Cambio cultural: condición para el éxito del sistema penal acusatorio

AutorGerardo Laveaga
Páginas18-21

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El cadáver de una mujer aparece en su departamento. Fue estrangulada y hay restos de semen entre sus piernas. Como resultado de la investigación policiaca, un vecino asegura que vio entrar al sujeto X, novio de la mujer, pocos momentos antes del asesinato. Otro asegura que lo vio salir. Un tercero da fe de los gritos que escuchó.

Finalmente, el análisis químico revela que el semen pertenece a X. El imputado admite que tuvo relaciones sexuales con la mujer, pero aclara jamás la habría privado de la vida. Las lesiones del cuello, sin embargo, podrían haber sido causadas por él, según opina un médico forense.

¿Qué haría usted si fuera el responsable de juzgar a X? “Todo incrimina al sujeto”, aduciría un juez: “Las piezas encajan sin dificultad y la prueba indiciaria no deja salida”.

A otro, sin embargo, podría parecerle que no todo está claro: ¿cómo saber si, cuando X salió del departamento, no entró el auténtico asesino?: “Hay duda razonable”.

Cuando uno es estudiante de Derecho, casos como éstos convierten los debates en un desafío intelectual. En la práctica, sin embargo, uno descubre que ese narrador omnisciente de los libros de texto, el observador que lo sabe todo, no existe: cada protagonista de un hecho delictivo tiene una versión distinta y los datos son siempre incompletos. A menudo, contradictorios. Esta incertidumbre hace los casos policiacos muy atractivos para el cine y la literatura.

En una película donde policías, fiscales y jueces pueden darse el lujo de invertir toda su energía y todo su tiempo en un solo caso, el

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héroe acaba por descubrir un dato que lleva a absolver al inocente o a encarcelar al culpable: una huella de bilé, un cabello, un recibo de teléfono sin pagar… En otras películas, el resultado puede ser frustrante. Por ejemplo, cuando el defensor, que ha empeñado su prestigio en la absolución de un acusado al que creía inocente, descubre que su cliente era, en efecto, responsable de los hechos que se le imputaban.

Desde los tiempos más remotos, la aspiración social es que un proceso penal permita, como lo establece nuestra Constitución en su artículo 20, “el esclarecimiento de los hechos, proteger al inocente, procurar que el culpable no quede impune y que los daños causados por el delito se reparen”. Para aproximarse a este ideal, hay dos caminos a seguir: el que propone el Estado de Derecho —dura lex sed lex— y el que supone un Estado Democrático de Derecho, donde autoridades y sociedad van de la mano a la hora de aplicar e interpretar la ley.

Con algunas variables, en México rigió, desde 1824, el Estado de Derecho. Cada caso penal pasaba a ser uno de los miles de expedientes que se resolvían con base en su integración y su cotejo. Si esto se efectuaba de acuerdo con las normas, el acusado iba a prisión; si no, quedaba libre. En la maquinaria burocrática lo importante era palomear para que no quedara duda acerca de que se había agotado cada etapa del proceso. La inocencia o la culpabilidad de un indiciado eran lo de menos.

“Probar los hechos es tarea del fiscal”, decían los jueces penales, procurando sacudirse cualquier responsabilidad. Valorar las pruebas e imponer...

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