La decisión

AutorJosé C. Valadés
Páginas289-350
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Capítulo XV
La decisión
ALTO EN LA GUERRA CIVIL
Los ánimos civiles y guerreros, movidos por las ambiciones y rivali-
dades despiertas desmesuradamente en toda la República, lejos de
apaciguarse con el triunfo político y militar del partido constitucio-
nalista y con la Junta de los jefes y gobernadores revolucionarios en
la Ciudad de México, continuaban levantiscos, como si nada hubiese
ocurrido o concurrido a resolver no sólo los problemas personales,
sino los tantos que atañían al bienestar y prosperidad de la nación.
La segunda guerra civil había liquidado el tema de la anticons-
titucionalidad. La bandera de la legalidad ondeaba de nuevo en el
Palacio Nacional. Esto no obstante, y sin que sobre la superficie
apareciera la causa, reinaba la inquietud. Era inoculto, como com-
plemento de la intranquilidad anímica de la gente mexicana, que el
estado de cosas que existía desde la caída de la autoridad militar del
general Victoriano Huerta, sólo constituía una tregua a las guerras
que tan costosas en sangre y dinero resultaban para el país.
En efecto, todo lo que circundaba a los caudillos y todo lo que
en hombres y deseos se manifestaba bajo el cielo de México, hacía
creer que aquella lucha para vengar las muertes del presidente y
vicepresidente de la República y restaurar el régimen constitucio-
nal —lucha que había tenido las características de una verdadera
epopeya, puesto que nada midieron ni pesaron quienes abandonan-
do su tranquilidad engrosaron las filas de los Ejércitos revoluciona-
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José C. Valadés
rios— no estaba terminada. Y es que no podía finalizar en meros he-
chos de orden; tampoco en promesas de los más diversos géneros.
Una idea de felicidad política y de generosa ventura personales se
había apoderado de los combatientes victoriosos; ahora que dentro
de tal idea no se hallaba conjugada ninguna ganancia pingüe. El ma-
yor de los deseos públicos o privados no sólo de la élite revolucio-
naria, antes de los modestos y rústicos individuos que, originarios
de todos los rincones de la República, simbolizaban una grande y
triunfante migración humana, consistía en asegurar para siempre,
una manera de concursar en los negocios civiles y administrativos
de la nación, de los cuales estuvieron excluidos no tanto por doctri-
na, cuanto por desdén.
Ignoraban aquellos hombres, que representaban el cuerpo físico
de la Revolución, en qué consistían a ciencia cierta, los negocios ci-
viles y administrativos de México, puesto que el Estado, desde los
días de la Independencia había tenido una formación separada de la
gran masa rural que era la nación mexicana. Pero si no podían deter-
minar con precisión qué eran los negocios civiles y administrativos,
sí intuían la posibilidad de ganar, como consecuencia del triunfo re-
volucionario, una posición personal, retribuida o no, pero de todas
maneras singularizada en el mando, porque gracias a la inspiración
de la guerra, quién más, quién menos de los mexicanos quería man-
dar. El pensamiento de imponer reglas, de ser superior, de poseer
cuando menos destreza en el dominio del caballo, estaba ungido al
pensamiento fundamental de la Revolución. Y esto constituía, para los
revolucionarios victoriosos, un verdadero acicate, que puesto en fun-
ción, determinaba en aquella gente la necesidad de una tregua de paz,
durante la cual deberían ser medidas las aptitudes de los hombres.
Influía también en el deseo general de que se hiciese un alto en
las actividades bélicas, el deseo que llevaban dentro de sí los revo-
lucionarios, de pagar al país la deuda originada con la destrucción
civil, la paralización de las fuentes de trabajo, el acrecentamiento de
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los precios, las escaseces en la alimentación e indumentaria, en la
súbita migración de personas de las más diferentes índoles sociales.
Los revolucionarios, pues, deseaban un momento de paz, para pro-
bar al país que tenían la capacidad suficiente para pagar los males
que, sin quererlo, habían producido a la sociedad.
Influía, por fin, en el proyecto de ver terminadas las empresas de
guerra, el placer y contento que producían no sólo a los Ciudadanos
armados, sino a la gente pacífica que había emigrado a la Ciudad de
México, el hecho de que ésta se salvase de las consecuencias de la
guerra; porque la vieja capital, después de sufrir los males e infortu-
nios de la Decena Trágica, no quería más escenas cruentas en sus
calles, y anhelaba a solazarse, como en los días del régimen porfiris-
ta, en sus bienes y divertimientos.
Verdad es que el general Álvaro Obregón y otros caudillos re-
volucionarios, habían desdeñado y ofendido pública y severamente
a la Ciudad de México. Verdad que ésta se hallaba castigada en el
castigo a sus viejas y elegantes castas de gobernantes, funcionarios
y gente rica; mas era tan altiva y poderosa la metrópoli mexicana,
que en lugar de sentirse acongojada, mayor soltura y ligereza daba
al placer, máxime que dentro de estos sentimientos, tenía atrapa-
das a las ingenuas almas rurales que constituían la parte principal
de la Revolución. De esta manera, atraídos por las huellas del gran
poder y hermosura que el régimen porfirista diera a la capital de la
República los revolucionarios se desentendían de sus principios, así
como de sus proyectos vengativos, para creer en una cercana vida
de comodidad, así como de ascensos y triunfos políticos.
El piso de la Revolución, pues, era temblante en septiembre de
1914. La posesión de la Ciudad de México hacía entrever a los hom-
bres originarios de la masa rural, que habían llegado victoriosos al
Palacio Nacional, horizontes diferentes a las que contemplaran en
los campamentos del norte y noroeste de México. Ahora, el propio
Primer Jefe, Venustiano Carranza, quien apremió en su resolución

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