Focos rojos del nuevo sistema penal acusatorio

AutorCésar Esquinca Muñoa
Páginas6-14

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La legislación penal, por lo sensible de la materia que regula, es una de las que con más frecuencia se modifica, y cuando la reforma es en el orden constitucional, invariablemente se nos dice que es la que en definitiva resolverá todos los problemas, sean sustantivos o adjetivos.

A principios de este siglo arreciaron las voces de quienes consideraban necesario cambiar el sistema de enjuiciamiento, cargándole todos los defectos habidos y por haber, calificándolo, en particular, de inquisitorio, lento, opaco y corrupto. Influidos y hasta patrocinados por instituciones extranjeras que buscaban asemejarlo al sistema angloamericano iniciaron una intensa campaña para modificar la Constitución federal con el in de establecer lo que, para efectos mediáticos, denominaron juicios orales.

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En los diversos foros a los que fui invitado a participar expuse mis reservas a las propuestas por ser ajenas a nuestra cultura jurídica y representar una ruptura de principios que sería difícil asimilar. Sin desconocer la necesidad de reformar el procedimiento penal —específicamente en el ámbito federal— para actualizarlo y superar defectos que el paso del tiempo había puesto de manifiesto, señalé que, si bien ese procedimiento tenía su talón de Aquiles en la etapa de averiguación previa, que efectivamente presentaba características de inquisitiva y generaba indefensión por igual al indiciado y al ofendido, en su conjunto no era tan malo como pretendían quienes lo satanizaban, ya que, de una u otra manera, en mayor o menor grado, estaban presentes los principios supuestamente novedosos enarbolados por los patrocinadores del cambio, así como tampoco el nuevo enjuiciamiento —los denominados originalmente juicios orales para que el común de las personas los asociara con los que conoce a través del cine y la televisión, que nada tienen que ver con la realidad— era la panacea ni la solución de todos los problemas, en especial la violencia, la inseguridad, la corrupción y la impunidad.

Al final los promotores del cambio tuvieron éxito y el 18 de junio de 2008 se publicó en el D. O. F. el decreto por el que se reformaron y adicionaron los artículos 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 73, 115 y 123 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que entró en vigor al día siguiente,

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abarcando múltiples y variados aspectos de la materia penal.

Ante el hecho consumado no tiene caso insistir en las objeciones expuestas en su oportunidad, por lo que en ese sentido me limito a reproducir lo argumentado por el doctor Sergio García Ramírez en su obra La reforma penal constitucional (2007-2008). ¿Democracia o autoritarismo? en el sentido de que “algunos partidarios de las novedades constitucionales consideran que éstas han atendido puntualmente las condiciones actuales de México y servirán para generar, sin trauma, mejores condiciones futuras. Y algunos observadores que difieren del método empleado para elaborar y consumar la reforma y de varias soluciones aportadas por ella, sostienen que éstas implican importaciones acríticas, extralógicas; tomadas por dictado de otras tradiciones jurídicas, de centros de decisión que han ganado territorios en ámbitos diversos y hoy aspiran a conquistarlos en el escenario de la justicia. Sostienen que la reforma aprobada no es —en in— la reforma deseable, además de que engendra o acentúa un áspero conjunto de peligros que proliferan en las actuales condiciones. Todo esto debiera ser objeto de estudio ponderado y objetivo. Ojalá lo hubiera sido antes de reformar la ley suprema”.

Conviniendo en que la reforma no es la que hubiéramos deseado, sería injusto desconocer los aspectos positivos contenidos particularmente en el paradigmático artículo 20, al definir que el proceso penal será acusatorio y oral, regido por los principios de publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación, estableciendo en el apartado A los principios generales, entre ellos: el objeto del proceso penal —esclarecer los hechos, proteger al inocente, procurar que el culpable no quede impune y que los daños causados por el delito se reparen—; el desarrollo de toda audiencia en presencia del juez; considerar como pruebas para efectos de sentencia sólo las desahogadas en la audiencia del juicio; la presentación de los argumentos y los elementos probatorios de manera pública, contradictoria y oral; la carga de la prueba a la parte acusadora para demostrar la culpabilidad; la terminación anticipada del proceso, si no existe oposición del inculpado, en los supuestos y bajo las modalidades que determine la ley, y la nulidad de cualquier prueba obtenida con violación de derechos fundamentales.

En el apartado B, relativo a los derechos de toda persona imputada a la presunción de inocencia —principio que ya la Suprema Corte de Justicia de la Nación había considerado implícitamente contenido en la Constitución—; a declarar o guardar silencio, careciendo de valor la confesión rendida sin la...

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