Diego, inventor de verdades

AutorAndrés Henestrosa
Páginas796-797
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ANDRÉS HEN ESTROS A
Diego, inventor de verdades
De sus hermosas mentiras, que no eran otra cosa sino anticipaciones de her-
mosas verdades, nunca hizo Diego Rivera dos versiones iguales. En los muchos
años que lo traté, recuerdo que sólo sobre algunas insistía. Y ésas, con pro-
fundas variantes. Fuera curioso comparar las memorias que dictó a muchas
personas. Conozco capítulos de las que contó a Luis Suárez y la reconstruc-
ción de las conversaciones que con él tuvo Antonio Rodríguez, que mucho se
apartan de las que yo pudiera reconstruir. Hace algún tiempo leí Memoria y
razón de Diego Rivera, por Lolo de la Torriente, hermoso libro que la escritora
y periodista cubana organizó con los apuntes que tomó de labios del pintor. Se
encuentran allí muchas cosas nunca antes oídas y no pocas retocadas, vueltas
a inventar. En rigor, Diego sólo volvía a las que tenían un elemento de hecho
real, de cosa ocurrida. Lo demás era invención, fantasía, imaginaciones.
Inventor de verdades, eso era Diego. Adivino. Más que mentir lo que
hacía era, cuando estaba poseído de Dios, cuando creaba, inventar una verdad,
anticiparla, dar con ella por oculta que estuviera. Recuerdo algunas ocurren-
cias suyas que parecen comprobarlo. Una vez le oí diez nombres de supuestos
pintores rusos, pero que mencionó sin titubear, a pesar de la dificultad del
idioma ruso, dando a la concurrencia de cada uno de ellos, una síntesis biográ-
fica, con alusión a sus obras más características.
Otra vez, en casa del cubano José Antonio Fernández de Castro, se dis-
cutía sobre un texto de Lenin, no sólo sobre su sentido, sino el lugar de sus
obras en que pudiera encontrarse. Algunos de los contertulios se reputaban
grandes conocedores del tema. Diego intervino a poner en orden la discusión.
Hizo que se bajara de la biblioteca cierto libro, lo abrió por en medio, recorrió
algunas páginas, y dijo señalando con el índice: “Aquí está”. Y allí estaba.
En otra ocasión, se cantaban en una fiesta familiar canciones del todo el
mundo, de todos los tiempos. Diego participaba, lo que a nadie podía sorpren-
der, porque había vivido en muchos países y algo podía saber de sus cantos. Lo
sorprendente ocurrió cuando algunos cantaron una canción catalana, que era un
romance antiguo, “La misa de amor”, y que él agregó unos versos que los catala-
nes no sabían, pero que confesaron correctos, así en la melodía como en la letra.
¿Sabía Rivera la canción? ¿No la sabía y la inventó en aquel momento?
Luego, en otra ocasión, cuando vino a mi casa a comer. En el momento en
que Alfa le abrió la puerta, Diego le besó la mano, y la saludó en zapoteco. Sólo

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