El Estado social y democrático de Derecho, la Corte Penal Internacional y el principio non bis in idem

AutorJorge Higuera Corona
CargoMagistrado del Primer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Sexto Circuito
Páginas139-152

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I Introducción

En el primer trabajo elaborado para este master internacional, abordé el tema de “El juzgamiento penal por tribunal incompetente, el principio non bis in idem y la impunidad”, y expuse las razones por las que considero que en un caso así el amparo —en el Derecho positivo mexicano— debe concederse para el efecto de que se reponga el procedimiento a partir del auto de formal prisión, a fin de que el tribunal competente tramite el juicio, sin que ello implique violación al principio antes aludido.

La intención de este segundo trabajo es, en primer lugar, aclarar que respeto y aprecio altamente los valores que le dan sustento al Estado social y democrático de Derecho, y que de ninguna manera pregono su resquebrajamiento con el criterio que he sostenido en el primer trabajo,Page 140 criterio que ahora, desde otra perspectiva, trataré de reforzar para evidenciar su congruencia con dicho Estado; por ello, en la primera parte del presente trabajo me referiré a la transición desde el Estado absoluto, al Estado liberal, al Estado social, su involución a los Estados totalitarios, hasta desembocar en el sistema actual —dominante en los países englobados con el término “occidentales”, que son los más desarrollados social y económicamente— denominado precisamente Estado social y democrático de Derecho. Lo anterior nos permitirá engarzar el tema con el concepto y los criterios de determinación de la competencia y con la operancia y la inoperancia del principio non bis in idem en el ámbito del Derecho penal internacional, en particular respecto de la Corte Penal Internacional. Todo ello con la finalidad de alcanzar una conclusión que, aun no siendo pacífica, pueda ser coherente y atendible, y que continúo abrazando por convicción.

II Evolución hacia el Estado social y democrático de Derecho
1. Reflexión de Santiago Mir Puig

Varios autores se han ocupado del tema de manera espléndida; sin embargo, por razón de espacio sólo nos referiremos a algunos de ellos, iniciando con la reflexión de Santiago Mir Puig.

El Estado absoluto se erigió como un fin en sí mismo, constituyó la época denominada del terror penal, porque la pena era un instrumento prácticamente ilimitado de sometimiento de los súbditos, a la que se atribuía una función de prevención general sin límites. En contraste, el Estado liberal clásico se preocupó por someter el poder al Derecho (característica esencial y distintiva del Estado de Derecho), y optó por la limitación jurídica de la potestad punitiva más que por la prevención de delitos. Progresivamente apareció el Estado social, como Estado intervencionista, que al retomar la misión de lucha contra la delincuencia introdujo la función de prevención especial, incluyendo las medidas de seguridad. Esa tendencia intervencionista del Estado social en algunos países, entre las dos guerras mundiales, degeneró en Estados totali-Page 141tarios, tanto de izquierda1 como de derecha2, cuya amarga experiencia3 hizo patente la necesidad de un Estado que, sin dejar de ser social, esto es, sin renunciar a sus obligaciones para con la sociedad, reforzara con un sentido democrático sus límites jurídicos, con lo que nació la fórmula sintética de Estado social y democrático de Derecho, adoptada en la Constitución alemana de la postguerra y acogida en el artículo 1, 1 de la Constitución española de 1978 (Mir Puig, 2005, pp. 103-105). El Derecho penal en un Estado así, en su vertiente de un Estado social, debe legitimarse como sistema de protección efectiva de los ciudadanos, lo que le confiere la misión de prevención acotada a ese fin, y en su vertiente de Estado democrático de Derecho debe someter a otros límites a la prevención penal, derivados de la tradición liberal del Estado de Derecho y sustentados en la necesidad de imbuir al Derecho penal de contenido democrático, tales como el principio de legalidad, el de exclusiva protección de bienes jurídicos, el de culpabilidad4, la punibilidad como ultima ratio del Derecho penal, así como los principios de dignidad humana, igualdad y participación del ciudadano (Mir Puig, 2005, pp. 114-115 y 144-145).

