa constitución se establece el estatuto clásico de libertad civil y, también, el derecho a la revolución.

Después, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, del 4 de julio de 1776, por primera vez en la historia democrática moderna, se formuló un documento basado en la soberanía popular y los derechos del hombre.

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de Francia, aprobada el 26 de agosto de 1789, dio reconocimiento a los derechos que tiene todo hombre por el simple hecho de serlo y concedió a esos derechos un carácter universal. Esa concepción de los derechos fundamentales fue retomada y suscrita en los textos constitucionales de otros países (Roccatti, 1996: 35, 44).

A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial surgieron instrumentos normativos de derecho internacional, con la finalidad de alcanzar validez multinacional, a saber: la Carta de la Organización de las Naciones Unidas o Carta de San Francisco, vigente desde el 24 de octubre de 1945; la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por la Organización de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948; los pactos de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ambos adoptados en la Organización de las Naciones Unidas en 1966; la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales del año de 1950; y, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Roccatti, op. cit.: 44-45).

Los instrumentos en materia de derechos humanos pueden, según el caso, tener una validez general para la comunidad internacional o local, en un país o una región determinada. En este último caso, podemos distinguir el sistema de protección de derechos humanos europeo y el sistema de protección de derechos humanos interamericano. Un estudio de cada uno de ellos y de los organismos que han generado, así como de sus órganos jurisdiccionales excedería con mucho los propósitos de esta exposición.

México ha tenido un papel activo en materia de derechos humanos al aprobar y ratificar la mayoría de las declaraciones e instrumentos, tanto de aplicación universal como regional, entre otros: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

En su régimen interior, a lo largo de su historia constitucional, a través de sus diversas Cartas, ha reconocido los derechos humanos, desde la Constitución de Apatzingán hasta la Constitución de 1917. En el caso de España, debemos señalar que se encuentra incorporada, entre otros instrumentos de regulación internacional, a la Convención Europea para la Protección de los Derechos Fundamentales y su Constitución destina el primer Título a los derechos fundamentales.

También, establece de manera expresa que las normas relativas a los derechos fundamentales y las libertades sean interpretadas de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los tratados y los acuerdos internacionales ratificados por ese país.

2. La organización de la jurisdicción en materia penal en España

Advertimos, en el Título VI de la Constitución de España, que corresponde al Poder Judicial el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado (art. 117). Desde un punto de vista funcional, el Poder Judicial se caracteriza por ejercer determinadas atribuciones o actividades estatales, que pueden resumirse en la noción de potestad jurisdiccional (Diez-Picazo, 1994: 9).

Se observa en el sistema judicial español la idea de una unidad de fuero como base de la organización y funcionamiento de los tribunales. El principio de unidad implica que todos los órganos judiciales —los órganos que ejercen la potestad jurisdiccional— componen la unidad organizacional denominada Poder Judicial. Así, el Poder Judicial, en España, es único para todo el territorio nacional. Es decir, a pesar de que España se configura como un Estado compuesto o políticamente descentralizado, en él existen junto a los Poderes Legislativo y Ejecutivo centrales otros tantos en el nivel regional. No hay, empero, poderes judiciales regionales o autonómicos (ibídem, 11-12).

De esta manera la vigente organización judicial en España tiene: juzgados, en el orden penal, de ámbito local; las Audiencias Provinciales, de ámbito provincial; la Audiencia Nacional; los Tribunales Superiores de Justicia, de ámbito regional; y el Tribunal Supremo, de ámbito nacional.

Específicamente, de acuerdo con la Ley Orgánica del Poder Judicial vigente, en materia penal se tienen órganos unipersonales y colegiados.

En relación con los primeros tenemos a los Juzgados de Paz, que existen únicamente en los municipios en los que no se cuenta con juzgados de primera instancia e instrucción. Conocen en primera instancia de los procesos por faltas que les atribuye la ley y pueden intervenir en actuaciones penales de prevención o por delegación (arts. 99 y 100).

Los Juzgados de Instrucción, que existen en cada partido judicial, con sede en la capital del partido y jurisdicción en todo su territorio; cuya competencia se concreta al conocimiento de los juicios de faltas y la instrucción de todas las causas por delito; asimismo, conocen de la instrucción de las causas por delito cuyo enjuiciamiento corresponda a las Audiencias Provinciales y a los Juzgados de lo Penal; también, al conocimiento y al fallo de los juicios de faltas, salvo aquellos que son competencia de los Juzgados de Paz; de los procedimientos del habeas corpus; y, de los recursos que establezca la ley contra las resoluciones de los Juzgados de Paz del Partido y de las cuestiones de competencia entre éstos (artículos 84 y 87).

