¿Hacia dónde va la ciudadanía social? (De Marshall a Sen)

AutorMarcos Freijeiro Varela
CargoLicenciado en Ciencias Políticas y de la Administración. Correo electrónico: mfreijei@polsoc.uc3m.es
Páginas157-181

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En el célebre e influyente ensayo Ciudadanía y Clase Social, el historiador de formación y sociólogo de profesión T. H. Marshall realizó una contribución esencial a la socialdemocracia británica: presentar un modelo coherente de relación de convivencia entre las instituciones del capitalismo, la democracia y el bienestar. O lo que es lo mismo, elaborar un modelo de ciudadanía en el que las dimensiones civil y política -los derechos necesarios para la libertad individual y el derecho a participar en el poder político, respectivamente- no estuviesen reñidas con la dimensión social -el derecho a un bienestar material "mínimo" universalmente reconocido.

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Las razones de Marshall para añadir una dimensión social a la ciudadanía son bien conocidas: no se puede disfrutar de una ciudadanía plena en los planos civil y político en ausencia de determinadas condiciones previas, las cuales están ligadas, directa o indirectamente, a los recursos materiales que hacen posible una vida digna. Primero, porque es innegable que el ejercicio de la ciudadanía política estaría cerca de ser meramente nominal si no se garantiza a todos los ciudadanos una educación básica, un mínimo de seguridad económica y ciertos servicios sociales; segundo, porque la propia legitimidad del sistema democrático estaría siempre en cuestión, en ausencia de esas mismas condiciones; y tercero, porque la validez del modelo universal e integral de ciudadanía del proyecto liberal depende -como lo ha apuntado Dahrendorf (1997: 145)- de que el disfrute de los derechos cívicos se extienda a todas las capas de la sociedad, sin excepciones de ningún tipo.1

Si bien el propio Marshall reconoce que la ciudadanía social tiene sus límites, en el sentido de que no puede revertir la lógica antiigualitaria del modelo de producción capitalista, defiende que, en última instancia, produce "un enriquecimiento general del contenido concreto de la vida civilizada" (Marshall y Bottomore, 1998: 59).

Las compensaciones y prestaciones del Estado de bienestar implantaron las condiciones capaces de hacer factible este planteamiento. Durante casi treinta años, el desarrollo paulatino de un modelo de ciudadanía basado en el reconocimiento de derechos sociales en áreas como la sanidad, la educación o el empleo, dentro de un marco general de crecimiento económico sin precedentes, contribuyó a que se expandiera la sensación de que era posible compatibilizar las desigualdades generadas por el modelo de producción capitalista con la promesa formal de la igualdad política de la democracia. El viejo sueño de los teóricos del liberalismo tenía visos de hacerse realidad por medio de la acción de un Estado garante del bienestar social y de la universalización

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de los derechos cívicos, no sólo civiles y políticos, sino también, y principalmente, sociales.

Conforme este proyecto -el denominado "consenso social-demócrata" u "ortodoxia de posguerra"-, manifiesta indicios de agotamiento, un nuevo conjunto de propuestas intelectuales surgidas desde distintas perspectivas ideológicas fue tomando cuerpo para, finalmente, cuestionar sus principios fundamentales.

Como ha señalado Peña (2000), la revisión contemporánea del concepto de ciudadanía comenzó por su dimensión social, acusada de esconder toda una serie de disfunciones que, más que enriquecer la vida civilizada -como pretendía Marshall-, acaban por empobrecerla. El neoliberalismo o "Nueva Derecha", pero también la "Nueva Izquierda", llevan ya más de dos décadas dándole vueltas al modo de finiquitar la ciudadanía social -los primeros- o de adaptarla a una nueva realidad política, social y económica, eminentemente fragmentada tras la aceleración de la globalización -los segundos-. Y uno de los puntos que ambos han puesto en cuestión es si la idea que los ciudadanos tienen de lo que es el bienestar es la misma en las sociedades contemporáneas que en aquella en la que Marshall realizó su contribución al pensamiento político liberal.

Marshall daba por sentada una idea de democracia en la que todos los miembros de la comunidad compartían una misma concepción de la justicia (Giddens, 1996 y Barbalet, 1988). ¿Sigue siendo esto una realidad? Y si no lo es, ¿es posible precisar una idea de bienestar con la que todos estén, dentro de sus diferencias, de acuerdo? En cualquier caso, y como se argumentará más adelante, es posible encontrar en su discurso elementos que permiten intuir que, llegado a un punto, él mismo fue consciente de que éste era uno de los callejones sin salida a los que se enfrentaba el proyecto socialdemócrata.

