La constitución como instrumento de dominio

AutorClemente Valdés
Páginas50-57

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El Derecho es el conjunto de reglas que imponen en una comunidad los hombres y las mujeres que tienen el poder. Estas reglas son tan amplias o tan limitadas como lo quiera el que las hace y su fuerza depende del alcance y el tamaño de su poder. Así ha sido siempre, en todas las épocas, en todas partes del mundo.

Cuando los barones ingleses, para asegurar sus privilegios, le imponen la famosa Carta Magna al rey Juan sin Tierra, mientras éste, según la leyenda, babeaba más de lo que acostumbraba y mordisqueaba las cosas que tenía a su alrededor, el Derecho en Inglaterra era lo que esos señores decían que era porque ellos tenían el poder para imponer lo que querían que el Derecho fuera. Cuando Luis XIV, en Francia, cuidando siempre no afectar demasiado los intereses de los grandes señores y los de los demás nobles apoyados por los jueces agremiados en los 13 parlements formados precisamente por miembros de la nobleza,1expedía las reglas en las que se contenía el Derecho

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francés de su tiempo, podía hacer esto porque él tenía o controlaba la mayor parte del poder. Cuando Oliver Cromwell, después de la ejecución del rey Carlos I y de derrotar a las tropas escocesas que apoyaban al rey Carlos II, disuelve con sus mosqueteros el Parlamento que él había escogido y al que había calificado antes como una “Asamblea de Santos” y aprueba los 42 artículos del llamado Instrument of Government por el cual se convierte en lord protector del Commonwealth formado por Inglaterra, Escocia e Irlanda, y nueve meses después expide 80 ordenanzas para cambiar muchas de las reglas del Derecho, podía hacer todo eso porque para entonces él con su grupo se habían adueñado del poder en el territorio de lo que se conoce como “Reino Unido”. Más de 100 años después, en los nuevos “Estados”, inventados en Norteamérica a partir de lo que fueron las colonias inglesas, las constituciones escritas de cada uno de esos Estados las hacen los propietarios blancos acomodados2 que tenían más de cierta cantidad en dinero o en propiedades inmuebles y que por lo tanto podían votar, en especial los más ricos, que a su vez eran los únicos que podían ser electos legisladores y gobernadores; éstos eran quienes tenían el poder y, en consecuencia, fueron ellos quienes establecieron las reglas del Derecho, fueron ellos quienes escogieron a los delegados a la Convención de Filadelia, fueron ellos quienes acordaron el proyecto que se hizo en esa Convención y, finalmente, fueron ellos quienes aprobaron la Constitución de Estados Unidos.3La importancia de la Constitución, de acuerdo con muchos libros de Derecho constitucional, reside en que en ella se encuentran los preceptos más importantes de la organización política de una comunidad social; es allí donde se establecen las principales reglas del Derecho y en ese texto con frecuencia se “garantizan” las libertades fundamentales de los individuos. Un gran número de constituciones, desde la de Estados Unidos de 1787

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y la parte declarativa de la francesa de 1791, incluyen en sus textos frases en las que se dice que el pueblo o los representantes del pueblo son los creadores de la Constitución, y en muchos textos constitucionales —entre ellos la Constitución mexicana— se establece falsamente que la soberanía reside en el pueblo o que el poder público le corresponde al pueblo.

Es conveniente hacer notar que las expresiones que le atribuyen al pueblo la soberanía, fuera de unos cuantos países, son supercherías de los hombres que tienen el poder para legitimarse, presentándose como servidores de la voluntad popular. Así lo han reconocido muchos de los tratadistas dedicados a fabricar construcciones teóricas basadas en entes imaginarios como “el Estado” o “las instituciones”. Hans Kelsen, en su Teoría general del Estado, al referirse a la hipocresía de la soberanía popular con la que muchos de los autócratas buscan legitimar y consolidar su poderío presentándose como “servidores” del pueblo según la Constitución, reconocía que “la Constitución hace todo lo posible por impedir que el pueblo tenga voluntad o la manifieste de modo que pudiese obligar jurídicamente al autócrata”.4Maurice Hauriou, entusiasmado siempre por exaltar a las instituciones políticas como si éstas fueran independientes de los hombres que las hacen y las manejan, tenía que aceptar que “las constituciones son un producto jurídico del poder. El Derecho no es una creación del Estado, sino una creación del poder, ya que el poder es históricamente anterior al Estado”.5