Los Juzgados Centrales de Instrucción, con sede en Madrid, tienen jurisdicción en toda España; a ellos corresponde instruir causas cuyo enjuiciamiento se encuentra encomendado a la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional o, en su caso, a los Juzgados Centrales de lo Penal; además, tramitan los expedientes de extradición pasiva (artículo 88).

Los Juzgados de lo Penal, que existen en cada provincia, en cuya capital habrá uno o más de ellos, pueden extender su jurisdicción a uno o más partidos de la misma provincia, sin perjuicio de su movilidad geográfica. Su competencia abarca el enjuiciamiento de las causas por delito que la ley le asigna, en función de la pena privativa de libertad a imponer (artículo 89 bis).

Cabe aclarar que estos Juzgados fueron creados precisamente con motivo de la reforma judicial originada por la sentencia del Tribunal Constitucional Español, en la Ley Orgánica 7/1988 —del 28 de diciembre— buscando separar el órgano instructor del órgano juzgador. Antes de la reforma los Juzgados de Instrucción tenían competencia para instruir y fallar la causa.

Los Juzgados Centrales de lo Penal, cuya sede es Madrid, tienen jurisdicción en toda España; su competencia se desprende de la gravedad del delito (artículo 89 bis. 3).

Por su parte, los Juzgados de Menores, que de conformidad al artículo 97 de la ley en consulta, conocen de la conductas en que incurren los menores de edad y que se encuentran tipificadas como delitos o faltas.

Los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria, con sede en cada provincia, que —según señala el artículo 94.1 de la ley en examen— tienen funciones jurisdiccionales, previstas en la Ley General Penitenciaria, en materia de ejecución de penas privativas de libertad y medidas de seguridad, control jurisdiccional de la potestad disciplinaria de las autoridades penitenciarias, amparo de los derechos y beneficios de los internos en los establecimientos penitenciarios.

Los órganos colegiados son las Audiencias Provinciales, con jurisdicción en cada provincia y con sede en la capital de la que toman su nombre; pudiendo crearse secciones de dichas audiencias fuera de la capital, con jurisdicción en uno o más partidos. A estos órganos corresponde, de conformidad con el artículo 82 de la Ley Orgánica del Poder Judicial Español, conocer de: las causas por delito, a excepción de las que la ley atribuye a los Juzgados de lo Penal o a otros tribunales; los recursos contra resoluciones dictadas por los Juzgados de Instrucción y de lo Penal de la provincia; y, los recursos contra las resoluciones de los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria.

Tratándose de recursos contra resoluciones de Juzgados de Instrucción en juicios de faltas, la Audiencia se constituirá por un sólo magistrado; igualmente, conocen de los recursos contra las resoluciones de los Juzgados de Menores de la provincia y de las cuestiones de competencia entre los mismos. Las Audiencias conocerán del enjuiciamiento de las causas instruidas por los Juzgados de Instrucción tratándose de delitos que no son competencia de los Juzgados de lo Penal y de los recursos en relación con las causas conocidas por estos últimos.

Los Tribunales Superiores de Justicia tienen jurisdicción en el ámbito de su respectiva Comunidad Autónoma (artículo 71). La Sala competente en materia penal es la Sala de lo Civil y Penal, que conocerá de las causas penales que los Estatutos de Autonomía reservan a su conocimiento, que son: los delitos cometidos por los diputados autonómicos, la instrucción y fallo de las causas penales contra jueces, magistrados y miembros del ministerio fiscal por delitos o faltas cometidos en el ejercicio de sus funciones. Para instruir las causas competencia directa de estas Salas se designa a un instructor que no formará parte de la misma para el enjuiciamiento; también, conocen de decisiones de competencia entre el Juzgado de Menores de distintas provincias de la Comunidad Autónoma (artículo 73).

La Audiencia Nacional, con sede en Madrid, tiene jurisdicción en toda España, cuya Sala Penal conoce: del enjuiciamiento por delitos contra el titular de la Corona, su consorte o sucesor, así como contra altos organismos de la Nación y forma de gobierno; falsificación de moneda, delitos monetarios y relativos al control de cambios; defraudaciones y maquinaciones para alterar el precio de las cosas que produzcan o puedan producir grave repercusión en el tráfico mercantil, en la economía nacional o perjuicio patrimonial en una generalidad de personas en el territorio de más de una Audiencia; tráfico de drogas o estupefacientes; fraudes alimentarios y de sustancias farmacéuticas o medicinales, siempre que sean cometidos por bandas o grupos organizados y produzcan efectos en lugares pertenecientes a distintas audiencias; delitos cometidos fuera del territorio nacional, cuando de conformidad a las leyes o los tratados corresponda su enjuiciamiento a los Tribunales Españoles; y, de los procedimientos de extradición, entre otros (artículos 62 y 65).

