La era cristiana primitiva: el tiempo y la comunidad

AutorSheldon S. Wolin
Páginas124-174
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IV. LA ERA CRISTIANA PRIMITIVA:
EL TIEMPO Y LA COMUNIDAD
Ya no sois más extraños y extranjeros, sino conciuda-
danos con los santos…
Nuestra comunidad ya existe para nosotros en el cielo…
SAN PABLO
EL ELEMENTO POLÍTICO EN EL CRISTIANISMO PRIMITIVO:
EL NUEVO CONCEPTO DE COMUNIDAD
Los problemáticos siglos que siguieron al establecimiento de la monarquía im-
perial en Roma encontraron a la tradición del pensamiento político occidental
en extremo debilitada. Se había fracasado en todos los aspectos: incapacidad
de afrontar las implicaciones del poder concentrado, incapacidad de indicar
formas y medios para captar un sentimiento de integración participativa e in-
capacidad de preservar la integridad distintiva del conocimiento político. Los
pensadores helenísticos y romanos se habían esforzado por explicar las nuevas
magnitudes de la política, la extensión del espacio, la centralización del poder
y el crecimiento sin precedentes de la comunidad, pero, finalmente, habían
confesado que eran incapaces de proporcionar nuevos conceptos teóricos que
fueran tanto políticos como inteligibles. El intento de ordenamiento de los fenó-
menos
políticos mediante categorías cosmológicas indica que las magnitudes
recién aumentadas de la política habían dejado tan atrás la comprensión políti-
ca que sólo los conceptos cósmicos parecían pertinentes.
La reconstrucción del pensamiento político resultó un proceso largo y arduo
que abarcó varios siglos y reveló giros curiosos. Fue un proceso que comenzó
como una paradoja y terminó como una ironía. Con el fracaso de la filosofía, le
tocó al cristianismo revivir el pensamiento político. Esto puede parecer contra-
dictorio a la luz de la creencia común de que, en su etapa temprana, el cristia-
nismo profesó una resuelta indiferencia a los asuntos políticos y sociales y sus
seguidores parecían absortos en preocupaciones “de otro mundo”. Sin duda,
no es difícil reunir pruebas de que, en los primeros dos siglos, los cristianos
creían que los asuntos políticos eran por completo inoperantes para abordar
los problemas fundamentales de la existencia humana. Tenían grandes espe-
ranzas de que eran inminentes los “últimos días” y, por lo tanto, ¿qué necesidad
había de que los cristianos se dedicaran a la política cuando el orden político
formaba parte de un sistema destinado a desaparecer en el Apocalipsis? ¿Acaso
no había declarado Jesús: “Mi reino no es de este mundo […] y los que disfru-
LA ERA CRISTIANA PRIMITIVA: EL TIEMPO Y LA COMUNIDAD 125
tan de este mundo, como si no lo disfrutasen; porque la apariencia de este
mundo se desvanece”?1 Además, la orientación apolítica del cristianismo pri-
mitivo parecía confirmada por la forma en que gradualmente estableció una
identidad distinta del judaísmo. La experiencia religiosa de los judíos había si-
do fuertemente teñida por elementos políticos; la Iglesia y la nación habían es-
tado reunidas en un solo concepto. Los términos del acuerdo entre Yahvé y el
pueblo por él escogido a menudo habían sido interpretados como una promesa
del triunfo de la nación, el establecimiento de un reino político que permi-
tiría a los judíos gobernar el resto del mundo. La figura del Mesías, a su vez,
aparecía no tanto como un agente de redención, sino como el restaurador del
reino davídico.2 No obstante, en las enseñanzas del cristianismo primitivo el
rechazo del nacionalismo judío (“no hay griego ni judío, circuncisión ni incir-
cuncisión”) y el dramático rechazo de Jesús a aceptar el papel de Mesías-rey
añadieron más coherencia a la afirmación del nuevo movimiento de estar por
encima de la política.3
Dadas estas tendencias marcadamente apolíticas, la tesis de que la nueva
religión contribuyó considerablemente a la revitalización de la teoría política
sólo puede ser sostenida adoptando un enfoque poco ortodoxo. La mayoría de
los análisis comienzan aceptando de manera literal la afirmación de los cristia-
nos de ser un movimiento no contaminado por la política. Esto conduce a una
especie de interpretación hegeliana en la cual los numerosos contactos entre la
nueva secta y el orden político son vistos como un encuentro dialéctico en el
que la tesis puramente política se enfrenta con la antítesis puramente religiosa.
En este capítulo, expresaré mi desacuerdo con esa interpretación. La trascen-
dencia del pensamiento cristiano para la tradición política occidental no reside
1 San Juan, 18: 36; Romanos, 12-2; 1a Epístola a los corintios 7: 31. Todas las citas de la Biblia
han sido tomadas de La Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento, antigua versión de Casiodoro de
Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602); otras revisiones: 1862, 1909 y 1960, Socieda-
des Bíblicas Unidas, 1994.
