La cuartelada

AutorJosé C. Valadés
Páginas405-466
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Capítulo IX
La cuartelada
DISPOSITIVOS PARA EL PRONUNCIAMIENTO
Preso, como ya se ha dicho, en Santiago Tlatelolco por el fracaso de
su pobre y desaliñada aventura guerrera, en diciembre de 1911, el
general Bernardo Reyes espiaba, desde su prisión la pasos de sus
amigos y allegados que llevaban a cabo las maniobras externas con
el fin de sublevar a la guarnición militar de la Ciudad de México.
Reyes no tenía en sus manos los medios más propios y conve-
nientes, para derrocar al gobierno de Madero; pero ¿cuándo el general
Reyes a lo largo de su carrera de ambiciones había vivido la realidad
política y civil de México?
Si exento en esta vez, como en las anteriores, de instrumentos
prontos y eficaces para el género de sublevación que tenía en mente
y que atizaba desde su encierro, el general Reyes disponía, en cam-
bio, de dos fuertes columnas en los generales Mondragón y Ruiz;
pues si bien cierto es que ambos no correspondían totalmente al ban-
do reyista, como militares conspiradores tenían afinidades con todos
los inconformes del maderismo. Además a esa hora, estaban perdi-
dos los linderos de las personalidades, y en la superficie todo parecía
seguir un único fin con la negociación de cualquier bandería política
o de cuartel.
De los dos jefes militares que dirigían la conspiración, Mondra-
gón poseía más impulsos de agresión que Ruiz; ahora que no tenía
la rectitud y el desinterés de éste. Mondragón, por otra parte, si no
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José C. Valadés
era la contextura moral de Ruiz, en cambio gozaba de la simpatía
dentro del Ejército; pues acreditado como buen táctico y también
como supuesto perfeccionador de las armas francesas y alemanas,
pero principalmente de los cañones fabricados en Francia, esto le
daba mucho vuelo, pompa y suficiencia. Carecía, por otro lado, de
escrúpulos y sus apetitos de mando y poder eran invencibles y ma-
nifiestos; aunque su carácter no le permitía hacer partido ni ser líder
de partido, con lo cual estaba siempre destinado a servir como ins-
trumento de los mayores, sin poseer palabra capaz de hacer direc-
ción o escuela.
Más personaje, no sólo por su edad y experiencia, sino por sus
actitudes reflexivas, sus disposiciones de mando y la responsabili-
dad que daba a los compromisos que contraía, era el general Ruiz.
Sin embargo, mucho pesaba en éste la idea de que él, y únicamente
él, podía ser el vengador de la derrota del Ejército Federal en 1911; y
como suele acontecer con quienes pretenden ser los héroes ineludi-
bles del desquite, confiaba tanto en su hazañería que no medía sus
palabras, ni sus órdenes, ni sus decisiones.
Ruiz había aguardado con tranquilidad los resultados del levan-
tamiento del general Félix Díaz en Veracruz. Había aguardado, asi-
mismo, la reacción que la oposición política a Madero, hecha desde
la tribuna de la Cámara de Diputados y en las columnas de la prensa
periódica, pudiera producir en el ánimo popular. Había aguardado,
en fin, a la retonificación del porfirismo, atolondrado como conse-
cuencia de la victoria maderista. Ruiz era de los individuos que sa-
bían esperar; pues no ignoraba que en el orden político hay días que
representan la crisis y que por lo mismo pueden ser aprovechados,
para los fines de la subversión.
Después del fracaso del brigadier Díaz en Veracruz, el desaliento
se había apoderado de los contrarrevolucionarios. El general Reyes
creyó que todo estaba perdido. Mondragón se retiró cautelosamen-
te de la empresa conspirativa. Los cuarteles en el Distrito Federal, a
José López Portillo y Rojas, Félix Díaz, Manuel Mondragón y Emilio Rabasa, entre otros, 1913

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