La Constitución y el sistema penal: setenta y cinco años (1940-2015)

AutorSergio García Ramírez
Páginas3-30

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I Academia e instituto: la circunstancia

ESTE ARTÍCULO se inscribe en el marco de una doble celebración -ni social ni política-, asociada al desarrollo del sistema penal mexicano, y sirve a un propósito vinculado con aquella circunstancia: el examen de esta materia en las XVI Jornadas sobre Justicia Penal (Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 3-6 de noviembre de 2015). En este foro participó un amplio grupo de académicos y profesionales del derecho y otras áreas del conocimiento vinculadas con aquél, catedráticos, investigadores, juzgadores, con el propósito de analizar la marcha de las disciplinas penales -ideas y prácticas- en el curso de tres cuartos de siglo. Un periodo fundamental en la evolución de la sociedad y el Estado en México, y del aparato normativo establecido para alentarla y acompañarla.

La selección del dies a quo (1940) y el dies ad quem (2015) -si se me permite la expresión- de nuestras relexiones obedece a las fechas en que se encierra, por ahora, la vida fecunda de dos organismos que han sumado sus fuerzas para concurrir a la celebración y al examen de los temas recogidos en las XVI Jornadas. El primer dies corresponde al año de fundación de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y del

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Instituto de Derecho Comparado de la UNAM, que tiempo después se convertiría en Instituto de Investigaciones Jurídicas.

La Academia Mexicana de Ciencias Penales fue establecida por un selecto grupo de cultivadores de esas disciplinas, en el que igu-raban los autores y tratadistas de la reforma penal mexicana de 1931, que produjo esencialmente dos ordenamientos: el perdurable Código Penal de ese año -rector de la legislación sustantiva en todas las entidades federativas, por imitación o acercamiento-, que sustituyó al efímero de 1929, a su vez sucesor del de 1871; y el Código de Procedimientos Penales para el Distrito Federal, de 1931, seguido por el Federal de la misma especialidad, de 1934. Previamente, algunos de los fundadores de la Academia habían iniciado otra empresa de cultura penal que subsiste hasta hoy: la revista Criminalia.

Los fundadores de la Academia, integrantes de una primera gene-ración de miembros de esta corporación, fueron los juristas Francisco González de la Vega, José Angel Ceniceros, Alfonso Teja Zabre, Raúl Carrancá y Trujillo, Luis Garrido, Emilio Pardo Aspe, Carlos Franco Sodi, José Ortiz Tirado, Francisco Argüelles y Javier Piña y Palacios, y los médicos José Gómez Robleda y José Torres Torija. Llegaron más tarde nuevas generaciones de académicos, que fortalecieron sus respectivas disciplinas y ejercieron un respetado magisterio sobre los estudiosos de temas penales. Mencionaré a dos, representativos: Alfonso Quiroz Cuarón y Celestino Porte Petit.

Sobre las tareas de aquel tiempo y el intenso desenvolvimiento de la Academia en varias décadas, me remito al extenso artículo que publiqué en la revista Criminogénesis y a mi aportación al coloquio sobre los juristas y la formación del Estado de derecho en México, organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas. No omitiré mencionar que he tenido el privilegio de presidir la Academia en dos etapas, muy separadas entre sí: una, entre 1975 y 1977; otra, a partir de 2008, que concluye en 2015.

Por su parte, el Instituto de Investigaciones Jurídicas, nacido en el mismo 1940, bajo el nombre y con la intención de Instituto de Derecho Comparado, quedó establecido originalmente dentro de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, luego Facultad de Derecho de la UNAM. Ahí se mantuvo hasta el momento de adquirir autonomía dentro del conjunto de institutos universitarios, rango que conserva hasta ahora y con el que ha adquirido, merecidamente, gran prestigio nacional e internacional.

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Este Instituto fue obra de juristas españoles -migrados republicanos, o mejor todavía, "transterrados", para emplear la expresión que acuñó José Gaos- y juristas mexicanos, en una vigorosa sociedad de esfuerzos, que ha sido fecunda. Al frente del naciente Instituto estuvo el notable civilista español Felipe Sánchez Román, con quien colaboraron otros maestros de la misma procedencia, como Javier Elola; con ellos actuaron varios connacionales nuestros, eminentes catedráticos universitarios, como Antonio Martínez Báez, Raúl Carrancá y Trujillo y César Sepúlveda.

En la relación de investigadores y directores del Instituto iguran personajes de primera línea, que alentaron con vigor y talento el desarrollo de este organismo. Mencionaré a uno de los antiguos investigadores, representativo del gran trabajo académico realizado en el curso de muchos años: Niceto Alcalá-Zamora y Castillo -de origen y nacionalidad españoles, a quien suelo identiicar como hispano-mexi-cano-, y a uno de los eminentes directores, unánimemente reconocido: Héctor Fix-Zamudio.

