Ignacio M. Altamirano
Autor | Luis Gonzalez Obregón |
Páginas | 517-533 |
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Ig n a cio M. Alta m ira n o
1834-1893
ES TAREA difícil, como ha dicho un distin-
guido escritor francés, encerrar en breves lí-
neas la vida de un hombre tan ilustre, de un
ciudadano tan eminente, de un escritor tan
esclarecido, como lo fue D. Ignacio M. Al-
tamirano; digno y elocuente representante
de esa raza indígena que puede presentar al
mundo entero, héroes como Cuauhtémoc,
reformistas como Juárez y pensadores como
Ramírez.
En nuestros anales históricos y literarios,
Altamirano es la genuina representación de
esa raza noble y valiente, que sucumbió con
todo un pasado gloriosísimo ante el poder
de la Conquista, que vivió envilecida y tu-
toreada durante el periodo colonial, que
ansiosa pero indisciplinada derramó su san-
gre en la guerra de independencia, y que renació
en la Reforma representada por el indio de
Guelatao y por el filósofo de Letrán, para
demostrar con vivos ejemplos que educada
y ennoblecida, puede alzar orgullosa la fren-
te, cuando la bañan los brillantes rayos de la
civilización.
Altamirano es una prueba del mérito
y aptitudes que posee esa raza. Nace en
un humilde pueblo —Tixtla, hoy ciudad
Guerrero— el 12 de Diciembre de 1834.1 Sus
padres, Francisco Altamirano y Gertrudis
1Para fijar esta fecha, distinta a la que han dado to-
dos sus biógrafos, 13 de noviembre, hemos tenido a la
vista, la partida de bautismo que copiamos en seguida:
“Al margen una estampilla de a cincuenta centavos,
cancelada con un sello de tinta verde que dice: ‘Juzgado
Eclesiástico y Vicaría foránea de Guerrero’.—Anselmo de
J. González y Cienfuegos, Cura encargado de la Parroquia
de San Martín Tixtla.—Certifico en debida forma que
en uno de los libros de bautismo marcado con el núm.
22 a fojas 24 se encuentra una partida que a la letra es
como sigue: —‘En esta Iglesia parroquial Cabecera de
partido de esta Ciudad de San Martín Tixtla, a trece de
Diciembre de mil ochocientos treinta y cuatro años. Yo,
D. Antonio Reyes, Cura propio de esa feligresía, bauticé
solemnemente, puse óleo y crisma a Ignacio Homobono
Serapio de un día de nacido, hijo legítimo de Francisco
Altamirano, y de Gertrudis Bacilio, fueron sus padrinos
Manuel Dimas Rodríguez y su mujer Juana Nicolasa
López, todos de esa Ciudad, les advertí la obligación de
enseñar la doctrina cristiana a su ahijado y el parentesco
espiritual que contrajeron con él en primer grado y con
sus padres en segundo. Y lo firmé.—A. Reyes, una rúbri-
ca.’—Concuerda fiel y legalmente con la original a que
me refiero que obra en este archivo de mi cargo. Y para
los fines que convengan doy el presente en este Juzga-
do Eclesiástico de San Martin Tixtla, a veinticuatro de
Agosto de mil ochocientos ochenta y nueve.—Firmado,
Anselmo de J. González y Cienfuegos, una rúbrica”.
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LIBERA LES ILUSTRES MEXICANOS DE LA REFOR MA Y LA INTE RVENCIÓN518
Bacilio, indígenas de pura sangre, obscuros
y pobres, llevaban postizo el apellido legado
por un español que bautizó a uno de sus
ascendientes.
Altamirano basta la edad de catorce
años fue el tipo de los hijos de nuestros in-
dígenas, que no tienen más patrimonio que
una milpa y unos asnos, una choza y una
poca de voluntad para el trabajo. Altamira-
no vivió así, humilde, casi salvaje, sin saber
el idioma español, sin más ocupaciones que
apedrear a los pájaros en los bosques y em-
prender descomunales combates infantiles,
con los muchachos vagabundos de los barrios
de su pueblo.
Por fin entró a una escuela. La división
de razas no había sido aún relegada al olvi-
do. Subsistía como una fatal herencia de la
dominación española. De un lado estaban
los de razón, los hijos de españoles, para los
cuales eran los privilegios de la enseñanza;
del otro se encontraban los indios, los des-
heredados, los que sólo aprendían o leer y
retenían de memoria el catecismo de Ripal-
da. Entre éstos estuvo Altamirano.
Pero la fortuna y la aplicación de ese in-
dio se tornó bien pronto. Su padre fue nom-
brado Alcalde, y el maestro del pueblo, que-
riendo sin duda complacerlo, le felicitó con
entusiasmo, por la acertada elección. El buen
Alcalde, sin ofuscarse por las adulaciones, sin
ensordecerse por los pífanos y chirimías que
entonces fueron a tocar a su casa, no se ol-
vidó de su hijo, lo recomendó al maestro, y
éste le protestó que al día siguiente Ignacio
figuraría entre los seres de razón.
Fue el primer paso. Pronto una benéfi-
ca ley del Estado de México, iniciada por
Ramírez y promulgada por D. Simón Guz-
mán, llamó a los jóvenes indios más apli-
cados de los Municipios, previo examen, a
recibir la instrucción en el Instituto Litera-
rio de Toluca.
Altamirano, sobresalió entre sus con-
discípulos en la prueba, por su instrucción
y talento, y después de dar el adiós a sus
padres, se trasladó a Toluca el año de 1849.
En el Instituto cursó español, latín, francés
y filosofía, obteniendo las primeras califica-
ciones y los primeros premios. Fue además
agraciado con el empleo de bibliotecario
del establecimiento, y ahí fue donde nu-
trió su espíritu de saber y erudición. Todos
aquellos libros, que encerraba la biblioteca,
fueron leídos y estudiados con avidez por
Altamirano, en sus ratos de solaz y en las
noches enteras que robaba al sueño. En el
Instituto conoció a Ramírez, su Maestro
venerable, que un día le llamó a la clase de
literatura, sorprendido de que en su afán
de escucharle, Altamirano se sentaba hu-
milde en la puerta que daba entrada a la
cátedra. En el mismo Instituto, hábilmente
dirigido entonces por el Lic. D. Felipe Sán-
chez Solís, Altamirano escribió sus prime-
ras producciones en prosa, sus primeros
versos, y unos artículos satíricos que publi-
có en el periódico Los Papachos, que aún
son recordados con gusto por los que tuvie-
ron oportunidad de leerlos.
Sea por sus ideas liberales ya manifies-
tas y conocidas de todos, sea que su genio
altivo e independiente disgustara a los mode-
rados que en el Instituto habían sustituido
a Ramírez y a otros profesores de principios
avanzados, lo cierto es que Altamirano tuvo
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