La ciudad, el crimen y sus mujeres

AutorMartha Santillán Esqueda
Páginas3-65

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EL 12 DE NOVIEMBRE de 1954 a las 7:30 horas “empezó la baraúnda en la Ampliación de Mujeres” de Lecumberri. Entre lágrimas y con Las Golondrinas de fondo, 230 mujeres (36 sentenciadas y el resto en proceso) serían trasladadas a la “Jaula de Oro de la Calzada Ixtapalapa”, la nueva Cárcel de Mujeres.1Era la culminación de una serie de reflexiones y propuestas en torno a lo que se consideraba un tratamiento especializado y apropiado para las mujeres delincuentes. Autoridades y criminólogos apostaban a que en este recinto penitenciario se transformarían en “mujer[es] útil[es] para la sociedad, para la familia y para ella[s] misma[s]”. La urgencia por contar con un lugar exclusivo para el confinamiento de mujeres se cifraba, entre otras cosas, en el supuesto incremento de la delincuencia femenil como “consecuencia de varios factores de la vida moderna” de la Ciudad de México;2no obstante, las estadísticas muestran que la delincuencia femenina no modificaba ni sus tendencias ni sus dinámicas. De modo que el énfasis en el fenómeno de la delincuencia femenina vinculado a la modernización se sustentaba más bien en el deseo por evitar su posible incremento y en la necesidad de brindar a las delincuentes los tratamientos adecuados para su posible reintegración a la sociedad.

Ciertamente la industrialización promovida por los gobiernos posrevolucionarios repercutió sustancialmente en la capital nacional que experimentaba cambios significativos en su geografía y en las formas

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de sociabilidad entre sus habitantes, al tiempo que se convertía en el más importante centro económico, laboral y cultural del país, pero también en uno delictivo. Tales transformaciones preocupaban a especialistas y autoridades pues consideraban que afectarían a los sujetos, en particular en el caso de las mujeres, provocando un aumento de comportamientos criminales.

El criminólogo Héctor Solís Quiroga aseguraba que a “simple vista […] los países más industrializados tienen delincuencia más reinada y más peligrosa, por lo que se establece la fácil pero insegura conclusión de que a mayor industrialización corresponde mayor delincuencia”.3No obstante, los porcentajes delictivos en la Ciudad de México a partir de 1940 se mantuvieron en general, no sólo bastante estables durante las siguientes cuatro décadas, sino que además registraron los niveles más bajos de todo el siglo.4

Al respecto, Ira Beltrán y Pablo Piccato analiza dos hipótesis planteadas en aquel momento: la judicial y la social. La primera, esgrimida por Alfonso Quiroz Cuarón, afirmaba que la corrupción y la impunidad existente en el sistema de justicia no permitían conocer la cantidad real de delitos cometidos. La segunda, sugerida por él mismo y por otros especialistas como Rafael Harell, consideraba que la estabilidad política, económica e institucional experimentada durante el “milagro mexicano” había repercutido en los bajos índices delictivos.5Beltrán y Piccato afirman que ambos supuestos no logran sostenerse por sí solos y que la construcción social del delito es mucho más compleja, y propone tomar en cuenta otros factores como la conformación de la institución judicial y la impartición de justicia.6

Ahora bien, en lo que a la delincuencia de mujeres respecta, es también fundamental establecer la existencia de controles judiciales y socioculturales que pudieran incidir las tendencias y las dinámicas

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de las prácticas criminales femeninas, que por su parte presentaban registros aún más bajos: una procesada por cada ocho procesados.7En la época, algunos criminólogos proponían, conforme a la llamada teoría de la caballerosidad, que tanto la cortesía masculina como el uso que hacían las mujeres de los “encantos propios de su sexo”, podían ayudar a que las delincuentes se librasen del rigor de la ley; sin embargo, el porcentaje de detenidas frente al de sentenciadas era muy similar al de los varones, por lo que esta hipótesis no se sustenta cabalmente. Otras teorías corrientes en la época eran la biologicista o la psicologista, las cuales afirmaban que las supuestas características naturales y propias del sexo femenino las hacía dóciles, débiles e incluso con baja capacidad intelectual, lo que las alejaba del crimen.8En realidad, en el México de los años cuarenta se consolidaban además de los controles formales como la justicia, una serie de controles informales de vigilancia (familia, comunidad, religión, medios de comunicación) que ayudaban a contener en distintos niveles y espacios los actos delictivos perpetrados por mujeres.9

