Hacia una Reforma Eficiente del Sistema Penitenciario

AutorLic. Carlos Fernando Rodríguez Ramírez
Páginas26-29

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La fuga de Joaquín “el Chapo” Guzmán ha colocado nuevamente al sistema penitenciario nacional como uno de los temas de mayor interés y relevancia en la agenda pública. Aunque en un principio las autoridades aparentemente pretendieron atribuirla a la restricción derivada de estándares internacionales de respeto a los Derechos Humanos (dh) para colocar videocámaras en la regadera, lo que según ellos les habría impedido percatarse del socavón en esa zona de la celda, lo cierto es que en poco tiempo esa tramposa coartada fue desechada ante la innegable evidencia de corrupción por parte de servidores públicos que habrían permitido o facilitado la escapatoria del narcotraficante por segunda ocasión.

Pero aunque el caso de “el Chapo” resulta emblemático por la relevancia del personaje, para nadie es desconocido el desastre en que se ha convertido el sistema penitenciario mexicano. Éste se encuentra agobiado por problemas de sobrepoblación, autogobiernos, abandono, hacinamiento y corrupción, que diversos sectores sociales han advertido desde hace tiempo, sin que hasta la fecha haya una verdadera voluntad política de atenderlos. De acuerdo con datos del Cuaderno Mensual de Información Estadística Penitenciaria Nacional correspondiente al mes de agosto de 2015, la población penitenciaria nacional ascendió a 254 mil 469 personas de las cuales el 80.81% corresponden al fuero común y el 19.19% al fuero federal. Por otro lado, el 42.2% se encuentra sujeta a proceso mientras que el 57.8% tiene una sentencia. Señala además, que 200 de los 388 centros penitenciarios del país presentan problemas de sobrepoblación, la cual asciende a 51 mil 373 personas privadas de su libertad.

Por su parte, el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2014 elaborado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (cndh) da cuenta de 76 centros penitenciarios en los que detectó condiciones de auto-gobierno. Una crisis que carece de un lugar prioritario en el discurso público de la gran mayoría de los gobernantes, salvo de manera coyuntural, cuando tiene lugar algún escándalo de corrupción o incidentes como riñas, motines o fugas, pero una vez que pierden impacto periodístico, el tema vuelve a quedar relegado a un segundo plano. En realidad, son pocos los casos en los que el tema ha ocupado un lugar privilegiado, a pesar de que el Programa Nacional de Seguridad Pública 2014-2018 lo reconoce como un, “componente crucial de los sistemas de seguridad pública” que durante décadas “ha sufrido un deterioro importante”.

Esta falta de prioridad se debe en buena medida a que las autoridades, al igual que un importante segmento de la población, ve a las prisiones como una suerte de agujeros negros a los que se envía a quienes cometen un delito, con el fin de que no percibirlas otros. Pero es precisamente esa manera de percibirlas o que ha originado los problemas de abandono y deterioro que aquejan al sistema carcelario; de los cuales no tienen la culpa las personas privadas de la libertad tanto como las autoridades, que por acción u omisión han permitido o tolerado su crecimiento hasta los niveles que hoy registran. Aun cuando nuestra Constitución establece que la pena privativa de la libertad no es en sí misma un fin sino un medio para lograr la reinserción social, lo cierto es que se trata esencialmente de una sanción, un castigo.

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