El daño

AutorRonald Dworkin
Páginas350-366
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XIII. EL DAÑO
COMPETENCIA Y PERJUICIO
A continuación, dos historias tristes. 1) Estás haciendo senderismo en
el desierto de Arizona con un extraño, ambos son picados por serpien-
tes de cascabel y tú ves a medias enterrada en el polvo una ampolla de
antídoto. Los dos se precipitan en su búsqueda, pero tú estás más cerca
y la agarras. Tu compañero te ruega que se la des, pero tú la abres y
tomas todo su contenido. Tú vives y él muere. 2) Como antes, pero esta
vez él está más cerca del antídoto y lo agarra. Le ruegas que te lo dé,
pero él se niega y está a punto de abrir la ampolla y tomarlo. Tienes una
pistola; lo matas de un tiro y tomas el antídoto. Tú vives y él muere.
De acuerdo con una versión pura del consecuencialismo imperso-
nal, no hay una diferencia intrínseca en las dimensiones morales de
estas dos historias, porque el resultado, en sí y juzgado desde una cruda
perspectiva impersonal, es el mismo. Si tú eres un músico joven, popu-
lar y consumado, y el extraño es un viejo inútil, se justifi ca tanto que
tomes el antídoto en la primera historia como que le dispares en la se-
gunda. Pero si sus cualidades son las contrarias —tú eres viejo y careces
de talento y él es el joven músico—, ninguna de tus dos acciones se jus-
tifi ca. Tu deber es producir el mejor resultado con los recursos que tie-
nes, y el mejor resultado lo determinan los atributos de las personas que
mueren y siguen vivas, no la mecánica utilizada para producir dicho
resultado. Desde luego, si tu acto en una y otra historia tiene consecuen-
cias adicionales, estas tal vez hagan que las cosas sean muy distintas; por
ejemplo, si tu acto en el segundo caso debilita un útil tabú contra el
asesinato, esto podría hacer que ese acto fuera incorrecto, aun cuando
el hecho de que tú mismo tomaras el antídoto en la primera historia no
lo fuera. Pero si suponemos que los dos actos tienen exactamente las
mismas consecuencias, porque el mundo no se entera de ninguno de
ellos, un consecuencialista puro podría estimar que son lo mismo.
Historias como estas de las serpientes de cascabel se consideran en
general como turbadoras para el consecuencialismo. Pero en otros con-
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textos muchos consecuencialistas se alegran de apoyarse en la supuesta
equivalencia entre matar y dejar morir. Dicen que, como solo cuentan las
consecuencias, no hay una diferencia moral general entre permitir que
alguien muera cuando uno puede salvarlo y matarlo directamente. Sos-
tienen que la indiferencia ante los africanos hambrientos es moralmente
equiparable al hecho de matarlos. Para la mayoría de la gente, empero,
matar a alguien parece mucho peor que dejarlo simplemente morir. En
rigor, y para generalizar, parece mucho peor herir a alguien que renunciar
a ayudarlo cuando es posible hacerlo. De acuerdo con este punto de vista
mucho más popular, se justifi ca que te apropies del antídoto en la primera
historia, pero no que mates al extraño para conseguirlo en la segunda, y
aun cuando sea incorrecto que no hagas un mayor aporte a los programas
africanos de asistencia, esa actitud no es el equivalente moral de tomar
un avión a Darfur para matar allí a unos cuantos africanos. Sin embargo,
si ese es nuestro punto de vista, necesitamos explicar la diferencia, dado
que las consecuencias parecen similares en los dos pares de situaciones.
Como un intento de justifi car lo que parece la posición natural, al-
guien podría decir que en las dos historias las consecuencias no son
realmente las mismas porque entre ellas se incluyen el asesinato y el
robo en la segunda pero no en la primera, y tanto uno como otro son
malos. Sin embargo, esta supuesta explicación no hace sino darse el
gusto de llegar a la conclusión que queremos alcanzar. ¿Por qué el ase-
sinato de un extraño es una consecuencia peor que el mero hecho de
dejarlo morir cuando uno podría salvarlo? Solo es peor si matar a al-
guien es, por su mera naturaleza, peor que dejarlo morir, y eso es justa-
mente lo que la explicación se propone demostrar. Tampoco ayuda de-
cir, como hacen algunos fi lósofos, que aspirar a la muerte de alguien es
un crimen moral especial, peor que mantenerse al margen mientras la
persona muere, aunque uno pueda evitarlo. Eso es lo que siente la ma-
yoría de la gente, sin lugar a dudas, pero es preciso entender por qué es
peor, porque el extraño muere en los dos casos y nuestro motivo —sal-
var la vida o ahorrarnos una molestia, quizá— podría ser el mismo en
ambos. Algunos fi lósofos dicen que matar a una persona es peor que no
ayudarla, porque el matar implica una violación de la inviolabilidad de
las personas. Pero la afi rmación de inviolabilidad no hace más que re-
formular la convicción general; no propone un argumento en su favor.
El consecuencialista descripto por mí, que cree que matar y dejar
morir son moralmente equivalentes, sigue una moral de la autoabnega-

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