Y el Tribunal Supremo, con jurisdicción en toda España, como órgano superior en todos los órdenes, salvo en materia constitucional. La Segunda Sala de ese tribunal, de lo Penal, conoce de: los recursos de casación, revisión y otros extraordinarios en materia penal; de la instrucción y enjuiciamiento de las causas contra: el Presidente del Gobierno, los Presidentes del Congreso y del Senado, el Presidente del Supremo Tribunal y el del Consejo General del Poder Judicial, el Presidente del Tribunal Constitucional, los miembros del Gobierno, los Diputados y los Senadores, los Vocales del Consejo General del Poder Judicial, los Magistrados del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, así como del Presidente de la Audiencia.

III La sentencia 145/1988 del Tribunal Constitucional Español

Por auto del 22 de octubre de 1987, el Juzgado de Instrucción número 9 de Madrid elevó al Tribunal Constitucional una cuestión de inconstitucionalidad, en relación con la Ley Orgánica 10/1980 —del 11 de noviembre—; de enjuiciamiento oral de delitos dolosos menos graves y flagrantes, con especial referencia a su artículo 2, en cuanto norma de atribución de competencias; así como de los artículos 14.3 y 790 a 792 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y del artículo 219.10 de la Ley Orgánica del Poder Judicial 6/1985, en cuanto implican competencia de un mismo órgano jurisdiccional para la instrucción, conocimiento y fallo de una misma causa, por si pudieran ser contrarios al artículo 24.2 de la Constitución de España, que reconoce los derechos del Juez ordinario predeterminado por la ley y a un proceso público con todas las garantías.

El Juzgado de Instrucción número 2, de Palma de Mallorca, en el procedimiento oral 186/87, en virtud de auto del 16 de octubre de 1987, acordó promover cuestión de inconstitucionalidad con respecto al indicado artículo 2 de la Ley Orgánica 10/1980 —del 11 de noviembre—, por si pudiera infringir el citado derecho de los ciudadanos a un proceso con todas las garantías reconocido por el artículo 24.2 de la Constitución Española. Dichas promociones se tramitaron con los números 1.344/1987 y 1.412/1987, respectivamente.

En la sentencia se estimaron parcialmente las cuestiones de inconstitucionalidad y, en consecuencia, se declaró nulo el segundo párrafo del artículo 2 de la Ley Orgánica 10/1980 relativo al enjuiciamiento oral de delitos dolosos, menos graves y flagrantes. El párrafo del precepto indicado disponía que en ningún caso le será de aplicación (a los jueces que conozcan de las causas tramitadas con arreglo a la Ley 10/1980) la causa de recusación prevista en el apartado 12 del artículo 54 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, consistente en haber sido instructor de la causa.

El Tribunal Constitucional señaló que en el sistema procesal deben respetarse las garantías constitucionales que impone la Norma Suprema, entre ellas la figura prevista en el artículo 24.2 que reconoce a todos el derecho a un juicio público con todas las garantías, en las que debe incluirse —aunque no se cite en forma expresa— el derecho a un juez imparcial, que constituye sin duda una garantía fundamental en la administración de justicia en un Estado de derecho.

Las causas de recusación y abstención que figuran en las leyes tienden a asegurar la imparcialidad. El citado artículo 54.12, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, busca preservar la llamada imparcialidad objetiva; es decir, aquélla cuyo posible quebrantamiento no deriva de la relación que el juez haya tenido o tenga con las partes, sino de su relación con el objeto del proceso.

No se trata ciertamente de poner en duda la rectitud personal de los jueces que lleven a cabo la instrucción ni de desconocer que ésta supone una investigación objetiva de la verdad, en la que el instructor ha de indagar, consignar y apreciar las circunstancias tanto adversas como favorables al presunto reo.

Pero, ocurre que la actividad instructora en cuanto pone a quien la realiza en contacto directo con el acusado, los hechos y los datos para indagar el delito y determinar a los responsables ciertas condiciones provoca, en el ánimo del instructor prejuicios e impresiones en favor o en contra del acusado, que pueden influir al momento de sentenciar. Incluso, aunque ello no suceda, es difícil evitar la impresión de que el juez no acomete la función de juzgar sin la plena imparcialidad que le es exigible. Por ello el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en su decisión sobre el caso De Cubber, del 26 de octubre de 1984, y previamente en el caso “Piersak”, del 1° de octubre de 1982, ha insistido en la importancia que en esta materia tienen las apariencias, prejuicios de los que debe abstenerse el juez para no dar lugar a una falta de imparcialidad, pues va en ello la confianza que los tribunales de una sociedad democrática han de inspirar en los justiciables.

