La capital

AutorJosé C. Valadés
Páginas167-219
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Capítulo XIII
La capital
LA AMBICIÓN REVOLUCIONARIA
Después de los triunfos obtenidos en Sonora, Sinaloa y Chihuahua,
los caudillos revolucionarios abrigaron un solo propósito llegar a la
Ciudad de México. Pues lo que parecía lejano y casi imposible de al-
canzar para la gente rústica, ahora se presentaba de manera que pa-
recía como la meta definitiva del pueblo mexicano. Meta no sólo para
derrotar al huertismo sino para alcanzar mejores días para el país.
Y, en efecto, ya empezaban a bullir dentro de los jefes revolu-
cionarios, las más exaltadas ideas sobre el destino de la Ciudad de
México y acerca de lo que podría ser el nuevo gobierno en la trans-
formación de la vida nacional. Ahora, los caudillos de la guerra no
sólo pensaban en las futuras batallas y en las siguientes victorias,
antes también en los goces del triunfo y de la ambición, que parecían
aguardarles en la vieja capital.
Obregón y Villa, aunque siempre guiados por los geniales desig-
nios de Carranza, eran los caudillos que más ambicionaban llegar a
la Ciudad de México. No veían obstáculos imposibles de vencer, ni
gente capaz de oponerse a sus propósitos, ni necesidades insupe-
rables, ni disgustos, ni rivalidades internas con la fuerza suficien-
te para romper el lazo de unión que en esos días se manifestaban
como una excepcional fraternidad nacional. Sin embargo, tanto Villa
como Obregón estaban a más de 1,500 kilómetros de la Ciudad de
México; y tal distancia no era de aquellas fáciles de vencer. Primero,
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porque hacia el noroeste, la vía férrea terminaba poco adelante de
Mazatlán. Segundo, porque entre Torreón, el punto más avanzado
del ejército de Villa y la Ciudad de México había plazas importantes,
embarnecidas por Huerta con más tropas y más armas. Y al efecto,
una remesa de material bélico procedente de España, fue desem-
barcado en el puerto de Veracruz; y las fábricas inglesas y belgas
ofrecieron, como consecuencia de un empréstito huertista, todo el
material bélico requerido para la defensa del centro de la República.
Los núcleos revolucionarios más cercanos a la capital y por lo
mismo más amenazantes a la metrópoli y asiento de la autoridad
huertista, estaban en Michoacán, Guerrero y Morelos. Más en este
último estado, que en los dos anteriores. Más, porque en Morelos el
general Emiliano Zapata acrecentó sus filas con la gente que había
desocupado en las haciendas de Puebla y el Estado de México; de
manera que no faltaron hombres al ejército de Zapata. Lo que fal-
taba eran pertrechos para la guerra; y Zapata se hallaba lejos de la
frontera norte y de los litorales mexicanos para esperar arribo de
material bélico.
En el estado de Guerrero, el general Figueroa, después de cuatro
meses de su levantamiento y no obstante su popularidad y valentía,
no había podido armar a más de 500 hombres; ahora que con éstos
tuvo en sobresalto a las fuerzas federales, que no se daban punto de
reposo para combatir con las guerrillas que surgían de un lado y
de otro lado, pero siempre obedeciendo la iniciativa y decisión de los
hermanos Figueroa, a quienes hemos conocido desde los comien-
zos de la Revolución en 1910.
Más posibilidades de progreso tuvo a la mano el general Gertru-
dis G. Sánchez en Michoacán. Una sola de esas columnas, al mando
de Joaquín Amaro, llevó a cabo una fructuosa campaña que le acercó
a Morelia; mas tantas eran las limitaciones que de material bélico te-
nía Amaro, que se vio obligado a retroceder por primera vez y segun-
da vez a Tacámbaro, al grado de que en una ocasión le fue necesario
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evacuar esta plaza. Tales culpas y contraculpas de los insurrectos de
Michoacán, pudieron ser aliviadas gracias a la llegada de refuerzos
procedentes de Guerrero. Sin embargo, si en el otoño de 1913, fue
fácil hallar en cada región importante de Michoacán un núcleo revo-
lucionario, esto no significaba una dominación del estado, puesto que
si los revolucionarios aumentaban día a día en número, en cambio
disminuían cotidianamente en lo que respecta a pertrechos. De esta
suerte, las acciones de guerra en Michoacán estuvieron prácticamen-
te congeladas en los tres últimos meses de 1913.
No dejó de ser importante el influjo que los revolucionarios mi-
choacanos llevaron con sus hazañas a Guanajuato. Éste, que hasta
mediados de 1913 aparecía un poco desdeñoso hacia la Revolución,
y continuaba siendo el lugar de los abastecimientos de boca para el
Ejército Federal, empezaba a ser invadido por los grupos armados;
pues a la primera partida que amenazó a Tarandacuao, se siguieron
otras que se presentaron a las puertas de Jerécuaro, Yuriría, Santa
Cruz y Galeana.
No se conocían entre los jefes revolucionarios de Guanajuato fi-
guras sobresalientes; pero los grupos capitaneados por Manuel Pan-
toja, Trinidad Raya y Pomposo Flores eran suficientes para significar
la existencia de un movimiento antihuertista.
Mientras tanto, en Zacatecas el general Pánfilo Natera, al fren-
te de mil revolucionarios, esperaba calladamente el momento de
unirse a los guerrilleros de Durango, Aguascalientes o Jalisco; pero
como esta oportunidad no se presentó como la ansiaba Natera, los
revolucionarios resolvieron atacar la capital del estado, aunque sin
triunfar, y en seguida, con mucha decisión, cayeron audazmente so-
bre las plazas de Jerez y Fresnillo. Aquí, el general Natera tuvo una
experiencia de halago y entusiasmo, pues los trabajadores de las
minas resolvieron abandonar sus labores y unirse a la Revolución.
Natera, como consecuencia de tal conquista de voluntades, se vio
en pocos días al frente de 3 mil hombres, sin organización, sin

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