Por un lado, para el periodo de estudio, la estabilidad política, económica y social experimentada en el país permitía, lo que John Lea denomina para el caso inglés, una “nueva economía moral del espacio” que exigía determinados tipos de comportamientos en el ámbito público mientras criminalizaba otros como la vagancia y la malvivencia, al tiempo que apuntalaba a la familia como un sistema regulador de las conductas. En segundo lugar, la expansión de los medios de comunicación que presentaban al delincuente como una amenaza social y moral, y al delito como una patología. Y, por último, la formalización de conocimientos expertos que ayudaban a explicar, prevenir y corregir los comportamientos “desordenados”.10Las décadas que siguieron al triunfo de la Revolución mexicana estuvieron marcadas por la renovación del marco legal y por una serie de modificaciones en las dinámicas de las esferas pública y privadas

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en la capital, lo que alteró el orden de la vida cotidiana y repercutió en los comportamientos femeninos. Sin embargo, ello no provocó un resquebrajamiento sustancial de los patrones de género existentes, como tampoco un aumento en las transgresiones penales femeninas.

En realidad, al avanzar el siglo XX se habían ido afianzando con bastante fuerza esquemas patriarcales, heredados del siglo anterior, que instalaban a las mujeres social y políticamente como madres y como responsables del desarrollo físico y mental de sus hijos; es decir, la maternidad reivindicaba “la importancia de las mujeres en la sociedad”.11Para el Estado la familia constituyó un puntal fundamental de la estructura social que debía fortalecerse, de modo que continuó sosteniéndose que el lugar apropiado para las mujeres era el hogar, aun cuando se desenvolvieran exitosamente en otros espacios.

De las mexicanas se esperaba, según diversos discursos (religioso, político, científico, mediático, criminológico), sumisión y total dedicación al hogar, al tiempo que se desacreditaba su participación en otros ámbitos porque se consideraba que su función de ama de casa y madre era fundamental para el desarrollo de los integrantes de la familia y, por tanto, del país.

Además se temía que su desenvolvimiento fuera del ámbito doméstico —esto es, la “modernización de la mujer”— las llevara a corromperse y a rechazar por completo dicha prescripción,12lo que en consecuencia podría engrosar los índices delictivos. De ahí que la imagen de la mujer delincuente difundida por el cine y la nota roja coadyuvara, por un lado, con la promoción de ese miedo; y, por otro, con la consolidación de dichos esquemas de género al mostrar a la criminal como la mala mujer que había incumplido, en principio, tales preceptos y a la buena como aquella que pertenecía —y se dedicaba “en cuerpo y alma”— al hogar y a la familia.

En el presente capítulo pretendo dar cuenta de que, aun cuando las conductas criminales de las capitalinas no sufrían cambios relevantes, la preocupación por parte de criminólogos y autoridades ante su modificación cuantitativa y cualitativa, se enmarcaba en el contexto de una ciudad que crecía aceleradamente y que ofrecía cada vez más oportunidades de participación y desarrollo para las mujeres en la es-

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fera pública. Así, analizo dimensiones urbanas y socioculturales que explican la delincuencia femenina del periodo. Por un lado, ubico las regiones geográficas de la actividad criminal con la finalidad de entender su funcionamiento en razón del espacio urbano, esto es, de su zonificación por sector social y por tipo de delitos. De modo que ello permita comprender la interacción entre los discursos en torno a la delincuencia femenina y la realidad criminal, social y urbana.

En este sentido, estudio los controles discursivos de género, entendidos como mecanismos de contención de las conductas delictivas femeninas, los cuales fortalecían la idea de que la mujer era un sujeto prioritariamente doméstico, al tiempo que se configuraba la imagen de una mujer monstruosa y perversa cuando atentaba contra sus hijos o esposos o cuando tenía una sexualidad fuera de la norma. Para ello, analizo la construcción de la imagen de la criminal en medios como el cine y la nota roja, la cual no dista mucho en contenido de las ideas criminológicas en boga.13

La gran metrópoli

Por vez primera con Ávila Camacho, México es una ciudad internacionalo como se decía en los cuarenta“cosmopolita”.14

Con la desaparición del Ayuntamiento en 1929 dio inicio una nueva etapa política de la Ciudad de México. A partir de ese momento, la ciudad experimentó una importante reorganización política y admi-

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nistrativa; el Distrito Federal comenzó a ser gobernado por un Jefe de Departamento designado por el presidente de la República.15En consecuencia, los capitalinos —y todos los “defeños”— dejaron de elegir a sus gobernantes locales, lo que afectó sus modos de relacionarse con las autoridades y la configuración de canales de participación política.

Todo lo relativo a la justicia y a la policía pasó a depender exclusivamente del Departamento Central (denominado en 1931 Departamento del Distrito...

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