General Antonio Rosales

AutorJosé Ferrel
Páginas599-615
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General A ntonio Rosales
ES EL Zaragoza de Occidente, aunque puede
haber una discrepancia en el parangón: que
el triunfo de San Pedro fue completo; el jefe
francés Gazielle, capitán de fragata, quedó
prisionero en poder del jefe republicano. Ro-
sales, como el triunfador en la ciudad de los
Ángeles, murió sin ver la virtuosa definitiva
y gloriosa, en la que con tanta fe creían y
por la que con tan singular valor pelearon.
La vida de Rosales fue rápida como la ilumi-
nación vivaz del relámpago sobre un cielo
entristecido y enlutado por la brava tem-
pestad. La vida de los héroes es corta. La
gloria mata pronto. El que la resiste mucho
tiempo, la empaña. Ella es veleidosa y tor-
nadiza con lo que vive. Su pasión constante
y firme es la muerte. Por eso son terribles
sus amores y sus caricias; pronto se cansa
del amante vivo, y si no puede, por su amor,
arrojarlo cadáver a la historia, se venga
manchándolo con infidelidades crueles, que
acarrean sobre él el desprestigio, primero, y
luego la mofa sangrienta, audaz y descarada
ladrona de méritos y valimientos. Rosales se
plegó pronto a la tremenda ley de su amada,
rindiéndola amorosamente la existencia, y
precaviéndose, de esta suerte, de mudanzas
y desvíos. Su memoria está durmiendo el
sosegado sueño de una muerte tranquila y
dulce: la silenciosa y modesta historia de Si-
naloa. En su sepulcro espera la hora del reco-
nocimiento, para erguirse majestuosamente
y presentar la frente al laurel de los héroes.
Juchipila, en el Estado de Zacatecas, fue
su cuna. Nació de Don Apolonio Rosales y
Dora Vicenta Flores, a las diez de la noche
del día once del año de 1822. Vino al mun-
do a tiempo de presenciar la liberación de la
patria, y, acaso esta bella coincidencia fue
en su espíritu rica simiente de pasión por su
pueblo.
Su familia, de distinguida posición so-
cial, le educaba en el Seminario de Guada-
lajara, plantel entonces de reputación. En
él le sorprendió el clamor de sorpresa y có-
lera arrancado por el reto de guerra con que
los Estados Unidos del Norte llamaban a
México, seguros de vencer a la nación párvula
y enferma. Rosales abandonó las aulas, y el
ejército de la defensa tuvo un soldado raso,
LIBERA LES ILUST RES MEX ICANOS DE LA R EFORMA Y LA INT ERVENCIÓ N600
niño aún, que probó su valor en Texas y
que con él conquistó rápidos y merecidos
ascensos, al grado de que, con las insignias
de teniente, se contó entre los intrépidos
sostenedores de Monterrey en la sangrien-
ta disputa de aquella plaza con el poderoso
e irresistible ejército violador. Asistió a las
batallas de Palo Alto y la Resaca, y se retiró
a la vida privada cuando fueron firmados
los tratados de Guadalupe Hidalgo. Des-
de temprano se encontró cara a cara con
la adversidad, y en esa pugna formidable,
temeroso crisol de las almas inclinadas a
lo grande, templó y purificó el la suya para
llevarla fuerte y sana a los desastres y a
las victorias. Los unos no pusieron miedo
en su corazón, y las otras no trastornaron
su juicio. Ni golpes ni lisonjas de la suerte
le movieron a cautela y precaución, para
allanar el camino de su prosperidad, des-
truyendo obstáculos y maquinaciones. Sa-
caba fortaleza del embate de la fortuna, y
su patriotismo acendrado y puro hacía que
la lisonja pérdida se resolviera en borrón y
mengua para el artero incensador.
Para el revés tenía conformidad digní-
sima, como resultante de su credo inque-
brantable, y para el éxito poseía la profunda
serenidad de los ánimos superiores. Nada
perturbaba su razón siempre victoriosa.
El infortunio, su gran maestro, le había
infundido una como compasión por la des-
gracia y una imperturbable calma para el
éxito; su generosidad, no ponderada hasta
hoy como la justicia clama; nació de su fre-
cuente trato con el infortunio, del cual no
aprendió al desquite sino a la bondad y al no-
ble perdón. Sus iras eran violentísimas, pero
pasajeras; e un instante y por cualquier fútil
motivo hacían pavorosa explosión que lle-
gaba al paroxismo; pero, aquí se ve el carác-
ter indomable de aquel paladín y su adqui-
rida propensión a la bondad, en un instante
también sofrenaba con vigorosa voluntad el
arrebato ardiente de su cólera, propicia en
todas ocasiones a inflamarse. Jamás fue la
caballerosidad arrollada por la ingénita ten-
dencia agresiva. En absoluta oposición a las
violencias que formaron el fondo de su ca-
rácter, fueron sus acciones trascendentales.
Perdonó a sus vencidos y prisioneros con
una magnanimidad de que dio el primero
y único ejemplo en la guerra francesa con
Sinaloa. Con no menores constancias de ge-
nerosidad dejó el mando del Estado, cuando
sus obras despertaron la envidia en vez de
encontrar la emulación. Frutos son éstos del
temprano y dilatado aprendizaje de la ad-
versidad, siempre que el alma discípula sea
grande en su esencia, para no dejar puerta
ni resquicio a las mezquinas pasiones que
brotan de un latente deseo de venganza en-
gendrada por el despecho, que, si a tiempo
no so sujeta, al fin alcanza a infernar a las
almas que más se dirigían al bien. Provecho-
sa para Rosales fue la inmerecida desgracia
de nuestros ejércitos bisoños en la contien-
da con el coloso del septentrión, porque de
aquel desastre que con magnitud de cata-
clismo conmovió a la República, obtuvo la
severa enseñanza de la guerra, y aprendió
la derrota gloriosa que después le sirvió para
alcanzar el triunfo espléndido.
En la prensa fue liberal rojo. Fundó en
Guadalajara, el año de 1851, un periódico
llamado El Canterito, y con él hizo tan ruda

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