De los derechos humanos hacia la humanidad de Derecho

AutorOsvaldo R. Burgos

En El mercader de Venecia, sin dudas la obra más jurídica de Shakespeare, observamos la cruda irrupción de una huella de incomprensión lamentablemente repetida, con crueldad extrema, en el transcurso de la historia occidental: la pérdida de la perspectiva en la imposición del mandato, la instauración de la mirada valorativa del ordenamiento positivo -percepción nada ingenua que, necesariamente, segrega en el acto de su imposición- sobre aquello que una determinada persona -o grupo, o cosmovisión minoritaria- es, y no sobre lo que hace ....

Si en todo lo demás somos tan semejantes, ¿por qué no habremos de parecernos en esto? Si un judío ofende a un cristiano, ¿no se venga éste, a pesar de su cristiana caridad? Y si un cristiano a un judío, ¿qué enseña al judío la humildad cristiana? A vengarse. Yo os imitaré en todo lo malo, y para poco he de ser, si no supero a mis maestros.

William Shakespeare1

1- "Los judíos" del no ha lugar

En El mercader de Venecia, sin dudas la obra más jurídica de Shakespeare, observamos la cruda irrupción de una huella de incomprensión lamentablemente repetida, con crueldad extrema, en el transcurso de la historia occidental: la pérdida de la perspectiva en la imposición del mandato, la instauración de la mirada valorativa del ordenamiento positivo -percepción nada ingenua que, necesariamente, segrega en el acto de su imposición- sobre aquello que una determinada persona -o grupo, o cosmovisión minoritaria- es, y no sobre lo que hace.

En su necesidad de exponer lo evidente -el judío es un hombre, los cristianos también lo son- Sylock, el marginado, respeta el gesto de marginación -de diferenciación- que lo excluye: "En nada te había ofendido yo, cuando ya me llamabas perro; si lo soy, te mostraré los dientes"2 sostiene en otra escena del mismo acto y, a partir de ello, encuentra en la exclusión que se le impone, la legitimación para su pretensión de venganza.

En tanto su propia humanidad no sea aceptada por el ordenamiento jurídico mal puede exigírsele, a él, el respeto hacia la humanidad de los otros.

En la Venecia del siglo XVI, por lo demás, la metáfora de representación, que el derecho -entendido como proceso- supone, excedía los dominios convencionales de la teoría, portaba la pretensión de instaurar un acto representativo, enviándose hacia el registro de lo fáctico.

Como sucedía en muchos otros lugares, allí, los hombres que profesaban la fe judía se hallaban circunscriptos a los límites de un ghetto, las puertas de la ciudad los excluían y, al llegar la noche, se cerraban con candados3.

Un pesado muro de piedra manifestaba, así, el límite de la legitimidad.

En la formación de una idea general de lo justo, replicando el modo en que lo legítimo se apropiaba del espacio común; también la juridicidad se escindía en el tiempo.

Esta escisión temporal apelaba, a su vez - en su búsqueda del respeto kantiano imprescindible para la supervivencia de toda normativa4- a una estructura de tiempo discreto que, concebida necesariamente en una serie de actos sucesivos, acabara por negar cualquier posibilidad al pensamiento de lo simultáneo.5

Entonces; en dos planos seriados:

  1. de entre todos los hombres, la elección jurídica escogía los sujetos de derecho -en el ejemplo utilizado, aquellos que participaban del credo cristiano- y, deteniéndose en los silencios de sentido de su pronunciamiento6, establecía un espacio de marginalidad común a quienes no fueran objeto de ella.

  2. luego, la ley se imponía - para todos- hacia uno y otro lado de la división convencional, con pretensiones de unívoco reconocimiento.

    Hemos querido comenzar estas líneas con el ejemplo trágicamente vigente de la judeidad porque nos ha parecido de una fortaleza paradigmática al momento de apreciar:

  3. La escisión instaurada por la elección de límites en la atribución de legitimidad - elección ésta, siempre arbitraria y denigrante en cuanto, según lo hemos esbozado ya, el mismo concepto de límite implica un margen y, consecuentemente, la marginalidad de quienes se sitúan en él- y

  4. La reacción habitual al envío de tal escisión en la legitimidad, hacia la inscripción lingüística de lo temporal, verificada en la huella de selección aún más arbitraria, aún más denigrante, de la juridicidad.

    Observamos que, a lo largo de la historia, esta reacción respeta el modelo advertido por Shakespeare: usualmente, los marginales, los denigrados de derecho, culminan por asumir los mismos parámetros que sirvieron para justificar su exclusión:

  5. intentando ocupar probables resquicios de legalidad, filtrándose en una juridicidad que no los reconoce y exigiendo, así, legitimidad ante la verificación de su inusual posibilidad de replicación de los comportamientos que los excluyen, o bien,

  6. resguardándose en la misma diferenciación arbitraria que los sitúa como marginados, como forma de desplazar, en cuanto les sea posible, tanto en el espacio como en la perspectiva temporal, el emplazamiento del muro definitorio, y definitivo, de los ghettos.

