De la distribución ejidal a la titulación de predios. La Ley Agraria de 1992

AutorPatricia Arias
Páginas177-211
I
A LO LARGO DEL siglo XX México, como casi todos los países de América Latina,
transitó por dos modelos muy distintos de hacer frente a los problemas relacio-
nados con la propiedad y la tenencia de la tierra: una fase larga, entre 1910 y
1990, caracterizada por la puesta en marcha de reformas agrarias redistributivas
y, de 1990 en adelante, una fase mucho más breve, de reformas legales orienta-
das fundamentalmente a la titulación individual de los predios. Una y otra han
tenido consecuencias muy diferentes para la vida, los quehaceres, el destino de
la gente en el campo.
II
La Reforma Agraria redistributiva. 1910-1990
Uno de los mayores logros de la Revolución mexicana fue, sin lugar a dudas, la
redistribución de la propiedad agraria, hasta ese momento concentrada en muy
pocas manos. La Revolución de 1910, de fuerte contenido social y campesino, ini-
ció el proceso de reformas agrarias redistributivas en América Latina. La primera
Ley de Reforma Agraria en México data de 1915 y esa demanda fue elevada a
rango constitucional en 1917 (Warman, 2001). La reforma agraria fue el meca-
nismo fundamental del Estado para llevar a cabo el proceso de redistribución de
la tenencia de la tierra (Carter, 2003). Se calcula que la reforma agraria repartió,
restituyó o tituló más de la mitad del territorio nacional a ejidos y comunidades
(Ayala y Jiménez, en prensa).
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De la distribución ejidal
a la titulación de predios.
La Ley Agraria de 1992
Capítulo IV
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PATRICIA ARIAS
La reforma agraria atacó un problema crucial que se había acentuado en el
siglo XIX: la concentración de la propiedad de la tierra mediante la presión, la
apropiación, el despojo y la expulsión de las sociedades rurales a áreas margi-
nales (Warman, 1980).
Se ha señalado que la reforma agraria redistributiva contribuyó a resolver dos
grandes problemas del campo y de los campesinos: por un lado, la equidad; por otra,
la eficiencia. La tierra es para el que la trabaja decía Emiliano Zapata. Los campesi-
nos, se afirmaba, eran productores agropecuarios eficientes pero malgastaban trabajo
debido al escaso tamaño de sus explotaciones. La concentración de la propiedad,
férreamente controlada por los terratenientes, era la que la que generaba obstáculos
para el desarrollo económico y social del campo (Barraclough y Domike, 1970).
El principal instrumento de la reforma agraria fue la expropiación a los
grandes latifundistas –cuyas extensiones a salvo variaron a través de los años–
para poder hacer efectivo el otorgamiento de tierras. El reparto agrario fue una
modalidad de redistribución de la propiedad agraria definida y aplicada por
el Estado. En general, los ejidos se formaron mediante cuatro mecanismos: la
dotación, la restitución, la ampliación y la incorporación de tierras al régimen
ejidal, aunque este último fue el menos utilizado. Las comunidades indígenas
fueron objeto de restitución, titulación de bienes comunales y reconocimiento
de tierras que ya poseían (Ayala y Jiménez, en prensa). Al final del día, la prin-
cipal forma de tenencia de la tierra de las comunidades indígenas fue la ejidal:
ocho de cada 10 núcleos agrarios era ejidal y sólo dos eran comunidades (Robles
Berlanga y Concheiro Bórquez, 2004).
Con el tiempo, constató Arturo Warman (2001), la dotación se convirtió
en el principal mecanismo de la redistribución. Aunque el reparto de tierras,
como acción clave de la reforma agraria persistió hasta 1992, los periodos más
significativos fueron las primeras décadas del siglo XX y, de manera muy intensa,
durante la presidencia del general Lázaro Cárdenas (1934-1940), que no sólo
dio un enorme impulso a la dotación de tierras, sino que además diseñó y echó
a andar instituciones públicas de apoyo a la sociedad rural y a la producción
agropecuaria campesina (González, 1981).