En una publicación posterior, Santiago Mir Puig profundizó sobre el tema, aquí sólo destacaremos lo siguiente: el Estado social y democrático de Derecho es un modelo que une, superándolos, a los modelos de Estado liberal y Estado social, con el añadido del tercer elemento que lo distingue, que es la democracia. Los Estados liberal y social históricamente se encuentran en una relación dialéctica de tesis y antítesis,Page 142 cuyo equilibrio logra impedir que la vertiente del Estado social degenere en un intervencionismo autoritario. Así, el concepto de Estado social y democrático de Derecho presupone no solamente el sometimiento de la actuación del Estado social a los límites formales del Estado de Derecho, sino además su inclinación material hacia una democracia real (Mir Puig, 2006, pp. 97-101). El Derecho penal democrático no previene únicamente con el miedo al castigo, sino que pone la pena al servicio del sentimiento jurídico de los ciudadanos, de modo tal que, en un Estado social y democrático de Derecho, al lado de la prevención intimidatoria —conocida también como prevención especial o negativa—, indefectiblemente debe existir la prevención general estabilizadora o integradora, llamada también prevención general o positiva (Mir Puig, 2006, pp. 106 y 334).

2. Enfoque de Luigi Ferrajoli

Este autor, entre otros muchos conceptos, distingue dos distintos tipos de reglas o normas: las primeras sobre quién puede y sobre cómo se debe decidir, que se refieren a la forma de gobierno, de cuya naturaleza depende el carácter políticamente democrático o, por el contrario, monárquico, oligárquico o burocrático, del sistema político; y las segundas sobre qué se debe y no se debe decidir, relativas a la estructura del poder, de cuya naturaleza depende el carácter de Derecho o, a la inversa, absoluto, totalitario o más o menos de Derecho, del sistema jurídico. La primera regla de todo pacto constitucional sobre la convivencia social no es que se debe decidir siempre por mayoría, sino que no se puede decidir o no decidir incluso ni siquiera por mayoría. Aún más, ni siquiera por unanimidad podría un pueblo decidir, o consentir que se decidiera, que una persona muriera o fuera privada sin culpa de su libertad. El paso del Estado absoluto al Estado de Derecho transformó al súbdito en ciudadano, en sujeto titular de derechos no solamente naturales sino constitucionales oponibles al Estado, que queda vinculado frente a aquél. Así, el denominado contrato social ya traducido a pacto constitucional, trasciende su carácter de hipótesis filosófico-política al transformarse en un conjunto de normas positivas que obligan recíprocamente al EstadoPage 143 y al ciudadano, resultando ambos con una soberanía limitada (Ferrajoli, 2004, pp. 858-860).

En un Estado absoluto, el Derecho positivo no es capaz de dar una respuesta efectiva sino meramente formal a los problemas de la legitimación: cuando y como lo quiera el soberano. En el caso extremo de un ordenamiento que no incluyera ningún límite ni prohibición al poder punitivo del Estado, su principio de legitimidad sería: es delito lo que —o es reo el que— desagrada al soberano. En cambio, en un Estado de Derecho, el Derecho penal da respuesta desde dentro a las preguntas sobre el cuándo y el cómo de las prohibiciones, las penas y los juicios (Ferrajoli, 2004, pp. 362 y 364). En un sentido sustancial y social de democracia, no meramente formal o político, el Estado de Derecho equivale a la democracia misma, en cuanto refleja los intereses y las necesidades vitales de todos; de ahí que el garantismo, como técnica de limitación y de contención de los poderes públicos orientada a determinar lo que éstos deben y lo que no deben decidir, es el rasgo estructural y sustancial más característico de la democracia, las garantías tanto liberales como sociales expresan los derechos fundamentales de los ciudadanos frente a los poderes del Estado. Por ello este autor denomina democracia sustancial o social al Estado de Derecho provisto de garantías efectivas, tanto liberales como sociales; y llama democracia formal o política al Estado político representativo, basado en el principio de mayoría como fuente de legalidad (Ferrajoli, 2004, p. 864). El Derecho penal máximo establece la certeza de que ningún culpable quede impune, se basa en el criterio subjetivo de in dubio contra reum; en cambio, el principio equitativo del favor rei, del que la máxima in dubio pro reo es su corolario, es una condición indispensable para configurar el tipo de certeza racional que persigue el garantismo penal. El Derecho penal mínimo establece la aceptación sólo de las acusaciones probadas con certidumbre como requisito de las condenas, debido a las graves consecuencias que ello implica sobre las libertades de los ciudadanos. (Ferrajoli, 2004, pp. 107-108).

