De la democracia

AutorManuel Eduardo De Gorostiza
Páginas109-110
XVII. DE LA DEMOCRACIA
P
ERO
aun cuando el pueblo sea su propio soberano, aun
cuando sea el que deba constituir la comunidad y el gobier-
no, y aun cuando sea el que después deba dirigir la acción
ciega de los instrumentos de poder que él mismo fabricó,
para que otros no los usen alguna vez en su daño, ¿qué se
adelanta, con todo eso? ¿No se ha establecido en esta misma
cartilla que la forma oclocrática es impracticable? ¿No había
dicho antes Rousseau “que el pueblo no puede tampoco de-
legar la soberanía, y que la abdica tan luego como no la ejer-
ce”? Pues si no puede ni ejercer ni delegar su soberanía, para
qué le sirve entonces, ni a qué reconocérsela nosotros, cuan-
do en vez de esta soberanía especulativa podemos sustituir
otra más real, y que sin tanto derecho nos proteja sin embar-
go más. Ea aquí lo que nos podrán objetar en último resorte
nuestros adversarios de buena fe, y en quienes nuestros ra-
ciocinios hayan podido hacer alguna mella. Decimos de bue-
na fe, porque los de mala no se convencen ni titubean nunca.
Nuestra respuesta sería ésta: sí, verdad es que un pue-
blo por poco numeroso que sea, ni puede constituirse por sí
mismo, ni gobernarse: también lo es que en ningún caso
puede ceder o delegar su soberanía; pero ¿quién le ha nega-
do hasta ahora el derecho de hacerse representar?, ¿quién
la posibilidad de hacerlo?, ¿quién la conveniencia, si elige
representantes de tal modo identif‌icados con sus intereses,
que tengan por precisión que representarle bien?
De la necesidad que el pueblo tenía de obrar como so-
berano, y de la imposibilidad que también tenía de reunirse
como pueblo para deliberar antes de obrar, tuvo que resul-
tar al cabo la elección popular y la representación.
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