A pesar de su trayectoria cambiante, el reparto agrario redistributivo mejoró
las condiciones de vida de la gente en el campo. Hay que tener en cuenta que el
reparto correspondió a una etapa en que la mayor parte de la población del país
vivía en el campo, dispersa en infinidad de localidades rurales. En 1900 “casi las
tres cuartas partes de la población vivían y trabajaban en el campo” (Warman,
2001: 9). Aunque las maneras de trabajar y obtener la subsistencia eran variadas,
no cabe duda que las sociedades rurales requerían y hacían un uso muy intensivo
y extensivo de los diferentes recursos que existían en sus territorios: tierra, agua,
bosques (González, 1989).
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DE LA DISTRIBUCIÓN EJIDAL A L A TITULACIÓN DE PREDIOS
Hay que recordar también que en las primeras décadas del siglo XX la tierra
era un recurso insustituible e indispensable de la producción agropecuaria y del
abasto alimenticio de las familias campesinas, que solían ser bastante autosufi-
cientes al respecto. Además, como bien señaló Warman (1980), la producción
campesina aportaba alimentos de bajo costo a una creciente población urbana
que había dejado de producirlos. La producción campesina colocaba en el mer-
cado una serie de productos que, en calidad de insumos, se convertían en mate-
rias primas para la producción industrial. Así las cosas, la producción campesina
se encontraba estrechamente articulada a la urbanización y a la sustitución de
importaciones; proceso y modelo que pautaron el desarrollo y definieron las
transiciones hacia el México moderno (Warman, 1980).
Pero había algo más. Ante la ausencia de otros mecanismos de representa-
ción, sobre todo en comunidades pequeñas y aisladas, la organización ejidal se
convirtió en el modelador de la vida política local y tendió a copar la vida social
organizada. El organigrama ejidal privilegió su papel de representación política
de la comunidad más que el de organización y desarrollo económico (González,
1989; Puyana y Romero, s/f). El ejido, a fin de cuentas, asumió el poder con ca-
racterísticas típicas del caciquismo rural. Como se dijo tantas veces, la relación
entre los campesinos, las agencias del gobierno, las empresas estatales, el sec-
tor campesino del PRI se convirtió en una telaraña hecha de lealtades políticas,
complicidades y corrupción (Bartra, 1975). Las autoridades ejidales capturaron
la representación de la comunidad frente al exterior y el ejido se convirtió en el
gestor de los apoyos gubernamentales para la producción agropecuaria al inte-
rior de las comunidades (Mackinlay y de la Fuente, 1996; Warman, 1980). En
muchos casos el ejido asumió el papel de interlocutor, destinatario y distribuidor
de la ayuda gubernamental de toda índole: salud, educación, servicios públicos.
El control de recursos externos y su asignación interna derivó en favoritismo y
corrupción: las autoridades ejidales otorgaban recursos y puestos a parientes,
adeptos y amigos; de los cuales excluían, por supuesto, a críticos y adversarios
(Baños Ramírez, 1989).
Durante décadas se habló, documentó, criticó la corrupción de las autori-
dades ejidales que aprovechaban los recursos destinados al campo –créditos,
maquinaria, insumos– en su propio beneficio y de la noche a la mañana se con-
vertían en los nuevos “ricos” de los pueblos. Hasta la actualidad, las autoridades
ejidales siguen dejando sus puestos enriquecidos, pero también muy despresti-
giados (Briseño Roa, 2007; Oehmichen Bazán, 2005).
Las autoridades ejidales eran las que controlaban y asignaban el acceso a la
tierra, tanto para cultivo como los solares para vivienda. De acuerdo con la le-
gislación agraria, los ejidatarios tenían la tierra en usufructo y era la asamblea
ejidal la que decidía el otorgamiento de las parcelas y lotes a los miembros reco-

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