Para el análisis detallado de la historia del Instituto, me remito también a las numerosas publicaciones que han aparecido en diver-sas ocasiones, entre ellas la que conmemora el septuagésimo quinto aniversario de la fundación. En aquéllas he tenido el privilegio de colaborar con textos que dan cuenta de mi visión sobre el Instituto del que soy investigador.

Dejo mucha tinta en el tintero -o mucha energía en la computadora-, que me gustaría invertir en la crónica sobre la Academia y el Instituto, y los frutos de ambos, y paso a ocuparme del tema que anuncia el título de este artículo y que me fue asignado dentro del programa de las referidas XVI Jornadas sobre Justicia Penal, coordinadas por mi admirada colega Olga Islas de González Mariscal y por mí.

II Las reformas constitucionales? en general y en particular

Así, entraré al examen de setenta y cinco años de presencia -cons-trucción, modiicación, orientación- del sistema penal en la Consti- tución general de la República, asunto que también he examinado en otro trabajo, acotado por sus propias fechas, celebratorio de la Independencia y de la Revolución mexicanas -ambas inconclusas-, que

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editaron en 2010 el Instituto de Investigaciones Jurídicas y la casa Porrúa, bajo el título El derecho en México: dos siglos (1810-2010).

Puedo y debo decir desde ahora -como lo hice al exponer esta materia en las Jornadas, el 3 de noviembre de 2015- que nuestra Constitución, ordenamiento supremo en el que me concentraré, ha sido modiicada por un torrente de reformas, incesante y caudaloso. A mi juicio, estas reformas han acabado por alterar tanto el contenido verbal de la Constitución -torrencial, desmesurado-, como lo pone de maniiesto un sugerente trabajo de "refundición" acometido por Diego Valadés y Héctor Fix-Fierro, con otros colegas destacados. Y además -pero nada menos- han revisado y reorientado varias decisiones políticas fundamentales de la nación mexicana. En rigor, ya no existe la Constitución de 1917. Ahora tenemos una Constitución diferente, no una solamente reformada.

Dentro de este alud de cambios -algunos plausibles; otros no- han tenido creciente manifestación los dedicados a asuntos penales, en forma directa y exclusivamente, o de manera indirecta y circunstancial, aunque muy importante. Ya veremos, líneas abajo, cómo se ha modiicado en los recientes lustros el contenido penal de la Cons-titución.

En este artículo pondré el mayor énfasis en las reformas penales de los últimos setenta y cinco años, que es el compromiso temporal anunciado en el título, pero también aludiré a los cambios habidos en otros momentos a partir de 1917, para proporcionar un marco más completo sobre esta importante materia. No ingresaré ahora -que resultaría indispensable en un examen más amplio y revelador- en la descripción de las circunstancias en que aparecieron la carta de 1917 y sus reformas, y que ciertamente determinaron tanto el contenido de aquélla como la pretensión y la redacción de éstas.

Entre 1917 y 1993 esos cambios fueron relativamente escasos -pero no irrelevantes-, con signo humanista, progresista. Desde 1994, han sido muy abundantes, constantes, a veces obsesivos, con diversos signos: desde el característico del sistema penal democrático hasta el vinculado con una orientación autoritaria. Ambos han dejado honda huella en la normativa constitucional y, por supuesto, en la regulación secundaria.

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III Función del sistema penal en el marco constitucional? Las decisiones fundamentales

En un estudio de este carácter es preciso recordar el papel que juega el sistema penal -particularmente el constitucional, rector del conjunto, fuente de la interpretación y de la creación normativa- en la formación y el destino del Estado de derecho, que imprime rumbo a la vida colectiva. No se trata de un asunto menor. Tiene que ver con la paz y la seguridad, pero también -y no menos- con la libertad y la justicia, que poseen rostros diferentes, aunque asuman los mismos nombres, bajo ideologías y tendencias diferentes y a menudo encontradas.

No pretendo colmar de citas este texto, pero tampoco excluiré al-gunas, muy pocas, que me permitirán orientar mis relexiones y las de quienes se atrevan a la lectura de este trabajo. Tomemos en cuenta, no sólo a título de noticia histórica, sino de prevención actual, la enseñanza de Luigi Ferrajoli: sobre las ideas penales que prosperaron en los siglos XVII y XVIII y contribuyeron a la fragua del Estado de derecho.

Esas ideas, provenientes del territorio de los delitos, las penas y los procesos, se hallan en la raíz y en la intención del Estado de derecho...

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