2 Daniel, 7: 9, 13, 27. Véase también Hans Lietzmann, A History of the Early Church [Historia de
la Iglesia primitiva], 4 vols., Lutterworth Press, Londres, 1949-1951, vol. I, pp. 25 y ss.; Rudolf Bul-
tmann, Primitive Christianity in Its Contemporary Setting [El cristianismo primitivo y su contexto
contemporáneo], Meridian, Nueva York, 1956, pp. 35-40, 59-93; G. F. Moore, Judaism [Judaísmo],
3. vols., Harvard University Press, Cambridge, 1927-1930, 1: 219 y ss.
3 A los colosenses, 3: 11; San Mateo, 4: 2-11; Gálatas, 3: 28. Véase también J. Lebreton y J. Zeiller,
The History of the Primitive Church [La historia de la Iglesia primitiva], 4 vols., Burns, Oates, and
Washbourne, Londres, 1942-1947, 1: 42 y 43. El Salmo 17 contiene una descripción del rey-Mesías
junto con marcados elementos de nacionalismo fariseo. Es incluso posible que la despolitización
de la figura mesiánica contribuyera a la reacción judaica ante el “escándalo de la Cruz”; para los
judíos, el Mesías representaba no sólo el cumplimiento de una promesa religiosa, sino un rey, es
decir, una figura política que conduciría al pueblo elegido a la supremacía política. En consecuen-
cia, cuando el autoproclamado Mesías, indefenso y abandonado, fue crucificado por los romanos,
a los judíos les fue difícil identificarlo con el triunfante héroe político de la tradición judaica. Véa-
se el análisis presentado en la obra de Lebreton y Zeiller, 1: 58 y 59.
126 PRIMERA PARTE
tanto en lo que tenía que decir acerca del orden político, sino, básicamente, en
lo que tenía que decir acerca del orden religioso. El intento de los cristianos de
comprender la vida de su propio grupo proporcionó una fuente nueva y muy
necesaria de ideas para el pensamiento político occidental. El cristianismo tuvo
éxito donde habían fracasado las filosofías helenística y clásica tardía porque
propuso un ideal nuevo y poderoso de comunidad que instaba a los hombres a
volver a una vida de participación significativa. Si bien la naturaleza de esta
comunidad contrastaba notablemente con los ideales clásicos y a pesar de que
su propósito último estaba más allá del tiempo y el espacio históricos, contenía
ideales de solidaridad e integración que iban a dejar un sello perdurable, no
siempre para bien, en la tradición occidental del pensamiento político. Al mismo
tiempo, el movimiento rápidamente evolucionó para convertirse en una forma
social más complicada que un conjunto de creyentes mantenidos juntos en el
fervor y el misterio; la comunidad mística pronto fue encerrada en su propia
estructura de gobierno. Como veremos, esto provocó problemas nuevos igual-
mente pertinentes para el pensamiento político.
También había cierta ironía en estos acontecimientos. La notable propaga-
ción del cristianismo y la evolución de su compleja vida institucional fueron
acompañadas de una politización de la Iglesia, tanto en el comportamiento como
en el lenguaje, que tuvo el efecto indeliberado de continuar la educación políti-
ca de Occidente. Al perseguir fines religiosos, el liderazgo de la Iglesia se vio
obligado a adoptar formas políticas de comportamiento y modos políticos de
pensamiento. La larga tradición de civilidad incorporada “dentro” de la Iglesia,
que se volvió más importante cuando la Iglesia actuó como un heredero uni-
versal del Imperio romano, endeudó eternamente a Occidente, puesto que la
experiencia significó nada menos que se conservaran las formas políticas de
pensamiento y acción. No obstante, la ironía reside en el hecho de que la Igle-
sia pagó un precio, que fue exigido estrictamente en la Reforma: la pérdida de
vitalidad religiosa. El debilitamiento de la Iglesia permitió no sólo que los go-
bernantes temporales establecieran su libertad de acción y demostraran cuán
bien habían aprendido sus lecciones políticas, sino también que la politización
del pensamiento religioso, que siempre había acompañado la fusión de la iden-
tidad puramente religiosa de la Iglesia en un compuesto político religioso, abrie-
ra el camino para el desarrollo de un corpus autónomo de teoría política que
una teología comprometida no podía contener.
Estos hechos tuvieron sus orígenes en un acontecimiento que a menudo es
pasado por alto en la teoría política, pero que fue crucial desde la perspectiva
de los primeros cristianos. El drama de la crucifixión había sido representado
con un telón de fondo político; el Señor de los cristianos había sido ajusticiado
por orden de un régimen político.4 Este acto hizo imposible que los cristianos
4 San Lucas, 13: 32 y 33, y el análisis de Oscar Cullmann en The State in the New Testament,
Scribner’s, Nueva York, 1956, pp. 24 y ss. [existe traducción al español: El Estado en el Nuevo Tes-

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