Esta prevención en la instrucción y la sentencia, viene aumentada si se considera que las actividades instructoras no son públicas ni necesariamente contradictorias, y que la influencia que pueden ejercer en el juzgador se produce al margen de un proceso público —que también exige el citado artículo 24.2— y del procedimiento predominantemente oral, sobre todo en materia criminal, a que se refiere el artículo 120.2, ambos constitucionales.

En un sistema procesal en que la fase decisiva es el juicio oral —en el que la instrucción sirve de preparación— debe evitarse que este tipo de juicio pierda virtualidad o que se empañe su imagen externa, como puede suceder si el juez acude a él con impresiones o prejuicios nacidos de la instrucción o si llega a crearse con cierto fundamento la apariencia de que esas impresiones y prejuicios existan.

Es de señalar, también, que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, interpretando el artículo 6.1 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales ha llegado a las mismas conclusiones.

El citado artículo de la Convención, de conformidad con el cual deben interpretarse las normas relativas a los derechos fundamentales y las libertades que la Constitución reconoce, afirma el derecho de toda persona a que su causa sea oída por un tribunal independiente e imparcial. Pues bien, en la sentencia De Cubber, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos entendió que la actuación como juez en el tribunal sentenciador de quien había sido juez instructor de la causa suponía una infracción del derecho al juez imparcial consagrado en el citado artículo del convenio.

Por tanto, el párrafo segundo de la Ley Orgánica 10/1980 que prohíbe la recusación y, consiguientemente, la abstención del juez sentenciador que ha sido instructor de la causa es inconstitucional, por vulnerar el derecho al juez imparcial que reconoce el artículo 24.2 de la Constitución. Con dichos argumentos el Tribunal Constitucional consideró resuelta la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Juzgado número 2 de Palma de Mallorca.

Al referirse a la cuestión de constitucionalidad planteada por el Juzgado número 9 de Madrid, la sentencia aclara que es de mayor alcance que la del Juzgado de Palma de Mallorca — pues éste último sólo aludió a la inconstitucionalidad del artículo 2 de la citada Ley Orgánica—; alcance que tiene consecuencias para todo el ordenamiento, al estimarse que la inconstitucionalidad de la confusión entre las funciones instructora y juzgadora inficiona toda la ley citada.

Sobre el particular, el Tribunal Constitucional al ocuparse del tema abordó la concepción de la instrucción —de acuerdo con el artículo 299 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal— como aquellas actuaciones encaminadas a preparar el juicio y practicadas para averiguar y hacer constar la perpetración de los delitos con todas las circunstancias que puedan influir en su calificación y en la determinación de la culpabilidad, o en las medidas para el aseguramiento de sus personas y las responsabilidades pecuniarias de los mismos. El instructor de una causa será el juez que lleve a cabo esas actuaciones y participe de forma activa en la investigación.

Es precisamente el hecho de haber reunido el material necesario para que se celebre el juicio, o para que el tribunal sentenciador tome las decisiones que le corresponda y el hecho de haber estado en contacto con las fuentes de donde procede ese material, lo que puede generar en el ánimo del instructor prevenciones y prejuicios respecto a la culpabilidad del inculpado, quebrantándose la imparcialidad objetiva que intenta asegurar la separación entre la función instructora y la juzgadora. Por ello, es cierto que no toda intervención del juez antes de la vista tiene carácter de instrucción, ni permite recusar por la causa de que se trata. Basta recordar que en el procedimiento penal ordinario las Audiencias Provinciales conocen en apelación de los autos dictados por el juez instructor e incluso decretan, de oficio, las prácticas de nuevas diligencias al conocer del auto de conclusión del sumario (art. 631 de la Ley de Enjuiciamiento Penal).

Es la investigación directa la que conforma el núcleo esencial de la instrucción. Por ello, en primer término, se advierte que la Ley Orgánica 10/1980 no prevé en el procedimiento una fase expresa de instrucción e incluso, en el debate parlamentario correspondiente, se dijo que se trataba de un proceso sin instrucción. No obstante, del examen de su articulado se desprende que, se asignan al Juez actuaciones que en algunas ocasiones pueden calificarse de instructoras y que son simplemente unas primeras diligencias que no suponen dirigir el procedimiento contra nadie, como ocurre en el caso previsto en el artículo 303 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en el que la Circular del Ministerio Fiscal —del 10 de abril de 1911— entendió que el Juez que realizaba las diligencias previstas en dicho precepto no asumía funciones de instructor.

