La representación ficticia de la nación imaginaria

AutorClemente Valdés S.
Páginas4-13

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La mayoría de los sistemas de gobierno que se ostentan como democracias presentan, como base de su legitimidad, una argumentación muy conocida que, con diferentes matices, podría sintetizarse así: ante las dificultades o la imposibilidad de la democracia directa, la única democracia viable es una democracia representativa en la que el pueblo ejerza su poder supremo por conducto de representantes nombrados por los ciudadanos. Los "representantes" serían así simplemente los empleados (servidores públicos, dicen algunas constituciones), nombrados y dependientes de la población, a través de los cuales el pueblo elabora las leyes y, en los sistemas parlamentarios, conduce su propio gobierno.

Sin embargo, resulta especialmente paradójico que la mayor parte de la simulación de la democracia, o el engaño de la democracia, se haga, en muchos pases, utilizando precisamente la idea de la representación y omitiendo, a veces totalmente, los medios directos elementales de ejercer la democracia, como son el derecho de cualquier ciudadano a exigir cuentas y aclaraciones a sus empleados públicos, el referéndum para convalidar las reglas en las constituciones y en las leyes, la revocación del mandato a los gobernantes y a los llamados representantes, y la destitución de cualquiera de los otros empleados públicos.

En la práctica, la representación distorsionada se ha convertido en la vía más fácil para dominar a la sociedad y evitar la democracia. Esto se hace presentando, primero, la imposibilidad de la democracia directa en la elaboración de las leyes, en la reglamentación de esas leyes y en los innumerables actos de gobierno en las grandes organizaciones políticas modernas, y, al mismo tiempo, ofreciendo algo que parece muy razonable: la elección de representantes de la población para que lleven a cabo las funciones que los ciudadanos les encomiendan. Pero —aquí reside la tram-pa— muy pronto se ve que, contra lo que pensaría cualquier persona de mediana inteligencia, en muchos países que viven bajo el dominio de las oligarquías, en lo que se llama la representación democrática, los individuos a quienes los ciudadanos de los distintos poblados y distritos creen que eligen como sus representantes, según las leyes y la doctrina, no representan ni a los ciudadanos que participan en las elecciones, ni a los habitantes de esos distritos, ni tampoco a la población total del país y, por lo tanto, difícilmente pueden los ciudadanos encomendarles nada a esos individuos, ni éstos tienen obligación alguna con los ciudadanos ni con los habitantes del país.

A continuación, para asegurar la dominación sobre los habitantes y que su poder no dependa de éstos, los individuos designados establecen, en las constituciones y en las leyes, que los representantes no tienen por qué recibir órdenes de quienes los eligieron, en lo que se conoce como la prohibición del mandato imperativo, y además determinan una de esas cosas a las que llaman principios, según los cuales ni ellos ni los demás gobernantes pueden ser destituidos por los electores o por los ciudadanos en general, pues esos "principios" dicen que no existe la revocación del mandato.

La trampa de una representación política independiente, en la que no se expresaba la voluntad de los habitantes, fue denunciada hace 250 años por Rousseau, en una época en que la palabra representación todavía tenía la ambigüedad de su significación feudal: "La soberanía—decía Rousseau— no puede ser representada, pues consiste en la voluntad general y la voluntad no se representa: es una o es otra. Los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes; son únicamente sus comisarios y no pueden resolver nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no ratifica, es nula. El pueblo inglés piensa que es libre y se enga-ña; lo es solamente durante la elección de los miembros del parlamento; tan pronto como éstos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada. La idea de los representantes es moderna [sin duda era moderna en 1762 cuando Rousseau publicaba esto en su obmDu Contratsocial), nos viene del gobierno feudal, bajo cuyo sistema la especie humana se degrada y se deshonra. En las antiguas repúblicas y en las monarquías jamás el pueblo tuvo representantes. Vosotros, pueblos modernos, no tenéis esclavos; vosotros lo sois. Tan pronto como un pueblo se da representantes, deja de ser libre".1

