La Constitución y la acción económica del Estado

AutorAntonio Carrillo Flores
Páginas307-320

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Investigación Económica, octubre-diciembre de 1941

Determinar la órbita precisa de la acción estatal en materia económica, nunca es problema fácil. Como que son múltiples los factores que intervienen y la valoración de unos respecto de los otros no es posible sino en términos muy generales.

Uno de esos factores es siempre de carácter jurídico, más estrictamente, de orden constitucional; ya que es la Constitución la que organiza al Estado, define la competencia de sus órganos principales y delimita, por lo mismo, la acción pública frente a los particulares. Como todos, el factor jurídico varía en importancia cuando se trata de saber lo que el Estado puede y lo que no puede hacer en materia económica.

No tiene, en efecto, la misma en épocas normales que en épocas de crisis; pues, aunque a veces se pretende, como la Suprema Corte Americana dijo en 1935, que el poder deriva siempre de la Constitución y no se crea por la emergencia, es lo cierto que, para las situaciones extremas, ningún Estado abdica de la vieja "prerrogativa"; es decir, del derecho para pretender la realización del bien público o de lo que él considera el bien público pasando, incluso, por encima de las leyes.

Esto no impide, sin embargo, que sea posible determinar cuáles son los datos de mayor significación jurídica que es necesario tomar en cuenta. Así, por ejemplo, y por encima de los cambios tan hondos que se han operado, particularmente en los últimos diez años, en los Estados Unidos es posible bosquejar cuáles son las principales tendencias que han servido como de cauce a la acción del Gobierno Federal y de las entidades en materia económica.

A través de la facultad que tiene el Congreso para regular el comercio interestatal, es como principalmente se ha ejercitado la función federal de control, dentro de los límites que la Suprema Corte ha fijado, tanto al separar lo que constituye a su juicio el comercio interestatal frente al comercio interior, como al someter todas

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las intervenciones a ciertos principios abstractos (el del debido proceso legal y el de la "igual protección"), cuyo contenido ella misma señala, lo que en realidad deja a su arbitrio, al criterio político de sus integrantes, estimar cuándo se han satisfecho o no esos requisitos. La idea de lo que es "razonable" y de lo que "no es razonable" en opinión de los Magistrados, juega decisivamente.

Por lo que se refiere a los Estados, su acción político-económica se ejercita fundamentalmente a través del "poder de policía", dentro del cual se comprenden todas las facultades del Gobierno para dictar las normas que considere oportunas para la protección de la salud, de la seguridad y de la moral de sus ciudadanos y aun aquellas que dentro de ciertos límites envuelven restricciones a la libertad y al uso de la propiedad. Este poder, sin embargo, al igual que los poderes federales de que se habla en el párrafo anterior, está sometido a los principios del "debido proceso legal" y "la igual protección de las leyes".

La orientación general que debe guiar a la Suprema Corte yanqui en su función supervisora, ha sido y es una de las más debatidas cuestiones. La llamada tendencia liberal, cuyo más destacado representativo fue en los primeros treinta años de este siglo el Magistrado Oliver Wendell Holmes, se ha empeñado en sostener que como regla los tribunales deben abstenerse de pretender que su juicio sustituya al de las ramas políticas del Gobierno, siempre que se trate de regular la vida social y económica dentro de las órbitas respectivas que a la Federación y a los Estados corresponden. Esta teoría fue expuesta en el clásico voto disidente de 1905 dado por el Magistrado Holmes en un asunto de trabajo, en que se ventilaba la validez de una ley reguladora de la jornada máxima: una Constitución, dijo, "no se hace para acoger una doctrina económica particular, ya sea la del paternalismo y la de la relación orgánica del ciudadano con el Estado o la del laissez-faire".

Por muchos años esta postura liberal no prosperó en la Corte, pero fue sobre todo en el período de 1935 a 1936 cuando la resistencia de aquel Tribunal alcanzó mayor fuerza. Fue la época en la que sucesivamente y con muy breves intervalos, se declaró la inconstitucionalidad de leyes tan importantes como la de la recuperación nacional industrial, la de los ajustes agrícolas, la de las pensiones a los trabajadores de los servicios de transportes, la de moratoria rural, la que autorizaba al Presidente para fijar precios al carbón combustible y la ley neoyorquina sobre el salario mínimo. Fue en ese mismo período cuando se restringieron de manera muy sensible las facultades del Ejecutivo para remover a los funcionarios públicos de las comisiones autónomas (reguladoras y controladoras de los más importantes renglones de la economía: transportes, petróleo, bancos, etc.) y cuando por un solo voto de mayoría se reconoció la legalidad de las disposiciones monetarias que, como complemento a la devaluación del dólar, habían establecido tanto en las obligaciones privadas como en las públicas, la ineficacia de la cláusula oro.

