Elección libre o fraudulenta

AutorDaniel Cosío Villegas
Páginas107-127
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La inconformidad de Rabasa con el Constituyente de 56 y la Cons-
titución de 57 es muchísimo mayor, sin embargo, en dos puntos:
primero, el sistema electoral ideado por aquél y adoptado por ésta
y por la Ley Orgánica Electoral del 12 de febrero de 1857, y segundo,
el equilibrio que debe haber entre los poderes Legislativo y Ejecutivo.
Para Rabasa, las soluciones que dio la Constitución de 57 a esos dos
grandes problemas fueron malísimas; la primera impidió toda vida
democrática en México, pues forzó al gobierno a hacer las elecciones
para conseguir siquiera una semblanza de respeto a la Constitu-
ción; la segunda hizo imposible la existencia de los gobiernos y forzó
al Ejecutivo a constituirse en dictador y a gobernar dictatorialmen-
te, haciendo imposible, por esta vía también, la vida democrática
del país.
Rabasa, que entre otras muchas cosas era un formidable dialéc-
tico, comienza a censurar el sistema electoral del Constituyente
desde antes de que éste existiera, del mismo modo que su crítica a la
Constitución arranca del golpe de Estado de Iturbide de 1822. En
efecto, lanza sus primeros dardos al sistema usado para elegir a los
constituyentes de 56: los ciudadanos elegían a los electores primarios
y éstos a los secundarios, que a su vez nombraban a todos los dipu-
tados de la entidad federativa correspondiente. El sistema, según
Rabasa, se derivó de la Constitución centralista de 1843, “hecha ex-
profesamente para dar a Santa Anna el mayor poder que fuera posi-
ble”; y concluye:
VI. Elección libre o fraudulenta
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Tal sistema, ideado por el poder absoluto y perfectamente adaptado
a ese objeto, fue el escogido para iniciar las libertades públicas, y ya
se comprende que si en cualquier país culto hubiera imposibilitado
la manifestación de la voluntad del pueblo, en México imponía a los
gobiernos aun la necesidad de suplantarla.
Es un hecho, sin embargo, que ese sistema, aplicado en un nuevo
clima político, no engendró a ningún Santa Anna, antes bien, a dos
presidentes singularmente débiles: Juan N. Álvarez, que prefirió aban-
donar el poder al poco tiempo de ejercerlo, e Ignacio Comonfort, que
no fue un tirano, ni quiso, ni pudo serlo.
Rabasa está más convencido de la segunda parte de su aserto,
pues la idea de que el pueblo mexicano jamás ha hecho una elección
y de que todas las habidas y por haber, en consecuencia, han sido
fraguadas por los gobiernos, llegó a ser en él una verdadera obsesión.
De ahí que afirme en seguida: “fueron los gobiernos locales los que
designaron a los nuevos legisladores”, y aun cuando no aduce nin-
guna prueba documental, argumenta, para fundar su dicho, en esta
forma:
Organizada una mayoría de electores, ella triunfaría necesariamente
en toda la elección, lo que debía dar una diputación uniforme para
cada Estado; pues bien, esto no resultó así: el mismo colegio [elec-
toral] elige a Gómez Farías, Arriaga, Ocampo y Prieto, del grupo liberal
más avanzado, a Arizcorreta y Romero Díaz, que son moderados de
la extrema conservadora; el colegio que nombra al exaltado Gamboa,
nombra también a Escudero y Echánove; otro elige juntamente a
Castañeda y [a] Zarco, y, en general, puede decirse que no hay Esta-
do que no lleve en su diputación hombres de principios disímiles y
aun antagónicos.
Todavía elabora más su argumentación reflexionando que esas “in-
consecuencias” no pueden explicarse por transacciones habidas en el

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