Canciones de la infancia

AutorAndrés Henestrosa
Páginas478-480
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ANDRÉS HEN ESTROS A
en el dolido corazón de Warner aquella tempestad de lágrimas? ¡Quién sabe!
Todo eso quedará en el misterio.
Se sabe que su familia se reducía a su mujer y a un hijo que no era suyo,
sino de un matrimonio anterior. Como es de rigor en la vida universitaria nor-
teamericana, Warner estaba entregado devotamente a la enseñanza, al estudio
y al cumplimiento de los deberes sociales del profesorado: recepciones, tertu-
lias, despedidas, audiciones musicales y cuanto caracteriza la misión del profe-
sor en aquel país, en que una multitud de cosas se encuentran ya establecidas.
Debió ser muy uniforme su vida, exteriormente tranquila y condicionada a
la realidad ambiente, puesto que sus compañeros encuentran inexplicable su
decisión final. “Se ignoran las causas –como dice Ortigoza– que lo arrojaron al
suicidio.” Nunca las sabremos. Y los que tuvimos el privilegio de estrechar su
mano y humedecer nuestro corazón con un mismo licor, vamos a tardar mucho
tiempo en reponernos de la dolorosa sorpresa de su muerte.
12 de mayo de 1957
Canciones de la infancia
La proximidad de un regreso a mi tierra, hace que en estos días amanezca yo can-
tando canciones de mi infancia. Canciones muy viejas que no sé cómo llegaron a
Juchitán, ni cuándo. Cosa mucho más extraña si se recuerda que no era el español
idioma general de aquellos lugares, sino el zapoteco; situación que se complica si
alguien recuerda que cuando yo aprendí esas melodías y esas letras, una gran ma-
yoría de sus habitantes no sabía leer. Cuándo me pregunto cómo llegaron a mi co-
nocimiento estos cantares, siempre llego a la certeza de que los debo a los mozos
que huyendo sin duda del vecino estado de Chiapas, y quizás de Centroamérica,
llegaron a trabajar a un pequeño rancho que teníamos junto al mar, muy al sur.
Puede ser. El hecho es que frecuentemente oía estas canciones en labios
de personas que no sabían leer. Con eso se dice de una vez que sus letras están
muy alteradas y a veces desfiguradas. Los textos que voy a aprovechar en
esta Alacena, por tenerlos en la memoria y no haber querido deliberadamente
consultar los libros en que se encuentran, registran esta particularidad. Sin
preocupación cronológica las mencionaremos en seguida. Una, tal vez la más
antigua, es el nocturno “A Rosario” de Manuel Acuña, una melodía y una letra

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