    No obstante, la cuestión judía solo será tangencialmente nuestro tema; aún asumiéndola insoslayable, nos interesará únicamente como símbolo, vendrá a nosotros, apenas, en su carácter de gráfico de la externalización sistémica, habitual en el inicio de cualquier metáfora normativa.

    "Escribo ‘los judíos’; no por prudencia ni a falta de algo mejor. Minúscula, para decir que no pienso en una nación. Plural, para indicar que no invoco con ese nombre a una figura o a un sujeto político (el sionismo), religioso (el judaísmo) ni filosófico (el pensamiento hebraico). Comillas, para evitar la confusión de estos ‘judíos’ con los judíos reales. Lo más real de los judíos reales es que Europa, por lo menos, no sabe qué hacer con ellos: cristiana, exige su conversión; monárquica, los expulsa; republicana, los integra; nazi, los extermina. Los ‘judíos’ son el objeto del no ha lugar por el que los judíos, en particular, son golpeados realmente"78

    En el instante mismo de la inscripción del margen de lo legítimo, la exclusión puede ser una mera posibilidad abierta en el vacío del discurso jurídico o un dato real de represión; de cualquier forma, una vez que los marginales ocupen su lugar, nadie -y este "nadie" incluye, obviamente, solo al conjunto total de los sujetos de derecho- sabrá "que hacer con ellos".

    Consideramos, en fin, que la postura que Shakespeare sostiene, en boca de Sylock, es un epígrafe apropiado para nuestra exposición sobre la redundancia y la imposibilidad que el mismo concepto de los derechos humanos supone:

  7. fuera de su (loable) justificación política;

  8. considerado, solo, en el plano lingüístico de la prescripción jurídica que, con él, se pretende imponer.

    El no ha lugar con el que Lyotard grafica la cuestión de "los judíos" en abstracto, es una formulación claramente jurídica, que deviene de una demarcación del espacio-tiempo en el discurso colectivo, de la decisión, siempre arbitraria, que supone el ejercicio de fundar aquellas atribuciones de sentido por las que la juridicidad habrá de regirse.

    Supone, entonces, -desde la facultad de instaurar tal división- una atribución de derecho: la denegación, a ciertos hombres, de su condición de sujetos; la exposición -en la narración a partir de la cual, los excluidos, se justifican- del silencio subyacente a las declamaciones con las que se expresa cualquier ordenamiento normativo.

    De tal forma, y ya desde el mismo acto de creencia -inaugurado, tal vez, por el alumbramiento de un Verbo primordial- la elección de, solo, algunos hombres como sujetos de derecho no puede limitarse a un territorio ni circunscribirse a un tiempo.

    Por el contrario, en tanto occidentales, debiéramos aceptar que la imposición de la otredad en los ordenamientos positivos se ha presentado como una constante desde los mismos inicios de nuestra cosmovisión; su perspectiva ha marcado, a través de los siglos y de las civilizaciones, todo nuestro devenir histórico.

2- La peligrosidad de la jerarquización

Toda clasificación expone un orden jerárquico. Traza, al menos una línea: recepta y expele, acoge y desconoce, divide y, en el acto mismo de reconocimiento de aquello que resguarda, establece el límite fuera del cual, se extiende un vasto imperio de ajenidad y de diferencia.

El otro, los otros, no serán sino quienes se atrevan a exponer, desde la perspectiva de aquel que clasifica, una absoluta falta de pertenencia; de tal modo, su mera existencia como extraños, importa la previa adopción de un punto de vista: no hay clasificación posible si no hay, previamente, un clasificador; aquél que determina, quien detenta o, al menos, usurpa la facultad de dividir, de imponerse como el núcleo de lo expresable.

En el caso de la que aquí tratamos, la arbitrariedad de su elección ordinal pretende ocultarse tras una división ontológica: reconocer solo a algunos derechos la condición natural de humanos que debió ser entendida como inescindible del propio carácter general, supone enviar al resto - aquellos derechos que, necesariamente, debieran entenderse como "no humanos" o "inhumanos", siguiendo este razonamiento- a una zona limbática de difusa verificación, reconocerlos a medias, atribuirles un carácter impropio de semiderechos.

Entendemos que un derecho es humano o, en su defecto, no es derecho. Es humano porque es derecho y, si es derecho, lo es para y desde el hombre.9

Sostener que ciertos derechos no son humanos - o, peor aún, que pudieran considerarse como inhumanos- importa negarles su existencia como derechos; prescindiendo del hombre, ningún derecho parece concebible.

Aceptar lo contrario devendría, necesariamente, en la obligación de postular una doble idealidad, injustificable desde cualquier perspectiva racional.

No hablaríamos aquí de un mundo de los derechos...

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