Un clásico olvidado

AutorAndrés Henestrosa
Páginas188-189
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ANDRÉS HEN ESTROS A
pasara a otras manos, ya vimos que, a pesar de la promesa del Arzobispo, la Carta
fue dada a conocer y publicada, lo que causó al historiador mexicano muchos
sinsabores. Cuánta razón tenía Enrique Heine, movido por consideraciones de
familia y por escrúpulos religiosos, de confiar a las llamas, antes que a los hom-
bres sus Memorias, temeroso de que por deslealtad al mandato de mantenerlas
ocultas las dieran a la publicidad. Nunca pudo disculpar esas infidelidades. Es
una acción reprobable e inmoral publicar una sola línea de un escritor que él
mismo no haya destinado al gran público, decía. Esto debe aplicarse muy espe-
cialmente a las cartas dirigidas a particulares. Quien las manda a imprimir o las
edita se hace culpable de una felonía que sólo desprecio merece.
Y esto es lo que ha de pensarse de quien, a espaldas del destinatario, dio a luz
la Carta en que García Icazbalceta se atreve por fidelidad a la historia, después de
esquivarlo en Don Fray Juan de Zumárraga, a negar una tradición de siglos.
8 de diciemb re de 1953
Un clásico olvidado
Poco, por no decir que nada, mencionan las historias de la Literatura Mexicana
a Enrique Chávarri, escritor festivo que allá por los años de 1870 hizo su apari-
ción en las columnas de El Monitor Republicano, escribiendo editoriales, boleti-
nes y artículos de fondo, pero cuya buena fama viene de sus regocijadas Charlas
dominicales, escritas con soltura, al vuelo, sobre temas de la vida diaria, para solaz
de lectores de los domingos. A semejanza de otros escritores mexicanos que
han escondido pasajeramente su identidad detrás de un seudónimo, Chávarri es
mejor conocido por “Juvenal, como Ángel de Campo por “Micrós”, pongamos
por caso. Sumando los datos, alusiones y referencias dispersos en periódicos,
manuales y revistas del tiempo, sabemos que al iniciarse el último cuarto del
siglo pasado era uno de los periodistas de mayor consideración en esta ciudad.
Por aquel tiempo escribió Juan de Dios Peza que Enrique Chávarri había lle-
gado a adquirir tal práctica, que su estilo, al principio difícil, era ya facilísimo y
elegante. Victoriano Salado Álvarez, un escritor a quien no se puede calificar de
largo en los elogios, lo menciona en sus memorias con admiración y lo considera
como otro de los olvidados que deben conocerse. Las Charlas dominicales vienen
a ser así una porción de su obra que debiere salvarse del olvido no sólo por lo

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