Ciencia, derecho penal y criminología

AutorRafael Ruiz Harrell
Páginas36-41

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Muchos juristas, sobre todo en América Latina, sostienen que la criminología es una disciplina auxiliar del derecho penal. Es, dicen, su "estadística", o a lo más su "sociología" pero al igual que la criminalística, carece de luz propia: refleja la que recibe de la ley. Quienes nos dedicamos a la criminología, como es mi caso, vemos un paisaje muy distinto. Por un lado dudamos que exista un conjunto de disciplinas que merezca el pomposo título de "ciencias penales" y, por el otro, sentimos que las disparidades entre la criminología y el derecho penal pesan más que sus confluencias.

Tal vez haya terrenos en los cuales cada una de estas disciplinas pueda beneficiarse de la otra, pero es muy probable que en las décadas por venir sean más frecuentes los desacuerdos que los acuerdos entre penalistas y criminólogos. Hay muchas razones de fondo para que esto ocurra, mas aquí me propongo examinar sólo dos que estimo fundamentales. La primera surge de que la criminología es o cuando menos intenta ser una ciencia y el derecho penal no. La segunda de que parten de conceptos y paradigmas diferentes e incluso opuestos. El derecho penal sigue entendiendo la sociedad y la conducta humana a partir de la estructura conceptual creada en la Ilustración, mientras que la criminología, aún a pesar de sus tumbos y vuelcos, está cada vez más claramente vinculada a las nociones sobre la sociedad y la conducta propias de la segunda mitad del siglo XX. La consecuencia de esta disparidad es que son disciplinas divergentes cuyos puntos de contacto son, todavía, más conflictivos que enriquecedores.

Ciencia y Derecho

Aunque hay autores y corrientes en la criminología que se niegan a ceñirse a las reglas propias de la ciencia empírica (Vid. McCord, 2004), aún entendidas con la liberalidad que suele ser común en la práctica de las ciencias sociales, puede afirmarse que el grueso de los criminólogos estaría dispuesto a admitir que sus teorías, tesis e investigaciones son refutables si hay hechos que las contradigan. No importa qué tan elegante o atractiva sea una explicación o una doctrina criminológica: a pesar de todos los datos que puedan ofrecerse a su favor, basta con que exista uno solo en contra para verse obligado a rechazarla y tener que empezar otra vez. Ya podrán haberse visto millones de cuervos negros: basta con descubrir uno albino para tener que admitir que la oración "Todos los cuervos son negros" no es verdadera en un sentido empírico. Esta asimetría entre la confirmación y la refutación, entre el valor de lo que cuenta a favor de una afirmación o una teoría, y el peso de lo que cuenta en contra, es propio de la ciencia empírica y una de sus notas distintivas.

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Quien conozca los trabajos de Karl Popper sobre el particular, sabrá que estoy refiriéndome a su doctrina. Originalmente elaborada a mediados de los años treinta del siglo pasado (1934), conoció después depuraciones y modificaciones importantes (1957, 1963), hasta llegar a la que puede considerarse su versión final en 1984, diez años antes de su muerte. El concepto "popperiano" de ciencia empírica tiene, entre otros, un curioso aval: la Suprema Corte estadounidense la convirtió en verdad legal en 1993 (vid. Daubert v. Merrell Dow Pharmaceuticals Inc., 113S. Ct. 2786, 125L. De 2d469).

No haré ningún intento de resumir la tesis de Popper, mas hay un punto que debo destacar: la ciencia empírica, o sea la que estudia la "realidad objetiva", o si se prefiere "intersubjetiva" -aquello que Bertrand Russell llamó "el mundo externo"-, no está formada por un conjunto de proposiciones verdaderas sino, más bien, por las proposiciones que no se ha logrado refutar todavía. El proceso científico no pretende alcanzar verdades definitivas o intocables. Su tarea, más bien, es la de estar constantemente en limpieza, deshaciéndose de lo que ya fue refutado, así esté vinculado a nombres tan importantes como los de Newton o Einstein. La ciencia -insisto, empírica-, es ante todo un proceso de rechazo, un método para no tener que volver a caminar por caminos que ya se saben inútiles.

El derecho -y con ello me refiero a las leyes, no a su estudio-, no es una ciencia empírica. No intenta describir la realidad ni le preocupa hacerlo. Su misión es prescriptiva, no descriptiva. Pretende ordenar la conducta humana, no decirnos cómo es. Si la verdad, según enseña Aristóteles, es decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es (Metafísica, 1011b 25-30), el orden jurídico no es ni puede ser verdadero o falso puesto que no describe nada. La validez de sus dictados podrá responder a muy otras categorías, pero no al criterio empírico o "semántico" de verdad recién apuntado (vid. Tarski, 1943).

Afirmar que el derecho, Le., el orden legal en vigor en un tiempo y lugar dados, no satisface las condiciones propias de la ciencia empírica, no sorprende a nadie. Aunque haya jueces y legisladores dispuestos a sostener que su quehacer es "científico", difícilmente se atreverían a declarar que su tarea es en todo semejante a la de un astrónomo, un antropólogo o un químico y, de una u otra manera, estarían dispuestos a admitir que al decirlo están empleando la palabra 'ciencia' de una manera distinta a como se la usa en tales disciplinas.

El hecho de que el orden jurídico no sea una ciencia no empaña ni demerita su racionalidad. Las leyes del derecho positivo -i.e., los códigos, las sentencias de los tribunales, los tratados internacionales, los contratos, etc.-, pretenden imponer la razón al desorden e intentan, mal que bien, constituirse como un todo más o menos coherente. Para decirlo de manera menos imprecisa: con las leyes se intenta establecer un orden, mas no se pretende constituir propiamente un sistema, no al menos en un sentido formal.

Todo derecho positivo ofrece reglas que permiten reconocer qué disposiciones forman parte de él, transformarlas, excluirlas o añadir nuevas. Exige, además, que las disposiciones no se contradigan de manera flagrante entre sí y coincidan con...

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