3. Ángulo visual de Francisco Muñoz Conde

Al ocuparse de la evolución y del fundamento del principio de legalidad, que este autor denomina principio de intervención legalizada, nosPage 144 da elementos para poder complementar el tema en análisis. Su evolución constituye una conquista de la ideología liberal de los siglos XVIII y XIX, como resultado de la transición de una concepción absolutista del Estado a una liberal. Así, su fundamento político es el del Estado liberal de Derecho, que se distingue por las siguientes características: imperio de la ley, división de poderes, legalidad en la actuación administrativa y garantía de derechos y libertades fundamentales; su fundamento jurídico se lo dio el penalista alemán Feuerbach con la formulación latina del aforismo nullum crimen, nulla poena sine leges5 (Muñoz Conde, 2004, pp. 88 y 91). El principio de legalidad busca evitar el ejercicio arbitrario e ilimitado del poder punitivo del Estado, su aceptación ha requerido un largo camino, con avances y retrocesos hacia sistemas absolutos y arbitrarios o simulados, estos últimos sólo de manera formal mantienen el principio de legalidad pero en la práctica real no lo respetan. De los Estados totalitarios pone dos ejemplos: el Código penal ruso de 1926 establecía que el juez no estaba vinculado a la ley; y el Código penal alemán nazi, reformado en 1935, disponía: “será castigado el que cometa un acto que la ley declare punible o que merezca serlo según la idea fundamental de una ley penal y el sano sentimiento popular”,6 siendo obvio que quienes definían qué debía entenderse por el sano sentimiento popular eran los detentadores del poder ejecutivo, que tenían sometidos a los poderes legislativo y judicial. De ahí la imperiosa necesidad de hacer prevalecer el principio de legalidad, que controle de manera efectiva el poder punitivo del Estado y que mantenga su aplicación dentro de límites que excluyan cualquier arbitrariedad y todo exceso por parte de quienes ejercen dicho poder (Muñoz Conde, 2004, pp. 86 y 90).

4. Una perspectiva de Eugenio Raúl Zaffaroni

De este autor nos ocuparemos de sus reflexiones sobre el proceso inquisitorio y el acusatorio, para diversificar y, al mismo tiempo, complementar lo hasta aquí expuesto.

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El Estado de policía paternalista se erige no solamente en víctima, sino además en acusador, defensor y juez, por ello el procesado no necesita defensa. Ante la emergencia, el Derecho penal se transforma en un poder que debe ejercerse para salvar a la sociedad de un mal aniquilante, con lo que se degrada a Derecho policial que debe detener el avance de una amenaza en curso. El proceso no puede ser más que una investigación basada en el interrogatorio derivado de cualquier dato revelador del peligro, el tribunal es una autoridad policial que investiga y aplica de inmediato la medida coercitiva, sin necesidad de acusación ni defensa. La versión procesal de todo Derecho penal de emergencia es el proceso inquisitorio, desde las inquisiciones europeas hasta la actualidad la estructura autoritaria inquisitorial se reitera en cada periodo de emergencia. En las dictaduras militares latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX, resurgió el inquisitorio en toda su intensidad: las fuerzas armadas en función policial tomaban las decisiones, las desapariciones y las ejecuciones sin proceso fueron, sin lugar a duda, el ejercicio —sin acusación ni defensa— de un poder punitivo inquisitorial. En contraste, en un Estado social y democrático de Derecho las infracciones son lesiones a derechos o bienes jurídicos, reprochables en sí mismas, pero por ello es necesario conocer qué es lo que se imputa al inculpado, precisándolo en una acusación y debatir entre partes las pruebas del caso. Este sistema exige que las funciones procesales se separen claramente y que la materia de acusación, antes del debate o juicio, quede bien determinada, lo que da las bases del proceso acusatorio, que es la manifestación procesal del Derecho penal de garantías (Zaffaroni, 2000, pp. 7-8).

