Código fundamental

AutorJosé C. Valadés
Páginas343-439
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Capítulo XXIV
Código fundamental
FIRMA DE LA CONSTITUCIÓN
El Congreso Constituyente estaba virtualmente unido a la elección
presidencial que debería efectuarse al entrar el país en el régi-
men constitucional; y aunque tal elección se presentaba unánime
en favor del Primer Jefe Venustiano Carranza, mucho influía la pre-
paración del suceso electoral en el orden y pensamiento de la
asamblea; porque si era incuestionable el respeto y subordinación
del mundo político mexicano que se llamaba a sí mismo constitu-
cionalista hacia Carranza, en cambio mucho aliento tenía la idea
de que el futuro presidente gobernara, no con sus colaboradores de
Veracruz a quienes, ya en broma, ya en gravedad, se llamaba civi-
listas, sino que pusiera la parte principal de la administración y
gobierno de la República en manos de los adalides que a sí propios
se decían ciudadanos armados y que, sin duda, representaban la
parte más emprendedora de la Revolución. Además, este grupo te-
nía una poderosa significación: la del triunfo revolucionario. Los
caudillos de la guerra no eran un mero adorno de la guerra y la
Revolución, sino que constituían el espíritu laborioso, inquieto y
creador de una era mexicana, que todavía estaba por esplender
y por lo tanto llenaba el país con sus promesas: promesas de hom-
bres, leyes e instituciones; también de populismo, porque ahora, la
gente de paz que tan incierta e indiferente se había manifestado
durante la guerra, ahora se presentaba espontánea y casi unánime
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al lado de los capitanes guerreros; pero principalmente a la vera
del general Álvaro Obregón.
Así, dentro del Constituyente, los diputados que correspondían a la
mayoría de la izquierda que se llamaba radical, correspondían, como
se ha dicho, al grupo obregonista del partido constitucionalista; aun-
que si de tal mayoría no surgía una legislación precisa, en cambio se
manifestaban, como hervidero, aparte de la clerofobia, un sinnúme-
ro de ideas, todas llevadas al objeto de hacer la felicidad de México.
Además, tres hombres trabajaban silenciosa e infatigablemente para
dar a la Constitución una propiedad nacional. Ninguno de los tres
poseía una ilustración universal, y sólo tenían nociones acerca de
las previsiones constitucionales. Había en ellos, eso sí, una sustan-
cia revolucionaria: una captación del pensamiento fundamental que
movió a los mexicanos hacia una Revolución. Ésta, ciertamente, no
se había caracterizado doctrinalmente, a excepción de lo concer-
niente al derecho de la voluntad popular; y por lo mismo era nece-
sario darla forma y genio. Tal tarea la habían emprendido Pastor
Rouaix, Andrés Molina Enríquez y José Inocente Lugo.
De éstos, Molina Enríquez era el mentor de una filosofía de lo
popular. Amaba intensamente todos los signos de la naturaleza del
pueblo; había perseguido tales signos gracias a sus dones de obser-
vador. Nada parecía pasar inadvertido para tan singular individuo,
de posible ascendencia hebrea. Veía con claridad los problemas
capitales de México, pero principalmente aquel que lidiaba con el
fundamento y organización de la nacionalidad. Creía, sin embargo,
que ésta se realizaba más que por las culturas, por las razas, de tal
suerte que esperaba el embarnecimiento de la Revolución y la segu-
ridad nacional, no tanto en el regreso y las culturas originales de
México, cuanto en el ascenso al poder público de una clase a la cual
él clasificaba como mestiza.
Molina Enríquez padecía una hispanofobia, emanada de juicios
superficiales así como de una ansiada y casi mesiánica nacionalidad,
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que creía inadaptable y ajena al país mientras los españoles o des-
cendientes de españoles estuviesen en el mando y gobierno de la
República. Sin embargo, sobre esa idea tan falsa e ingenua como
histórica, vibraba en él el propósito de hacer tangible el principio
que estaba latente en el país y que había sido uno de los grandes
agentes revolucionarios.
Aguijoneado, pues, por la factibilidad de tal derecho, Molina En-
ríquez, aunque sin ser diputado, trabajaba cerca de éstos a fin de
que en el texto constitucional quedasen incluidos los primeros prin-
cipios de la nacionalidad mexicana —de las cosas y pensamiento de
la nacionalidad—; quería que se suprimiesen, de una vez para siem-
pre, los abusos que el gobierno de México había cometido durante
las últimas dos décadas del siglo XIX otorgando inumerables y ruino-
sos privilegios a individuos y empresas extranjeros, de manera que
en los años anteriores a la Revolución, el país, si no de derecho, sí
de hecho tenía hipotecadas sus riquezas físicas a súbditos de otras
naciones; riquezas que, si estaban catalogadas abultadamente, no
por ello dejaban de ser propiedad de México.
Así, siendo tales privilegios uno de los males más conocidos de
la República, quienes formaban en aquel gabinete de trabajo y pen-
samiento apendicular del Congreso, consideraron la necesidad de
constitucionalizar los títulos nacionales sobre la riqueza del subsuelo,
y de esa manera nació el proyecto para dar forma a un artículo cons-
titucional —el artículo 27— fijando el derecho de propiedad de la
nación sobre los recursos del subsuelo de México.
El artículo, sin que los proponentes hubiesen advertido el alcan-
ce que iba a tener, dio a la propiedad de México una nueva modali-
dad, no tanto en sus efectos retroactivos, cuanto en los motivos del
futuro, pues la hizo parte de un dominio que no poseía la nación y
de un poder que no determinaba la ley. El Estado, conforme a tal
artículo, se convirtió en un regulador de la propiedad, que ya no sólo
fue del subsuelo, sino también del suelo.

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