Casi 200 años más tarde, en 1952, Georges Burdeau, en su famoso Traite de Science politique, decía sustancialmente lo mismo: "Ni en el plano de la teoría política ni en el plano de la técnica constitucional, hay ninguna coincidencia entre democracia y representación. En cuanto a la teoría, sólo hay verdadera democracia ahí donde los ciudadanos, sin atarse nunca, permanecen siempre libres de expresar su voluntad actual sobre los problemas que se presentan ahí donde funcionan las formas de democracia directa, con exclusión de todas las demás. En cuanto a la técnica constitucional, la variedad infinita de formas de representación a las que se recurre nos muestra como se puede, ocultándolas como instituciones representativas, privar de toda realidad la noción de democracia".2

¿A quién representan los representantes?

El origen del engaño actual sobre la "representación" surge poco después de iniciada la Revolución francesa, precisamente en la Constitución de 1791, con la aparición de una representación adherida a la idea de una nación ambigua, después de la crítica que había hecho Rousseau sobre la falsedad de la representación política casi 30 años antes.

El 14 de julio de 1789 una muchedumbre de París toma la fortaleza llamada La Bastilla, que era un símbolo ostentoso

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del poder del rey, y unos días después la población empieza a demoler la enorme edificación. El 26 de agosto los "representantes del pueblo francés", reconocidos como tales y constituidos en asamblea, emiten la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y seis semanas más tarde, el 5 de octubre, estalla un motín en París y un gran contingente encabezado por miles de mujeres se dirige a Versalles, en cuyo palacio matan a los guardias del rey y al día siguiente los sacan, a él y a su familia, y los llevan a París. Por la presión popular, la Asamblea Constituyente se ve obligada a dejar Versalles y trasladarse a París. Con esa conciencia de su poder, era imposible que la mayor parte de la población francesa aceptara de parte de la asamblea, formada por los que creía que eran sus representantes, una declaración en la que se dijera que esos individuos electos por los ciudadanos no representaban a la población ni tampoco a los ciudadanos. Una declaración directa y clara como esa probablemente hubiera llevado a la caída o a la destitución de la mayoría de los miembros de la Asamblea Constituyente.

Entonces, algunos miembros de la asamblea, a quienes les horrorizaba la idea de consolidar el poder popular en la Constitución, y otros, que temían que cada uno de los llamados representantes sólo representara a los habitantes de sus departamentos territoriales, y que esto pudiera desembocar en una dispersión de la unidad muy cuestionable de la sociedad francesa, inventan una concepción especialmente ambigua y falaz que se escribe en el artículo 7 del título III, capítulo primero, sección III, según la cual, "los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de la nación entera, y no se les podrá dar ningún mandato".3

El texto del artículo era una obra maestra del engaño, destinada a quienes sostenían que el pueblo era el titular del poder supremo, pues, por un lado, era una manera de decir que los representantes no lo eran de una fracción de la población, ni menos aún de "un departamento", que finalmente era una entidad artificial, lo cual podía abrir la puerta a la desintegración de la unidad ilusoria de la sociedad francesa y, por otro lado, la nación de la cual se decía eran representantes, parecía ser, simplemente, la totalidad de los franceses. Naturalmente, la mayoría de los habitantes no se daba cuenta de que, al introducir a una nación ambigua y nebulosa, estaban creando una entidad imaginaria a la que bien pronto se le iba a atribuir una voluntad propia, distinta de la de los ciudadanos.

Una buena parte de las expresiones de la Constitución de 1791 estaban sustentadas en una concepción de la Nación (siempre con mayúsculas) que se presentaba como dueña de la soberanía y de la cual emanaban todos los poderes. Esa nación tenía personalidad propia, era independiente de los ciudadanos, diferente también del reino que era el territorio (artículo primero del título II), y entre sus funciones —en la ridiculez de la fantasía—, como si fuera una persona de carne y hueso, muy parecida a una madre protectora y solícita...

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