III Concepto y criterios de determinación de la competencia

En este punto partiremos, en forma sucinta, de las consideraciones expuestas por Víctor Moreno Catena, para contar con más elementos para el tema que nos interesa. La competencia es la medida de la jurisdicción, que se define como el conjunto de procesos en que un tribunal, conforme a la ley, puede ejercer su jurisdicción, o bien como la determinación del tribunal que queda sujeto —con exclusión de cualquier otro— a ejercer la potestad jurisdiccional en un caso concreto. Este autor se ocupa de los criterios de determinación de la competencia en el proceso penalPage 146 español, y en particular analiza la competencia objetiva, su variante objetiva rationae personae (aforamiento), la competencia funcional, la competencia territorial o de fueros y la competencia por razón de la conexión de delitos (Moreno Catena en Zaffaroni, 2000, pp. 26-38 y 40-52).

Lo relevante para los efectos del presente trabajo es que la naturaleza misma del sistema legal impone al tribunal del conocimiento el deber de examinar y verificar de oficio su competencia, ello con independencia de que ésta no se haya cuestionado previamente. Del mismo modo, aquélla permite a las partes denunciar la falta de competencia del órgano jurisdiccional respectivo, es decir, tanto al procesado como al ministerio fiscal (en México denominado ministerio público). Este autor destaca algo que es de suma importancia para el criterio sostenido en este trabajo y el anterior, por lo que a continuación lo reproducimos literalmente:

Esto no significa que a las partes les esté permitido utilizar para ello cualquier mecanismo procesal, sino precisamente los establecidos en la ley con tal fin, de modo que les estaría vedado plantear ex novo en casación problemas de competencia que no fueron discutidos en un momento anterior (v.gr., sentencia TS de 12 de septiembre de 1994). [Moreno Catena en Zaffaroni, 2000, pp. 38-40].

La cita anterior es demasiado escueta, pero suficiente para advertir que los problemas de competencia deben ser planteados en términos de ley y en el momento procesal oportuno, lo que no acontece cuando se pretende hacerlos valer ex novo en una instancia jursidiccional inidónea, como en el caso aludido sería la casación.

Ésa es nuestra preocupación, que ya desde el primer trabajo (hoja 9) quedó resumida en los siguientes términos: “Por ejemplo la posible mala fe del fuero que actúa, por espíritu de cuerpo, sin importarle si es competente o no para procesar a uno de sus miembros, ni el ministerio público acusador, ni el juez de primera instancia, ni el tribunal de apelación, ni mucho menos el inculpado, van a cuestionar durante el proceso la competencia que incluso arbitrariamente se llegare a arrogar aquél; sin embargo, al promover el amparo contra la sentencia de apelación el sentenciado, aprovechándose de su propio dolo —porque en el procesoPage 147 penal deliberadamente no lo hizo—, hasta ese momento plantea la incompetencia del fuero que lo juzgó; como efectivamente éste es incompetente, se concede el amparo liso y llano (y no para el efecto de que sea juzgado por el tribunal competente), con lo que se propicia la impunidad”, y que ahora la vinculamos con lo que destaca Moreno Catena en la cita referida en el párrafo anterior.