En efecto, aunque quizá para salvar la dificultad que supone la intervención del juez en la fase anterior al juicio oral la ley —en su artículo 3.1— encomienda a la policía judicial, con un cierto carácter autónomo, la realización de los actos de investigación pertinentes con arreglo a la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Lo cierto es que el juez no queda desvinculado de la investigación. Además de los actos de comunicación y ordenación procesal para dar al procedimiento la substanciación que corresponda (arts. 5.1 y 2) y de otros, como los previstos en los artículos 3.2 (aportación de las certificaciones de antecedentes penales) y del artículo 9 (acreditación de sanidad del lesionado), que pueden considerarse ajenos a la investigación y no integrantes de una actividad instructora, la ley encarga al juez otras actuaciones.

Así, el juez que debe oír la declaración del detenido puede realizar en ocasiones un verdadero interrogatorio; lo que implica el riesgo de provocar una primera impresión sobre su culpabilidad o inocencia. Ese juzgador debe decidir, también, sobre su situación personal de acuerdo con lo establecido en los artículos 503 y 504 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal; es decir, sobre la prisión provisional del detenido (art. 5.1 de la Ley Orgánica 10/1980).

Esta última decisión exige del juez, por regla general, una valoración —por lo menos indiciaria— de la culpabilidad, como consecuencia de la investigación; pues para decretar la prisión provisional es necesario, entre otros requisitos, que aparezcan en la causa motivos para creer responsable criminalmente del delito a la persona contra quien se haya de dictar el auto de prisión (art. 503.3 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal).

Otras actuaciones, que la Ley Orgánica 10/1980 prevé como posibles, pueden revestir también carácter de instructoras. Así, el deber del juzgador de resolver en los casos de querella y denuncia con arreglo a la Ley de Enjuiciamiento Criminal (art. 3.3 de la Ley Orgánica 10/1980), supone que el juez proceda a la comprobación del hecho denunciado (art. 269 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) o a practicar las diligencias propuestas en la querella, salvo las que considere contrarias a las leyes o innecesarias o perjudiciales para el objeto de aquella (art. 312 de la citada Ley de Enjuiciamiento); también, lo correspondiente a la celebración anticipada de las pruebas que no puedan practicarse en el juicio oral (art. 8 de la Ley Orgánica 10/1980).

Por último, hay que señalar que el juez conserva la dirección de esta fase preparatoria y puede no sólo acordar ex oficio, sino practicar cualquiera de los actos de investigación establecidos en la Ley de Enjuiciamiento Criminal e instrumentar formalmente dicha actuación a través de las diligencias previas de los artículos 789 y siguientes de la misma ley (arts.3, 9, 5.2 y disposición final de la Ley Orgánica 10/1980).

Lo expuesto no permite concluir la inconstitucional de toda la ley 10/1980 o a que en la práctica la inconstitucionalidad de la acumulación de las funciones instructora y juzgadora acarreé la imposibilidad de aplicarla. Pueden darse casos en que este procedimiento no se produzca una verdadera actividad instructora, en cuyo supuesto no habrá lugar a la abstención o a la recusación. Pero aún en el caso en que el juez haya realizado diligencias instructoras al abstenerse o al ser aceptada su recusación, entrarán en juego los mecanismos de substitución previstos legalmente (arts. 55 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y 227 de la Ley Orgánica del Poder Judicial) como en los demás casos de abstención o recusación.

No se oculta a este Tribunal que la obligada separación entre la función instructora y la juzgadora afecta a un principio organizativo del procedimiento regulado por la Ley Orgánica 10/1980 y que, en consecuencia, los efectos de la aplicación de la causa de abstención o recusación aquí examinada son más amplios y complejos que los que se provocan por la aplicación de otras causas que sólo actúan muy esporádicamente.

El legislador debe asumir la tarea de reformar ese procedimiento o substituirlo por otro removiendo los riesgos que el procedimiento actual crea tanto para los derechos fundamentales como para la buena marcha y eficaz funcionamiento del proceso.2

Del relato de la sentencia 145/1988 debemos destacar, en relación con el tema de la evolución de los derechos humanos y su impacto en los órdenes internos de los Estados, a través de la aplicación indirecta de instrumentos internacionales, que dicha resolución precisamente invocando el artículo 6.1 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos del Hombre — donde se consagra el derecho de los ciudadanos al juez imparcial—, a su vez tiene como regencia la sentencia De Cubber emitida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

La sentencia interpretó, también, el artículo 24 de la Constitución Española, determinando que la acumulación de las funciones instructora y juzgadora en un mismo juez es inconstitucional por violar el derecho al juez imparcial.3

En efecto, el artículo 24 de la Constitución de España establece en su punto 1 que todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales, en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que en ningún caso pueda producirse indefensión.