Por otra parte, ni las leyes ni las constituciones escritas han sido nunca por sí mismas una protección efectiva contra los hombres que tienen el poder. Ninguna Constitución ha impedido jamás que los hombres que dominan a sus pueblos los exploten y pasen por encima de sus derechos, ni tampoco ha impedido que modifiquen las reglas de esos textos, las cuales, muchas veces, han sido escritas por ellos mismos.

En México, desde el llamamiento que hizo Madero en 1908 en su libro La sucesión presidencial para fomentar y respetar el voto público e impedir una reelección más de Poririo Díaz, quien había dominado el país desde 1876, la bandera de los revolucionarios era buscar la efectividad del sufragio y prohibir totalmente la reelección del presidente. Estas dos medidas, de manera por demás ingenua, se veían como la base misma para impedir que se afianzara cualquier dictadura. El lema de la Revolución era precisamente: “Libertad de sufragio y no reelección” y en consonancia con esos objetivos los revolucionarios establecieron en la Constitución de 1917 una prohibición absoluta de la reelección del presidente. Diez años más tarde, en 1927, los dos hombres que compartían entonces el poder en México, Obregón y Calles, con el apoyo de los demás generales que dominaban el país y de los legisladores, modificaron en unas cuantas semanas la Constitución para que Obregón, después de haber sido presidente en 1920, volviera a ser presidente de la República de acuerdo con la Constitución.6En España ni la Constitución de 1931 ni los documentos expedidos después por Francisco Franco como leyes principales de la organización política7nunca fueron el menor obstáculo para que él mismo manejara a su entera voluntad el gobierno español durante 35 años y pasara por encima de cualquiera de los derechos de los habitantes.

En Egipto, la Constitución de 1971 emitida por el dictador Anuar el Sadat fue modificada varias veces al gusto del nuevo dic-

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tador Hosni Mubarak y estuvo vigente hasta 2011. El documento estaba lleno de “garantías” de papel (tantas o más que en la Constitución mexicana), de condenas a todas las formas de explotación de los pueblos,8de declaraciones sobre la libertad y la dignidad del hombre,9de la preservación de los “valores de la familia”,10de manifestaciones sobre la supremacía de la ley11y de seguridades ofrecidas por “el Estado” a las mujeres,12a los niños, a los trabajadores, a las empresas, a las cooperativas y a todas las actividades y los oficios de cualquier especie,13y, naturalmente, de todo tipo de expresiones sobre poderes legislativos y judiciales separados e independientes. No obstante la existencia de ese escrito, desde 1981 y durante 30 años, Hosni Mubarak, su pandilla y su familia, asociados o aliados a las grandes empresas transnacionales, aplicaron sus verdaderos “valores” y explotaron de manera brutal al resto de la población, haciendo además imposible el ejercicio de cualquier derecho político de los habitantes.

El Derecho lo hacen los individuos que tienen el poder en una comunidad, y en la mayor parte de los países del mundo el primer objetivo de quienes fabrican el Derecho es asegurar sus privilegios, además de asegurar su impunidad y dominar y explotar al resto de la población.

En lo que toca a las relaciones entre los particulares no privilegiados, las reglas de Derecho que establecen los grupos que tienen el poder relejan simplemente la concepción que estos grupos tienen de lo que deben ser las relaciones humanas ajenas en las sociedades a las que dominan.

La presentación de la Constitución como...

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