Derecho de mando

AutorJosé C. Valadés
Páginas413-457
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Capítulo XXXI
Derecho de mando
EL PARTIDO NACIONAL REVOLUCIONARIO
Hombre con pensamiento y práctica de partido que sobresalía a sus
intereses personales y a las ambiciones de grupo, el general Plu-
tarco Elías Calles, sin faltar a la respetable memoria del general
Álvaro Obregón, en quien más que al caudillo de la guerra y la polí-
tica, vio al jefe del más grande, entusiasta, disciplinado, doctrinario y
poderoso agrupamiento político de México, puesto que estaba origi-
nado en los ciudadanos armados de la Revolución; el general Calles,
se dice, tentado por su amor inmensurable a las caracterizaciones revo-
lucionarias y en aras de los fundamentos de una nueva organización
institucional y oficial de México, en la que mucho confiaba, por
creerla capaz de conducir al país a los más altos niveles de la democra-
cia y del progreso, consideró que se requerían otros instrumentos
políticos, aparte del material humano originario de la Revolución y
de las leyes expedidas por los revolucionarios, que no fuesen preci-
samente los usados hasta la tragedia en la que perdiera la vida el
general Obregón; y que esos instrumentos tuviesen como precisa
misión garantizar la estabilidad del Estado y llevar al cabo un pro-
grama pragmático capaz de transformar al país y de acercar al pueblo
mexicano a una época de bienestar.
Mucho influyeron en el ánimo de Calles, llevado a intentar la reno-
vación de los sistemas que hasta esos días correspondían a la política
nacional, las observaciones personales que acostumbraba a tamizar
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José C. Valadés
en medio de sus horas reflexivas. Influyó también en tal ánimo la
creencia de que en México era posible realizar la evolución operada
en los partidos políticos europeos; partidos que, desarrollándose
paralelamente a los preceptos jurídicos y constitucionales de las na-
ciones, eran a la vez regímenes sobre los cuales descansaban el
progreso de la sociedad y la seguridad de las instituciones.
Aunque Calles ya había esbozado esta idea aplicada a México
desde su campaña electoral de 1924, como consecuencia del conta-
gio europeísta que en esos días sufrió, a la muerte de Obregón, y
como coronamiento de su gobierno, consideró que era llegado el día
de emprender los trabajos necesarios para fundar en la República
un régimen de partidos, con el cual creyó posible acabar los males
de índole política y administrativa que sacudían a la nación frecuen-
temente y que no habían podido desterrar los gobiernos de México.
Tan arraigada fue esta idea en Calles, sobre todo después de
advertir los aparentes bienes de los partidos políticos de Europa,
que él, Calles, estudiaba con verdadera fruición y le parecía que era
posible si no imitarlos, sí asimilarlos dentro de la mentalidad mexi-
cana; tan arraigada, se repite, vivía esta idea en Calles, que con ella
dio origen al mensaje del 1 de septiembre de 1928.
Muy atrevida, por no tener los fundamentos necesarios para su
desenvolvimiento y estabilidad, fue la proyectada innovación de Calles.
En efecto, si de un lado México carecía de la tradición de partidos
políticos, de otro lado, conducida la política nacional a partir de 1920
sobre el lomo de la idiosincrasia popular, pero principalmente pueble-
rina, el régimen sugerido por Calles no dejaba de encerrar manifies-
tos exotismos, que eran muy contrarios a la muy hincada doctrina de
nacionalidad.
Existía además, dentro de los propósitos de Calles, una gran la-
guna de candor —de romanticismo político—; porque tal hombre,
tan distinguido por sus aptitudes en el mando y gobierno de la Repú-
blica, y potencial heredero del obregonismo y jefe incuestionable de
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un partido propio como era el callista, sin vacilación alguna se dis-
puso a entregar su fuerza y su destino que le daba la oportunidad de
seguir en el mando con el bien acepto oficial, a una fuerza que era
posible, pero no probable; que correspondía a los contentos del en-
sayo y no a las responsabilidades de una realidad; que alteraba el
pulso de una nación, agotada por los experimentos armados y pací-
ficos; que más se acercaba al tema de un visionario que de un ex
Jefe de Estado.
La programada decisión de Calles constituía, indubitablemente,
un acontecimiento nobilísimo, patriótico, de purísima cepa demo-
crática, que contrastaba grande y gravemente con las inexcusables
ambiciones de mando del general Obregón. Así y todo, no fue com-
prendida por los mexicanos. El título de verdadero servidor de la
nación, que mereció Calles, fue sustituido por indecorosos apellidos
de que le hizo objeto la burla popular ignara, de manera que a partir de
tales días, y hallándose ya sin función oficial aquel hombre, fue, para
el vulgo, ejemplo de la irresponsabilidad civil y política y por lo mismo
individuo que, sin querer abandonar el influjo de su autoridad, seguía
el camino de la desobligación constitucional y patriótica.
Erróneo, sin embargo, fue tal concepto que el pueblo tuvo de
Calles, pues aquel deseo de instaurar la práctica de partidos, si cier-
tamente era controvertible, no significaba un teatro sui géneris desde
el cual manejar por una sola persona todos los hilos del Estado y la
política. Así y todo, Calles, en acto de modestia cívica, dejó que Puig
Casauranc, quien había sido el principal colaborador del documento
hecho público en el Congreso, el 1 de septiembre fuese el encar-
gado de divulgar las ideas acerca de los partidos y el iniciador del
agrupamiento que iba a representar y hacer factible el programa de la
Revolución; programa que en la realidad iban a trazar el general
Calles y los principales líderes del callismo.
Organizó Puig el núcleo central director del partido; indicó los
propósitos del mismo, aunque sin delinear un cuerpo de ideas;

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