Dicho precepto establece así lo que hemos denominado el debido proceso legal, según el cual toda persona debe ser juzgada de conformidad con las reglas que establecen las leyes. En este orden, el Tribunal Constitucional Español a partir de la interpretación del referido numeral y en relación con el artículo 6.1 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos del Hombre, acogió la doctrina que sobre el juez imparcial ha fijado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos para establecer que la imparcialidad tiene como fin último proteger la efectividad del derecho a un proceso con todas las garantías y concluyó que, el derecho a la imparcialidad, se encuentra implícitamente reconocido en el artículo 24.2 de la Constitución Española.

Así, la regla: quien instruye no debe juzgar es el presupuesto para constituir la imparcialidad objetiva; esto es, asegurar que los jueces y magistrados que intervienen en la resolución de la causa se acerquen a la misma sin prevenciones ni prejuicios que, en su ánimo pudieran quizá existir a raíz de una relación o contacto previos con el objeto del proceso (Pico I, 1997: 137).

Esta doctrina jurisprudencial ha sido desarrollada y complementada en diversas sentencias posteriores del propio Tribunal Constitucional, de las que se desprenden las siguientes consideraciones:

a) Lo característico de la actividad instructora es el contacto directo con el acusado o el material fáctico necesario para que se celebre el juicio, por ejemplo: la toma de declaración a los protagonistas del presunto delito o a los testigos; la comprobación de los hechos denunciados; la práctica de diligencias de investigación; o, la realización de prueba anticipada (entre otras sentencias del Tribunal Constitucional 142/1997, 170/1993 y 136/1992);

b) También comprometen la imparcialidad judicial determinadas actuaciones jurisdiccionales, como son: la admisión a trámite de una querella; la adaptación de medidas cautelares; la emisión del auto de procesamiento; o, del auto de apertura del juicio oral, por existir una calificación o juicio anticipado o provisional sobre los hechos que posteriormente serán discutidos en el acto del juicio oral, por lo que la decisión del juzgador puede estar prejuzgada (sentencias 151/1991, 320/1993, 136/1992, 55/1990, 170/1993 y 136/1992);

c) Se introduce otro elemento para la discusión en el tema referente a la adopción de la medida cautelar ex officio o a instancia de parte. En este sentido, el Tribunal Constitucional matiza su propia doctrina para aquellos procesos en los que la instrucción se encomienda al Ministerio Fiscal y las medidas cautelares se adoptan sin iniciativa de la autoridad judicial y bajo el principio de contradicción. En la sentencia 60/1995, recogiendo la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, indica que cuando la prisión provisional se ordena a instancia del Ministerio Público y el imputado está asistido de abogado el juez no pierde su imparcialidad, ya que la asunción de la instrucción por el Ministerio Público, unida a la plena vigencia del principio de contradicción en la adopción de esta medida cautelar, dota al juez de la imparcialidad necesaria para valorar libremente, y como tercero no comprometido en la investigación, el material de hecho exclusivamente aportado por el Ministerio Público-Instructor, la acusación y la defensa.4

La trascendencia de la sentencia 145/1988 se cristalizó en una reforma al Sistema Judicial Español afectando la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley de Enjuiciamiento Criminal resaltando la creación de los juzgados de lo penal, a los que se atribuyeron funciones de enjuiciamiento, separando la función instructora a cargo del Juez de Instrucción. Reforma que se concretó, también, en la Ley Orgánica 7/1988 —del 28 de diciembre— por la que se modifican diversos preceptos de la Ley Orgánica del Poder Judicial y de Enjuiciamiento Criminal.

Al respecto, resulta de interés referirnos a la exposición de motivos de esta reforma, en la que se manifiesta la importancia de las normas de derechos humanos de carácter internacional, su interpretación y aplicación en el sistema jurídico español: la Constitución Española y los Convenios Internacionales suscritos por España reconocen, con el carácter de fundamental, el derecho a un juicio público con todas las garantías, entre las cuales figura el derecho a un juez imparcial. El Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos entienden que la imparcialidad del juzgador es incompatible o puede llegar a serlo con su actuación como instructor de la causa penal. La presente Ley Orgánica pretende acomodar nuestra organización judicial en el orden penal a la exigencia mencionada, mediante la instrucción de una clase de órganos unipersonales: los Juzgados de lo Penal [Boletín de Información, 2ª época, año VIII, número extraordinario, Madrid, España, octubre 1998, p. 57].

Es importante reconocer la evolución de los derechos humanos, su impacto en el orden internacional y en el interior de los Estados miembros de la comunidad de naciones.

