El general Calles

AutorJosé C. Valadés
Páginas187-291
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Capítulo XXVIII
El general Calles
LA SUCESIÓN PRESIDENCIAL DE 1924
Aunque casi tres años del presidenciado que empezó el 1 de diciem-
bre de 1920 se significaron como los correspondientes al gobierno
de un triunvirato en el que intervenían los generales Álvaro Obre-
gón, Plutarco Elías Calles y el civil Adolfo de la Huerta, lo cierto es
que el presidente Obregón no compartió su mando y jerarquía, dan-
do en cambio, tanto y constitucional realce a su personalidad, que el
tal presidenciado adquirió un feliz y manifiesto tinte obregonista; y
esto inspiró mucha confianza al país, de manera que hacia la prima-
vera de 1923, todos los negocios, ya mercantiles, ya administrati-
vos, ya industriales, empezaron a desenvolverse ordenadamente,
como en el preludio de un florecimiento nacional. Sólo los asuntos
agrícolas, crediticios y políticos parecían avanzar sombríamente,
pues no eran para menos las inquietudes humanas en torno a las
cuestiones agrarias, por una parte; a la sucesión presidencial de
1924, por otra parte.
Así y todo, la gente comenzaba a vivir mejor. La grave y grande
interrogación por la cual se trataba de resolver si el pueblo era
más dichoso durante aquel periodo de paz y entendimiento hincado
por la Revolución, que aquel vivido por el régimen porfirista du-
rante 30 años, iba quedando poco a poco resuelta gracias a las
virtudes de Obregón, la preciada de las cuales era mantener, en
equilibrio excepcional, la respetabilidad y función de su autoridad
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José C. Valadés
entre dos amigos y colaboradores distinguidos como lo eran De la
Huerta y Calles.
Gracias a las dotes de Obregón, el país se convencía de que
para el goce de una tranquilidad y prosperidad nacional, no se re-
quería la omnipotencia y perpetuidad presidencial, y por tanto era
posible el cambio y reacomodo de hombres y partidos; tal vez el
ejercicio de una democracia política. Además, la República parecía
satisfecha de que la Revolución hubiese hallado el camino de la
confianza entre los colaboradores del presidente, cosa que no ha-
bía sido así al través del régimen porfirista, puesto que el general
Díaz suprimió la responsabilidad de sus ministros para cogerla to-
talmente él, de forma que aún la democracia intergubernamental
quedó abolida.
A Obregón —y como si aquello constituyese las primicias de un
nuevo modo de vivir administrativo y político— le guiaba, en lo que
respecta al trato con sus colaboradores, el principio de la amistad
asociado al del paisanaje. Así, se llamaba a su gobierno el gobierno
sonorense o sonorista, puesto que las altas funciones oficiales corres-
pondían más que a una idoneidad a un paisanaje amistoso.
Gracias al sistema seguido para organizar su gobierno, Obregón
hizo un partido muy peculiar que le acompañaba y servía incondi-
cionalmente, con lo cual podía estar seguro de que en el caso de
una crisis, sus colaboradores se prestarían a remociones sin que
con ello sufriera el orden, confianza y progreso del país.
Calles y De la Huerta acompañaban sinceramente a Obregón;
ahora que el primero estaba más avezado a las cosas políticas,
pues sin faltar al respeto y lealtad a Obregón, formaba en torno a él
una verdadera pléyade ambiciosa más de mando que de gobierno.
De la Huerta, en cambio, más iluminado que pragmático, tenía a la
política más por arte que por ciencia, con lo cual si ciertamente
ganaba popularidad, por otro lado perdía asiento y verosimilitud en
los asuntos de Estado.
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El general Obregón había aprendido de Carranza la técnica de hacer
segundas partes a los amigos o servidores incondicionales, aunque
con ello olvidó que, por seguir tal principio casi de manera absoluta, a
la hora de la crisis defensiva, Carranza sólo estuvo circundado de un
agradecimiento sin capacidad ni disposición para realizar las empre-
sas principales del Estado y del gobierno. Y este mismo error estuvo
a punto de cometerlo el presidente Obregón.
Sin embargo, hasta la primavera de 1923, todo hacía creer que
ninguna nube empañaría el horizonte, no obstante que las ambiciones
y apetitos conexivos a la sucesión se acercaban a gran prisa hacia un
estado de cosas que no se presentaba fácil y placentero. Y, en efecto,
si el país no vivía en bonanza, y le conturbaba la situación creada en
el campo por las violencias o reajustes agrarios, la simpatía que irra-
diaba el presidente con su ingenio y cordialidad y su mando prudente,
pero decisivo, había establecido una atmósfera de confianza.
Eran, por otra parte, aquellos días el inicio de una época de fun-
ciones populares; el cinematógrafo y los salones de baile a los que
tuvieron acceso los individuos de la condición menos calificada; el
vehículo de motor asequible a los funcionarios públicos y a perso-
nas de clase media; los deportes, llevados a la juventud pobre por
José Vasconcelos; la reglamentación del tránsito urbano, que daba
más seguridades a la vida humana; la transformación sanitaria ins-
taurada por Bernardo Gastélum y con la cual se minoraron las pes-
tes en beneficio de la población proletaria; las nuevas comodidades
en las comunicaciones urbanas que ofrecieron las líneas de auto-
buses llamados camiones; la política de puerta abierta para los cam-
pesinos, que promovió las relaciones entre la urbe y la población
rural; todo eso sirvió para que la gente sintiera la existencia positiva
de un nuevo orden; también para que considerara los beneficios del
espíritu de empresa del obregonismo.
En el orden de la alta economía nacional, el presidente Obregón,
aparte de los arreglos para la reanudación de la deuda exterior y de

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