Durante este tiempo, y en relación con esta cuestión, han surgido propuestas interesantes, acompañadas de preguntas que también lo son, partiendo casi siempre de la noción marshalliana de ciudadanía social.2 De todas ellas, una de la más interesantes es la planteada por el

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economista Amartya Sen, en cuya extensísima obra es posible encontrar elementos que permiten abrir un espacio de discusión realmente interesante sobre el tema.

Sen, tal y como se examinará, considera que hablar de bienestar es hablar de dignidad, de integridad y, por encima de todo, de autonomía. La ciudadanía social debe ampliar sus límites más allá de la provisión de bienes materiales porque no es en ellos donde radica exclusivamente el bienestar. No hay bienestar posible si los individuos no pueden transformar esos bienes en verdaderas capacidades. Para gozar de autonomía, es decir, de libertad para decidir qué hacer con sus vidas, los individuos deben disponer de determinadas oportunidades sociales, desde las más básicas (alimento, vivienda, salud, educación, etcétera), hasta otras más complejas (como la inclusión en el mercado laboral, las garantías de justicia, la participación política o la redistribución de recursos). Es, por tanto, en la igualdad de estas oportunidades hacia donde debe encaminarse el objetivo de lo que conocemos como ciudadanía social, y a la acción de los poderes públicos corresponde orientarse hacia su maximización.

Antes de analizar la propuesta de Sen, conviene aclarar qué es lo que la "vieja socialdemocracia", en los términos de Marshall, entendía por dimensión social de la ciudadanía (primero), y en qué consisten (y dónde están los límites, después) de las tentativas de la Nueva Izquierda para repensarla desde la responsabilidad y la participación pública de los ciudadanos.

La ciudadanía social según Marshall

No es fácil alcanzar a comprender el verdadero sentido de la dimensión social en el discurso de Marshall. Numerosos revisores de su obra apuntan a la vaguedad de su definición, que falla al especificar el nivel, la forma y el contenido de los derechos sociales.3

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Al mismo tiempo, como ha señalado Rees (1995), su posición respecto a la ciudadanía social no es lineal, sino que evoluciona paulatinamente hacia un menor convencimiento en la justificación de los derechos sociales, de tal modo que es posible identificar dos propuestas muy distintas de ciudadanía en Marshall, en función del énfasis en su dimensión social: una fuerte localizada en Ciudadanía y Clase Social y otra más débil en su obra posterior. Las razones de esta evolución pueden encontrarse en un giro de enfoque: de una aproximación a la ciudadanía social como valor en Ciudadanía y Clase Social al análisis institucional del bienestar y de su relación con la democracia y el capitalismo en The right to Welfare and other essays.

El "primer Marshall" mostraba los derechos sociales como el elemento que completa la ciudadanía. La realización plena de este ideal sólo es posible en el momento en que el Estado pueda garantizar "[...] el derecho universal a una renta que no está en proporción con el valor de mercado de quien lo disfruta" (Marshall y Bottomore, 1998: 23), que alcance a la salud y a la educación para, finalmente, hacer posible que todos los individuos estén en condiciones de llegar a vivir la vida como un ser civilizado "[...] conforme a los estándares predominantes en la sociedad" (Marshall y Bottomore, 1998: 52).

La razón normativa de Marshall para vincular el bienestar con la ciudadanía social es la equiparación de estatus entre ciudadanos, y no la redistribución de ingreso (redistribución vertical). Los derechos sociales proporcionan una igualdad de acceso a servicios comunes (redistribución horizontal), tendiendo con ello a reducir la desigualdad a un nivel admisible. Pero su finalidad última no es eliminar la diferencia de clases, sino modificar el modelo de desigualdad capitalista en su dimensión cualitativa, no en la cuantitativa (rentas) (Powell, 2002). En sus propias palabras: "La igualdad de estatus es más importante que la igualdad de rentas" (Marshall y Bottomore, 1998: 59).

Las desigualdades del sistema de clases capitalista, siempre que no sean muy profundas y se produzcan en el seno de una población culturalmente cohesionada, son consideradas por Marshall como tolerables e incluso valoradas positivamente, pues proporcionan "[...] un incentivo para el cambio y la mejora" (Marshall y Bottomore, 1998: 75). La contradicción entre la ciudadanía social y el capitalismo quedaría

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entonces resuelta integrando a la primera dentro de la dinámica del mercado. En este sentido, concluye:

Los derechos sociales en su forma moderna suponen una invasión del contrato por el estatus, la subordinación del precio de mercado a la justicia social, la sustitución de la libre negociación por la declaración de derechos. Pero ¿se trata de principios tan ajenos a la práctica del mercado actual, o se encuentran ya atrincherados dentro del sistema del contrato? Yo creo que, evidentemente, lo están (Marshall y Bottomore, 1998: 75).

Esta es, en suma, la propuesta...

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