En los últimos años la tendencia se ha modificado sensiblemente, sobre todo debido a la renovación casi total del personal de la Suprema Corte. En este momento

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sólo quedan en el seno de ese Tribunal dos Magistrados que lo integraban durante el que se ha llamado "día negro": Stone y Roberts, con la circunstancia de que el primero, recién designado Presidente de la Suprema Corte en substitución de Hughes, formó casi siempre la minoría liberal aliado de Brandeis y Cardozo. Fue precisamente Stone quien en el voto disidente que dio en el caso de la ley de los ajustes agrícolas, hizo una de las mejores exposiciones que últimamente se hayan hecho sobre esa postura liberal. La mayoría sostuvo que el Estado Federal no tenía facultades para gastar los fondos levantados a través de un impuesto a cargo de los industriales que consumían como materia prima productos agrícolas, en el otorgamiento de subsidios a los agricultores que voluntariamente aceptasen restringir sus áreas de cultivo y el volumen de sus cosechas, con el fin de mantener un stock que permitiera, a través de precios más remunerativos, aliviar la situación de las comunidades rurales norteamericanas.

Una interpretación torturada de la Constitución -dijo entonces Stone- "No debe justificarse recurriendo a ejemplos de extremo desorden en los gastos autorizados por el Congreso, que podrían presentarse si los tribunales no los evitaran, gastos que, por lo demás, sólo serían posibles por la acción de una legislatura que hubiese perdido todo sentido de responsabilidad pública. Semejantes suposiciones están dirigidas a las masas acostumbradas a creer que es la función de los tribunales enjuiciar la sabiduría de la acción legislativa. Pero las Cortes no son las únicas agencias gubernamentales en las que debe presumirse la capacidad para gobernar. Desgraciadamente tanto el Congreso como los tribunales pueden fallar o equivocarse en el cumplimiento de sus deberes constitucionales. Pero la interpretación de nuestra gran Carta de Gobierno que se funde en el supuesto de que la responsabilidad para el mantenimiento de nuestras instituciones es de la exclusiva incumbencia de cualquiera de las tres ramas del Gobierno, o de que sólo alguna de ellas puede salvar esas instituciones de la destrucción, a la larga es más probable que dañe a los miembros de la "unión indestructible de estados indestructibles" que el franco reconocimiento de que el lenguaje, aun de una Constitución, puede significar lo que ese lenguaje dice: que el poder de gravar y el de gastar incluye el poder de aliviar un desajuste económico nacional a través de subsidios condicionales de dinero".

De todas maneras, a pesar del nuevo rumbo, es unánimemente aceptado que lo más que se ha logrado es fortalecer la postura del Gobierno Federal y de los Gobiernos locales al limitar de hecho la potestad de la Suprema Corte para anular las leyes locales y demás disposiciones a los casos en que tales leyes y disposiciones "notoriamente" sean arbitrarias o quebranten, también notoriamente, "el límite de lo razonable". Siempre queda abierta, pues, la posibilidad de que el juicio sobre lo razonable o irrazonable varíe.

En México, no obstante la teórica similitud de nuestro sistema político con el norteamericano, la situación real es muy diversa. Desde luego, la Suprema Corte Mexicana no tiene a su cargo una función similar, no obstante que en nuestra Constitución hay un precepto, el artículo 14, que a juicio de uno de nuestros

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más eminentes juristas, Emilio Rabasa, consagra también el principio del "debido proceso legal".

Si este pensamiento de Rabasa hubiese podido aquí hallar un desarrollo paralelo al americano, la Suprema Corte, a través del artículo 14, habría podido someter toda la actividad administrativa, a control y revisión, no frente a la ley aplicada, que es lo que ha hecho, sino a la ley misma y a cualquier acto de ejecución frente a los principios superiores de "justicia social" que la Suprema Corte hubiese considerado que eran los que el pueblo mexicano respetaba y admitía como los fundamentales en la estructura económica de la sociedad mexicana.

¿Cuál es, entonces, el criterio que existe en México tanto para determinar el límite de la acción pública en materia económica como para distribuir esa acción entre la Federación y los Estados?

Conviene examinar separadamente estos dos aspectos de la cuestión.

1. Los límites formales para la acción estatal

La Constitución mexicana reconoce y defiende la propiedad privada, inclusive sobre los instrumentos de producción, en su artículo 27; reconoce también la libertad de comercio, de...

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