En el orden jurídico mexicano es indudable que se recoge el debido proceso legal a través de las diversas garantías constitucionales de seguridad jurídica que se contienen diseminadas principalmente en los artículos 14 y 16. Especialmente, en materia penal el 19, 20, 21, 22 y 23 de la Carta Magna, que refieren principios tales como la irretroactividad, la exigencia de juicio ante tribunales previamente establecidos, el cumplimiento de formalidades esenciales al procedimiento conforme a leyes expedidas con anterioridad al hecho; en materia penal tienen particular interés: la prohibición de la analogía y mayoría de razón en la aplicación de las penas; la exigencia de la exacta aplicación de la ley; los requisitos de la orden de aprehensión y de cateo, del auto de formal prisión; y, en general, las garantías de defensa en el proceso penal.

De manera sobresaliente, en relación con el tema contenido en la sentencia 145/1988, observamos que el artículo 17 de la Constitución establece el derecho de toda persona a que se le administre justicia por tribunales, expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, que deben resolver de manera pronta, completa e imparcial. Quedando prohibidas las costas judiciales, por lo que sin duda alguna en dicho precepto podemos ubicar el derecho a un juez imparcial.

Diversos instrumentos internacionales, de los que México forma parte, contienen los principios del debido proceso legal y del derecho a juez imparcial, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece en su artículo 10:

Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal.

El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos dispone, en su artículo 14, el derecho de toda persona a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente, independiente e imparcial establecido por la ley, en la substanciación de cualquier acusación de carácter penal formulado en su contra o para la determinación de sus derechos u obligaciones de carácter civil.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos, Pacto de San José de Costa Rica, ratificada por México el 24 de marzo de 1981, establece en su artículo 8° una serie de garantías judiciales, entre ellas: el derecho de toda persona a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la substanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter (Carbonell, 2002: 31, 43 y 213).

Así, cabe hacer una reflexión con relación a la posible aplicación de los argumentos contenidos en la sentencia del Tribunal Constitucional Español 145/1988, en el sistema judicial mexicano.

Al respecto, sin desconocer las profundas diferencias de los procedimientos penales español y mexicano, consideramos que en cierta forma los jueces penales mexicanos al llegar a la etapa de la sentencia tienen ya una opinión determinada o prejuicio de la realidad fáctica investigada en la instrucción. Independientemente de que priva el principio de contradicción al pronunciar algunas medidas como la prisión preventiva o sujeción a proceso, tiene un grado de injerencia tal en la apreciación de los hechos y las pruebas hasta entonces recabadas, que aumenta el riesgo evidente de incurrir en el prejuzgamiento, pues dicha medida exige la apreciación de indicios racionales de criminalidad lo que se traduce en una calificación o juicio anticipado y provisional sobre los hechos que posteriormente está llamado a sentenciar.

De esta manera, al contenerse el debido proceso legal en nuestra Constitución y por ende el derecho a un juez imparcial, al igual que en diversos instrumentos internacionales de los que México forma parte, por ello a propósito de la reforma al sistema de justicia mexicano debe analizarse seriamente la posibilidad de modificar nuestros procedimientos; para hacerlos más breves dotándolos de oralidad y para garantizar la imparcialidad.

IV Conclusión

En un intento de definición general, podemos afirmar que los derechos humanos son facultades y prerrogativas que le son atribuidas al ser humano por su propia naturaleza, individual o colectivamente considerado, reconocidas en el orden interno de los Estados en sus leyes, y en la comunidad internacional en los instrumentos relativos que dan fundamento y límite al ejercicio del poder público.

Los derechos humanos se clasifican desde diversos puntos de vista, por ejemplo: históricamente, derechos de primera, segunda y tercera generación. Atendiendo a su naturaleza, de derechos civiles o individuales, políticos o cívicos, económicos y culturales.

El derecho a un juez imparcial se ubica en los derechos humanos de la primera generación y corresponde a los derechos civiles o individuales consistentes en las garantías procesales, que dan paso al debido proceso legal. Ese derecho se traduce, también, en una garantía procesal que se enmarca en el derecho a la jurisdicción.

La protección a los derechos humanos en el ámbito internacional ha tenido una notable evolución, a partir del fin de la segunda guerra mundial, previniéndose no sólo el catálogo de derechos sino también organismos y órganos jurisdiccionales para su protección.

Esta mayor presencia de los derechos humanos se cristaliza nítidamente en la sentencia 145/1988 del Tribunal Constitucional de España, que procedió a la interpretación del artículo 24 de la Constitución Española en relación con lo dispuesto en el artículo 6.1 del Convenio Europeo para la protección de los derechos del hombre, que consagra el derecho de los ciudadanos al juez imparcial.

Para ese efecto ha invocado también la sentencia De Cubber emitida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, determinando que el derecho a un juez imparcial queda bajo la disposición del artículo 24 constitucional, en el que se previene el derecho a una tutela efectiva de los jueces y tribunales, y se concluye que la acumulación de las funciones instructora y juzgadora en un mismo juez penal es inconstitucional por violar el derecho a un juez imparcial.