IV La Corte Penal Internacional y el principio non bis in idem

Conviene hacer una breve reseña de los antecedentes de la Corte Penal Internacional (CPI), cuya creación ya se contemplaba en el artículo 6º de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 9 de diciembre de 1948, pero no fue sino hasta 1989 que se iniciaron los trabajos previos (aprobados en 1994) para establecer un comité preparatorio que trabajó de 1996 a 1998 en la elaboración de un proyecto de Estatuto de la CPI. Este proyecto se analizó en la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios celebrada del 15 de junio al 17 de julio de 1998 en Roma, Italia, con la participación de 160 Estados miembros de las Naciones Unidas, quedando abierto para su firma o ratificación, y, de conformidad con su artículo 126, entró en vigor el 1º de julio de 2002, al haber sido ratificado el 11 de abril de ese año por el sexagésimo Estado (Bassiouni, 2002, pp. 157 y 371). En su artículo 5 se señalan los crímenes competencia de la CPI: genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y crimen de agresión (respecto de este último la CPI ejercerá competencia una vez que se apruebe su definición, lo que sigue aún pendiente).7 De ellos, el genocidio,8 para su inclusión en elPage 148 ámbito de la competencia material de la CPI, fue el que tuvo menos problemas, al ser una reproducción literal de la definición dada en la Convención de 1948 sobre el tema, que consiste en los “actos perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal” (Lirola Delgado y otra, 2001, pp. 115-116; y García Ramírez, 2004, p. 65). A diferencia de los tribunales internacionales de Nüremberg (8 de agosto de 1945) y Tokio (19 de enero de 1946), y de los tribunales penales internacionales para la ex Yugoslavia (25 de mayo de 1993)9 y Ruanda (8 de noviembre de 1994),10 que constituyen tribunales ad hoc establecidos ex post facto —más con criterios políticos que de estricto derecho—, la CPI está concebida para funcionar de manera permanente, y conforme a su artículo 11: “tendrá competencia únicamente respecto de crímenes cometidos después de la entrada en vigor del presente Estatuto”. Su relevancia es reconocida unánimemente, aquí sólo citaremos tres opiniones: la de Ferrajoli, para quien es evidente la importancia histórica de la entrada en funciones de la CPI, que representa un cambio de paradigma del Derecho internacional, al ofrecer garantía jurisdiccional contra los crímenes de su competencia (2005, p. 128); la de Sánchez Legido, para quien la CPI representa un hito decisivo en la configuración institucional de la comunidad internacional y constituye un paso de gigante en el antiguo anhelo de una justicia universal (2004, p. 304); y la de Hormazábal Malarée y Bustos Ramírez, para quienes la creación de la CPI permite reflexionar sobre un Derecho penal necesario para hacer efectiva la responsabilidad individual de los violadores de derechos humanos, y con ello reafirmar los derechos y libertades individuales como valores democráticos esenciales (2004, p. 24).

El principio non bis in idem opera ante la CPI impidiendo que una persona sea juzgada por segunda vez ante ella, por una conducta que haya dado pauta a crímenes por los que esa persona ya haya sido conde-Page 149nada o absuelta por la propia CPI (artículo 20, 1); también opera ante el sistema jurídico nacional de un Estado parte, cuando la misma conducta criminosa perseguida ya fue materia de condena o absolución por la CPI (artículo 20, 2); asimismo opera, mas no en todos los casos, cuando un individuo haya sido previamente condenado o absuelto por un tribunal interno por una conducta que haya servido de base a un crimen conforme al Estatuto, supuesto en el que no será juzgado por la CPI (artículo 20, 3). Sin embargo, en esta última hipótesis el principio non bis in idem es inoperante si el proceso en aquel tribunal obedeciera al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad penal (artículo 20, 3, a); o no hubiera sido instruido en forma independiente e imparcial o, en su caso, fuera incompatible con la intención de someter a la persona a la acción de la justicia (artículo 20, 3, b).11

