La derrota

AutorJosé C. Valadés
Páginas11-64
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Capítulo XIX
La derrota
RETROCESO DE VILLA
Creyendo conocer a fondo el ánimo y capacidad del general Villa, así
como la fuerza y resolución de los soldados villistas, el general Obre-
gón, aunque alegrando el alma de sus soldados y de su causa política
con un triunfo que todavía estaba lejos de serlo, no dejó de considerar
que la retirada de los hombres de Villa, no significaba una derrota para
el enemigo; que éste se reharía; que iba a esperar refuerzos y que,
dada la experiencia tenida durante el primero y fortuito ataque a la
plaza, el general Villa dominaría sus impulsos irreflexivos y reorgani-
zando sus tropas en vez de intentar un asalto, procedería a cercar la
plaza, de lo cual estaba Obregón justamente temeroso, puesto que la pri-
mera defensa de Celaya le había costado muchas vidas y municiones.
Estaba seguro el general Obregón —más seguro que en el 5 de
abril—, que si la suerte de sus soldados no dependía de la posesión
de alturas, que hasta los días anteriores al ataque del general Villa a
la plaza era, conforme a las reglas de la estrategia militar de la época, la
que resolvía el triunfo o la derrota de los ejércitos combatientes;
estaba seguro el general Obregón, se dice, que el terreno que circun-
daba la Ciudad era el más propio para la resistencia; pues en lugar
de la antigua táctica de triunfar, ora con el dominio de las alturas
ora en batallas a campo raso, se presentaba la de apoyar las defen-
sas en atrincheramientos bien protegidos y en el poder de fuego de
las ametralladoras.
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José C. Valadés
Aunque el general Obregón no era un estratego ni siquiera cono-
cía la historia de las grandes guerras, su genio previsor alcanzaba
tanta magnitud que, ya aplicado en los campos de combate, ya utili-
zado en los medios políticos, ya practicado en la conquista de las
multitudes, le daba mucho imperio sobre las cosas que tomaba so-
bre sus hombros.
Considerando, pues, que al general Villa no le quedaba otro ca-
mino, después de advertir la imposibilidad de tomar la plaza de Ce-
laya por asalto, que la de sitiarla, con tal idea fija en la cabeza —idea que
ciertamente era compatible con los primeros proyectos de Villa para
un segundo ataque a Celaya—, Obregón se dirigió a Carranza, di-
ciéndole que estaba seguro de que iba a ser cercado por los villistas
y que por lo mismo le pedía que sin demora le mandase hombres y
abastecimientos de guerra.
En muchos aprietos puso Obregón al Primer Jefe ante tal apre-
mio, sobre todo en lo que respecta a la movilización de nuevas tro-
pas; pues Obregón había agotado las fuentes de reclutamientos en
el oriente del país y la Revolución no podía recurrir a la leva. Sin
embargo, creyendo que Obregón estaba en lo cierto al calcular la
probabilidad de ser sitiado por los villistas, la existencia de los bata-
llones Rojos de la Casa del Obrero Mundial vino a mientes de
Carranza; y a pesar de que el Primer Jefe desdeñaba tal organiza-
ción y su utilización contrariaba el compromiso contraído con los
líderes anarquistas, Carranza no dudó, al final, de enviar a los obre-
ros armados hacía pocas semanas, en auxilio del general Obregón.
Así, puestos bajo el mandó de los coroneles Ignacio C. Enríquez
y Juan José Ríos, los obreros del Distrito Federal, que no habían
olido la pólvora ni estaban obligados, conforme al pacto firmado,
para marchar a los frentes de guerra y entre quienes abundaban
las ideas contrarias al ejercicio de la violencia armada, ya organi-
zados en dos batallones, fueron puestos en marcha hacia Celaya,
al mando de los coroneles citados, mientras un tercer cuerpo de
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Rojos a las órdenes del coronel Miguel Alemán continuaba su
adiestramiento en Orizaba, para luego ir a reunirse con sus com-
pañeros de cuartel.
Y entre tanto llegaban tales refuerzos, el general Obregón con
mucha diligencia, y cierto de que se le esperaba un largo sitio, dirigió
personalmente la construcción de loberas en torno a la plaza a par
de que sus soldados mejoraban incansablemente sus posiciones so-
bre los bordos de las acequias; y aunque tales posiciones de ningu-
na manera tenían el carácter de inexpugnables, pasaban a formar
parte de un laberinto, al través del cual difícil o casi imposiblemente
podrían maniobrar la caballería y artillería del enemigo.
Ahora bien: como Obregón no era tanto militar como político
—sorprendente caudillo político—, mientras que sus soldados se
dedicaban a la construcción de loberas y trampas, quiso halagar a
los jornaleros del Bajío, y al objeto, en medio de los preparativos
bélicos que llevaba a cabo, decretó un salario mínimo de 75 centa-
vos y un aumento de 25 por ciento en la ración de cereales para los
peones de las haciendas abajeñas.
Con este decreto, que probaba la índole política de Obregón, éste
logró ganar la simpatía de los pueblos comarcanos, de manera que ase-
guraba, para el caso de verse sitiado, el auxilio de aquellos pueblos a los
que favorecía con su decreto.
Pero no tendría necesidad el general Obregón de los favores lu-
gareños. El Primer Jefe, pudo acudir pronta y eficazmente en auxilio
de su primer espada. Al efecto, Carranza ordenó la movilización de
todas las fuerzas carrancistas situadas en los estados de Querétaro,
Michoacán, Hidalgo y Tlaxcala, de manera que la merma de hom-
bres sufrida en el primer asalto a Celaya estaba repuesta con creces.
Gente armada entraba a la plaza día a día del norte y del sur, al igual
que del oriente; y aunque los recién llegados no estaban debidamen-
te armados y disciplinados, colocados tras de las loberas, y puestos
al lado de los yaquis y veteranos del cuerpo de Ejército del noroeste,

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