En el orden jurídico mexicano es indudable que se recoge el debido proceso legal, a través de diversas garantías procesales contenidas en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

De manera sobresaliente en relación con el contenido de la sentencia 145/1988, observamos que el artículo 17 constitucional establece el derecho de toda persona a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial, quedando prohibidas las costas judiciales, consagrando implícitamente el derecho al juicio imparcial.

Además, en relación con lo anterior, encontramos que México es parte de diversos instrumentos en materia de derechos humanos que recogen el derecho a un juez imparcial.

Así, se estima que al contenerse el debido proceso legal en nuestra Constitución y por ende el derecho a un juez imparcial, al igual que en diversos instrumentos internacionales de los que México forma parte, y a propósito de la reforma integral al sistema de justicia mexicano, debe analizarse seriamente la posibilidad de que nuestros procedimientos sean más breves, dotándolos de oralidad; por otra parte, para garantizar la imparcialidad, sin desconocer las profundas diferencias del procedimiento penal español y el nuestro, los jueces penales mexicanos dadas las etapas del proceso penal, al llegar a la etapa de la sentencia podrían tener ya una opinión o prejuicio de la realidad fáctica investigada en la instrucción, pues independientemente de que priva el principio de contradicción, al pronunciar algunas medidas como la prisión preventiva o sujeción a proceso, tienen un grado de injerencia tal en la apreciación de los hechos y las pruebas, que aumenta el riesgo de incurrir en el prejuzgamiento.

Referencias bibliográficas

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Carbonell, Miguel, et. al. (2002), Derecho internacional de los derechos humanos, México: Porrúa.

Climent Duran, Carlos (1994), Tribunal constitucional, doctrina sistematizada civil y penal, aspectos sustantivos y procesales, tomo I, España: Editorial General de Derecho.

Diez-Picazo, Luis María (1994), La jurisdicción en España, ensayo de valoración constitucional, Madrid: Instituto de Estudios Económicos.

Gómez-Robledo Verduzco, Alonso (2003), Naturaleza de los derechos humanos y su validez en el derecho internacional consuetudinario. Temas selectos de derecho internacional, México: UNAM.

Gros Espiell, Héctor (1996), Los derechos humanos: derecho constitucional y derecho internacional, problemas actuales del derecho constitucional, estudios en homenaje a Jorge Carpizo, México: UNAM.

Martínez Bullé Goyri, Víctor M. (1996), Derechos humanos y constitución, problemas actuales del derecho constitucional. Estudios en homenaje a Jorge Carpizo, México: UNAM.

Picó I Junoy, Juan (1997), Las garantías constitucionales del proceso, Barcelona: José María Bosch Editor.

Quiroga León, Aníbal (2003), El debido proceso legal en el Perú y el sistema interamericano de protección de los derechos humanos. Jurisprudencia, Lima: Juristas Editores.

Roccatti, Mireille (1996), Los derechos humanos y la experiencia del ombudsman en México, México: Comisión de los Derechos Humanos del Estado de México.

Referencias normativas

Boletín Oficial del Estado, Tribunal Constitucional, Secretaría General, 1988, tomo XXI.

Boletín de Información del Poder Judicial de España, 2ª época, año VIII, octubre 1988, número extraordinario, Madrid.

Constitución de España.

Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Ley de Enjuiciamiento Criminal de España y sus reformas.

Ley Orgánica del Poder Judicial de España 6/1985 y sus reformas.

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[1] La imparcialidad supone no sólo que el titular de la potestad jurisdiccional no sea parte en el proceso que está conociendo, sino que ha de implicar también que su juicio ha de estar determinado sólo por el cumplimiento correcto de la función; es decir, por la actuación del derecho objetivo en el caso concreto sin que circunstancia alguna ajena al ejercicio de esa función influya en la decisión (Montero Aroca, Juan [1997] Principios del proceso penal, una explicación basada en la razón, Valencia: Tirant Lo Blanch, p. 87).

[2] Tribunal Constitucional, Secretaría General, Jurisprudencia Constitucional, tomo XXI, 1998, Boletín Oficial del Estado, pp. 573-587.

[3] En el sistema judicial español tiene cuatro procedimientos ordinarios: a) El proceso común para delitos graves; b) El proceso penal abreviado, con su variante de abreviadísimo; c) El proceso para los delitos competencia del jurado, y d) El juicio de faltas. En general se observan tres etapas, la instrucción, la intermedia y el juicio oral. Un estudio de estos desbordaría nuestro trabajo.

[4] Climent Durán, Carlos (1994), Tribunal Constitucional, Doctrina sistematizada civil y penal, aspectos sustantivos y procesales, tomo I, España, pp. 792-812.

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