Uno de esos subterfugios, entre otros que se pueden dar, es el juzgamiento por tribunal incompetente; v.gr., a sabiendas de su incompetencia, el fuero castrense procesa y condena de manera benigna al inculpado por genocidio12 (artículo 149 bis del Código Penal Federal mexicano). Siendo que la competencia correspondía al fuero federal, el amparo en México se le concedería liso y llano y no para el efecto de que sea juzgado por el fuero competente, provocando con ello la sustracción del acusado a la acción de la justicia, supuesto en el cual es inoperante el principio non bis in idem ante la CPI, ya que en realidad no habría habido juzgamiento efectivo alguno. En este punto Dondé Matute, al comentar el párrafo 3 del artículo 20 del Estatuto de la CPI, sostiene:

... si se actualizan los supuestos de este precepto los tribunales nacionales resultarían incompetentes para conocer del asunto. Se actualizaría la competencia de la Corte Penal Internacional; por lo tanto, nada de lo actuado ante los tribunales nacionales tendría validez jurídica. Al no tener validez jurídica lo actuado internamente, no se actualizaría el doble juicio, presupuesto indispensable para manifestar una violación al principio [non bis in idem] (2006, p. 189).

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Guardada la debida proporción, esto es lo que sostuvimos desde el primer trabajo al aludir, al interior de un orden jurídico nacional, al principio de Derecho procesal que dice que todo lo actuado por juez incompetente es nulo, de modo tal que, al no haber un juicio anterior legalmente existente, no hay impedimento para que el tribunal competente pueda actuar sin violar el principio non bis in idem, o cuando menos éste resulta justificadamente inoperante en un caso así.

Otras excepciones al —o la inoperancia del— principio non bis in idem en el Derecho penal internacional, se encuentran en el artículo 35 del Convenio Europeo sobre Transmisión de Procedimientos en Materia Penal de 1972, y en el artículo 4 del protocolo 7 del Convenio Europeo sobre Derechos y Libertades Fundamentales de 1950: el primero distingue entre el Estado que solicita a otro la instrucción de un procedimiento y los demás Estados contratantes, sólo para aquél opera el non bis in idem, los restantes Estados no están obligados a reconocer este principio “si el hecho que haya dado lugar a la sentencia hubiese sido cometido contra una persona, una institución o una propiedad con carácter público o si la persona contra la que se pronunció la sentencia tenía carácter público en ese Estado”; y el segundo, en su párrafo 1, establece el non bis in idem cuando ya hubo absolución o condena, pero en su párrafo 2 lo hace inoperante al permitir “la reapertura del proceso, conforme a la ley y al procedimiento penal del Estado interesado, cuando hechos nuevos o revelaciones nuevas, o cuando un vicio esencial en el procedimiento anterior pudieran afectar a la sentencia dictada” (Cfr. García Ramírez, 2004, pp. 92 y 214 notas 164 y 165). Todos estos ejemplos son relevantes para el punto de vista que hemos venido defendiendo desde el primer trabajo y ahora en el presente, porque mueven a la reflexión y reafirman mi convicción, pues qué mayor vicio esencial en el procedimiento anterior que la incompetencia legal del tribunal actuante sin facultades para ello.13

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V Conclusión

La intención de este segundo trabajo fue darle continuidad al primero y, al mismo tiempo, explorar un ámbito más amplio como lo es el Derecho penal internacional, con particular énfasis en el Estatuto de la CPI, antes, sin embargo, era indispensable realizar una apología de los valores que animan al Estado social y democrático de Derecho y que tengo en alta estima, para subrayar mi respeto por éste y para aclarar que con el criterio aquí sostenido no pretendo ir en su contra, sino abrevar de su vertiente de Estado social para tratar de justificar que, sobre todo en delitos graves, no puede operar el principio non bis in idem ante el juzgamiento por tribunal incompetente, máxime cuando ni el órgano jurisdiccional ni las partes durante el proceso alegaron ese vicio de procedimiento, sino que, aprovechándose de su propio dolo, el sentenciado lo plantea hasta el amparo (en México). Estimar la operancia de dicho principio en un caso así es propiciar y hasta fomentar la impunidad, porque la estrategia defensiva de mala fe —con todos los tentáculos que es susceptible de desplegar— encontraría el camino seguro para en amparo lograr la insubsistencia del juicio anómalo y obtener con ello el certificado de impunidad al no permitirse su juzgamiento por el tribunal competente; lo cual consideramos es inadmisible en un Estado social y democrático de Derecho.

