Ensayo sobre la justicia de la pena de muerte

AutorIgnacio L. Vallarta
Páginas19-55
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l derecho penal, antes casi del todo ignorado y cuya existen-
cia lo data de los turbulentosas del siglo XVIII, es deudor
de grandes progresos a la actual filosofía, y casi en la infancia,
ha hecho sentir su influencia de una manera tan positiva que ha
mudado completamente la faz de la jurisprudencia penal; pero
de las cuestiones ya resueltas, brotan otras mil que demandan
una detenida meditación, y la novedad de aquella ciencia in-
teresante absorbe por esto la atención de los filósofos contem-
poráneos. Las muchas relaciones que abarca merecen en la
actualidad un estudio serio y concienzudo a todas las grandes
inteligencias, que examinando y rebullendo las tradiciones de
nuestros padres, desean fijar un término entre lo verdadero y lo
falso; deslindar los principios eternos de la justicia de las gro-
seras usurpaciones de la fuerza, bárbaramente confundidas por
nuestros mayores. El estado actual de la civilización que da a
los derechos del hombre un precio antes desconocido, ha hecho
adquirir a los estudios de legislación criminal, una importancia
grande, inmensa, pero bien merecida, por razón de los graves
intereses sobre que versan; así es que, con empeño se esfuer-
zan grandes talentos en dilucidar unos puntos que tantas y tan
delicadas relaciones comprenden.
ENSAYO SOBRE LA JUSTICIA
DE LA PENA DE MUERTE
E
Entre todas estas cuestiones descuella, tal vez como la
principal, el examen sobre la justicia de la pena de muerte.
Y digo como la principal, porque el derecho que el hombre tie -
ne a que su vida sea respetada por sus semejantes, es el más
precioso y más caro para él, la fuente de donde dimanan to -
dos los derechos de que él es susceptible. La discusión sobre
punto tan capi tal, se recomienda por sí sola en virtud de su
importancia; ella es violenta y acalorada, y los defensores de
dos encontradas opiniones se empeñan con todas sus fuerzas
en asegurar la verdad por su parte. Los unos, invocando en su
favor las tradicio nes del mundo, manifestando la uniforme
conducta de todos los pueblos, apelando a una imperiosa e
imprescindible necesidad, según su lenguaje, confirman con
sus raciocinios la costumbre inveterada de dar la muerte al
que ha causado un mal a la sociedad. Los otros, analizando
el valor de aquellas tradiciones, explicando la causa de aquella
conducta, pesando en la balanza de la justicia aquella necesi-
dad, y por último, pidiendo inspiraciones a la filosofía, han
disputado a la sociedad un derecho, permítaseme esta pala-
bra, de que ha estado en po sesión por espacio de cuarenta si -
glos... Entre tan opuestos pare ceres, defendidos ambos con calor
y energía por ilustres filósofos, no hay medio; un abis mo in-
menso los separa, y hasta ahora no se ha evidenciado de qué
lado esté la verdad.
Bástanme estas ligeras indicaciones para demostrar que
conozco cuál es la gravedad de la cuestión que he anunciado,
y cuáles las dificultades que la rodean. Esto, señores, me hace
creer que para resolver el gran problema que acabo de indi-
car, se ne cesita poner en contribución los conocimientos todos
que los siglos pasados nos han legado, y los adelantos que la
ciencia mo derna anda haciendo, en medio de los millares de
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prensas que han llevado al espíritu humano a su más alto
grado de acti vi dad; se necesita la vasta comprensión de una
de esas inteligencias privilegiadas, que dominando el extenso
campo de una discusión de suyo tan difícil, sepa reunir los
elementos dispersos que andan extraviados, para formar un
gran todo: la verdad. Y esto también me hace creer, que abso -
lutamente incapaz de dar cima a tal empresa, soy, sino vitupe -
rable por haberla acometido, porque me disculpa mi ahínco de
saber, sí impotente para presentaros un trabajo que sea digno
de esta sociedad. En medio de mi incapacidad, me queda, sin
embargo, un recurso: invocar vuestra benevolencia y suplica -
ros vuestra atención; lo hago, pues, señores, entrando desde
luego en materia.
Bien sabido es que antes de que apareciera la filosofía del
siglo pasado, disputando el mundo entero los títulos en que
apo yaba sus creencias sociales, el principio político que conser -
van las actuales sociedades, apenas era conocido teóricamente
por los pueblos europeos; si bien es cierto que antes de esta épo -
ca encontramos los gérmenes preciosos que debían desarro-
llarse en el porvenir para hacer avanzar a las naciones hacia
su perfección, gérmenes que la Providencia hizo aparecer en
los siglos XI y XII, y que debían más tarde llegar a su madurez,
es también indudable que la mayor parte de aquellos pueblos,
ignoraba, o al menos despreciaba en su mar cha social, la máxi -
ma de que: la legislación está bajo el dominio de la filosofía. La
ciencia de los delitos y de las penas, era la que se resentía prin-
cipalmente del atraso en que se halla ban en aquella época los
conocimientos sociales, y aun puede asegurarse que antes de
la mitad del siglo XVIII, esta importante ciencia no existía; las le -
yes criminales no eran la expresión de las delicadas relaciones
que unen al hombre con la sociedad; eran, sí, la manifestación

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