El equilibrio de los poderes

AutorDaniel Cosío Villegas
Páginas129-144
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Para Rabasa, el defecto mayor de la Constitución de 57 es el des-
equilibrio de los poderes públicos, o más concretamente, el que la
Constitución creó entre el Legislativo y el Ejecutivo, pues ya sabemos
que Rabasa desconoce el carácter de “poder” al Judicial. De todas sus
críticas, ninguna tan grande ni tan fundada como ésta; pero es curio-
so que no la sustanciara con detalle y amplitud. Con ello su tesis
habría ganado enormemente, prestando de paso un gran servicio a la
historia, a la ciencia del derecho y hasta a los señores constituyentes
de 1917. Es tanto más curiosa su abstención, cuanto que Rabasa
explica con acierto histórico indudable el origen de ese enfoque erró-
neo de los constituyentes, además de elogiar con gran calor un docu-
mento de Sebastián Lerdo de Tejada que puede tomarse como el
mejor apoyo de su tesis, pues los hombres de aquella época (los úni-
cos que sufrieron en carne viva los defectos de la Constitución, ya que
a los otros les ha tocado comentarlos en la apacible soledad de sus
gabinetes de trabajo) admitieron el desequilibrio entre los poderes
legislativos y ejecutivos, y quisieron remediarlo con urgencia.
Rabasa, en efecto, explica que pesó tanto en el ánimo de los cons-
tituyentes de 56 la acongojada historia nacional, con su escenario
dominado siempre por la figura abrumadora del tirano irresponsable,
cruel y hasta sanguinario, que quisieron acabar aun con la posibilidad
teórica de que la tiranía resucitara alguna vez en este suelo tan pró-
digo para engendrar tiranos. Y lógicamente lo intentaron reduciendo
al mínimo las facultades del presidente de la República.
VII. El equilibrio de los poderes
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Lerdo de Tejada da una razón más sutil, y tan cierta como la de
Rabasa: los liberales puros fueron muy conscientes de que la Cons-
titución de 57 no haría la transformación política del país, la “revolu-
ción social” que ellos anhelaban y que así llamaban; entonces confia-
ron en que la haría un Poder Legislativo que, dotado de facultades
amplísimas, funcionaría como una convención revolucionaria a la
francesa. Lerdo de Tejada concluía de ahí que, hecha ya la “revolu-
ción social” con las leyes de Reforma, aquella cámara única y omní-
moda no tenía razón de ser, y que por eso había sonado la hora de
rebajar sus facultades y de aumentar las del Ejecutivo para llegar a un
verdadero equilibrio entre ambos.
Ni Sebastián Lerdo de Tejada en su tiempo, ni Rabasa en el suyo,
aluden a una circunstancia que hubiera pesado mucho para fundar la
urgencia de restaurar ese equilibrio. Melchor Ocampo la vio, y la ex-
presó además con precisión y elegancia cuando dijo que el “poder eje-
cutivo es la acción, es el movimiento”. El dicho de Ocampo resultaba
más acertado todavía cuando México, tras la victoria sobre el Imperio,
necesitaba reconstruir toda su vida, en especial la económica, pues de
lo contrario la victoria se convertiría en derrota. Era claro que a la
hora de la reconstrucción de un país que cargaba sobre sus espaldas
un atraso de siglos, se requería una iniciativa alerta y una acción
expedita. Para épocas de tal naturaleza, el centro nervioso debió ser
el órgano de la ejecución y no el de la deliberación. Nunca como en-
tonces, en efecto, se apetecería que el Legislativo tuviera la función
importantísima, pero estrictamente limitada, de dictar las reglas gene-
rales de una política cualquiera: la fiscal, la educativa, la de obras
públicas, etc., y que el Ejecutivo tuviera toda la amplitud de acción
para negociar, convenir y vigilar la realización de lo convenido.
Y aquí, en este punto, es donde su libro falla más históricamente,
porque Rabasa no estudió el funcionamiento real, el de la realidad his-
tórica, de ese desequilibrio de los poderes que tanto condenó. De
haberlo hecho, su tesis de que la Constitución de 57 creó un Poder
Legislativo altaneramente fuerte y un Ejecutivo desmedrado y vaci-

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