El límite de 10 hojas nos obliga a poner punto final al presente trabajo, aun cuando quedan todavía otros aspectos pendientes por analizar, cuya solución no será nada pacífica, pero que tendrán que ser abordados en su oportunidad.

Bibliografía

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[1] Como la extinta URSS y el bloque de países comunistas.

[2] Como la Alemania hitleriana, la Italia fascista, la España franquista, y las dictaduras militares del cono sur en América Latina.

[3] Que incluyó la distorsión de las medidas de seguridad, como en el código fascista de 1930 que alargaba las penas por simples razones de contención y por tiempo ilimitado, con la excusa de que tenían carácter administrativo y no penal; o el código brasileño de 1940 que alegaba no violar el límite constitucional de hasta 30 años como máximo de las penas privativas de libertad, por estimar que se trataba de medidas y no de penas. (Cfr. Zaffaroni, 2006, p. 134).

[4] En una obra posterior, el autor que nos ocupa agrega antes del principio de culpabilidad el de proporcionalidad (Mir Puig, 2006, p. 105).

[5] En sentido similar, aun cuando matizado (Cfr. Mir Puig, 2005, p. 114 y nota 2).

[6] Ferrajoli al ocuparse de este precepto totalitario, denominado Führerprinzip, en su última parte lo refiere como “sano sentimiento del pueblo”, citando al efecto a G. Maggiore (Ferrajoli, 2004, pp. 115-116 nota 27).

[7] Al respecto Ferrajoli, con justa razón, sostiene lo siguiente: “...habría que poner en operación, lo antes posible, la competencia de la Corte Penal Internacional también en relación con el crimen de la ‘guerra de agresión’, [...] llegando rápidamente a su definición para delimitar rigurosamente la hipótesis de la ‘legítima defensa’, que hoy es peligrosamente invocada también a título preventivo en caso de simple sospecha de agresión” (Ferrajoli, 2005, p. 127).

[8] Zaffaroni destaca que el vocablo genocidio lo creó Lemkin en 1944, del griego geno que significa raza, tribu, y del latín cidere que significa matar. Señala además, atinadamente, que el genocidio no es “otra cosa que el producto más formidablemente letal del propio poder punitivo desbocado” (Zaffaroni, 2005, pp. 197 y 198 nota 243).

[9] En señalar esta fecha son coincidentes Delgado Cánovas (2000, p. 5) y Lirola Delgado y otra (2001, p. 41); en cambio Broomhall (en Bassiouni, 2002, p. 154) dice que el TPIY se “instituyó el 11 de febrero de 1993”; y García Ramírez refiere que “quedó establecido” el 22 de febrero de 1993 (2004, p. 31).

[10] Para un análisis detallado de las diferencias y puntos en común de todos estos tribunales ad hoc, puede consultarse Delgado Cánovas (2000, pp. 1-67).

[11] El texto íntegro del Estatuto de la CPI se puede consultar en Bassiouni (2002, pp. 219-344).

[12] Este delito se encuentra previsto en el artículo 607 del código penal español.

[13] En el ámbito de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es ilustrativo el caso Cesti Hurtado contra el Perú, en el que se ordenó anular el proceso seguido por tribunal incompetente por la forma en que actuó, pero dejando a salvo las facultades de las autoridades que resulten competentes. (Cfr. Remotti Carbonell, 2003, pp. 276, 300 y 340).

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