Del barroco como el ocaso de la concepción alegórica del mundo

AutorSigmund Méndez
CargoUniversidad de Salamanca
Páginas147-180

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El Barroco resulta, debido a los varios ámbitos por los que se extiende y las tendencias antitéticas que lo conforman, un periodo de difícil caracterización, sobre el que existen concepciones diversas y contradictorias. Puede decirse que con el término Barroco, entendido, en primer lugar, como categoría histórica, se alude a un horizonte epocal que comprende un conjunto de prácticas culturales que involucran todo el organismo social, pero que entraña una compleja delimitación al implicar, de manera primaria en el proceso de su conceptualización, a las artes plásticas, literarias y musicales, cada una de las cuales comportaPage 148 por sí misma un desarrollo temporal específico; igualmente conlleva un proceso de datación distinto en los diferentes países europeos, cuyos límites se ensanchan al incluir el caso de las colonias americanas. Los márgenes más amplios que pueden dársele son, si se quiere, la etapa final de Miguel Ángel ("padre del Barroco"), y el término del siglo XVIII, donde prolonga su existencia en América.1

Aunadas a la varia problemática en torno a la definición epocal del Barroco, están las consideraciones con un sesgo transhistórico, como el eón de D'Ors -o, más recientemente, "el pliegue" de Deleuze (2002)-,2que ven en él una tendencia cíclicamente manifiesta en el hombre europeo -o bien latino o hispano, como en el manierismo de Curtius-, que se contrapone al orden clásico representado por Grecia y que el Renacimiento encarna; ambos orbes constituirían dos avatares históricos hipostasiados de principios universales de la conciencia que pueden corresponder formalmente a oposiciones como las establecidas por Wölfflin. Si, como el propio Wölfflin quiso, uno de los rasgos principales del Barroco es la absorción del individuo en el conjunto, que "desea precipitarse en los abismos de lo infinito" (Wölfflin, 1991: 93), podemos pensar que un rasgo esencial de lo barroco -concebido a partir del Barroco histórico- es el despliegue de un impulso unificador, donde las formas individuales son necesariamente convocadas en su multiplicidad Page 149 sólo para testimoniar su pertenencia y sujeción a un orden totalizador; implica así el intento de una cultura por ensancharse a sí misma y establecer un marco que unifique fuerzas y elementos disímbolos y, en muchos casos, contrapuestos. Mirando específicamente el ámbito central del siglo XVII, con sus antecedentes y prolongaciones en el XVI y el XVIII, el Barroco marca el momento de una crisis medular del sistema hegemónico y está conformado por un conjunto de controles estratégicos e impulsos disgregantes -plasmados en la polaridad matemática de diferenciación e integración, y en la musical de consonancia y disonancia- que, al interior de ese horizonte, atraviesan desde la base hasta la punta de la pirámide social e ideológica en una dialéctica donde, por un lado, sus diferentes componentes son sometidos a un todo unificador que se afirma en tanto que se desdibuja, y, por el otro, las partes asumen o construyen su propia posibilidad de espacios vitales y expresivos -encontrándolos, a veces, sólo en las fracturas- dentro de un marco general de sentido.

No es intención de este trabajo plantear los numerosos problemas involucrados en la definición del Barroco, pero sí tratar panorámicamente un tema cardinal del Barroco histórico europeo: la clausura del paradigma milenario de pensamiento que tuvo en la alegoría como práctica creadora y hermenéutica uno de sus elementos constitutivos fundamentales (y, principalmente, las implicaciones que este cambio supuso para la literatura). La alegoría, desde sus orígenes en la Antigüedad clásica, se convirtió en una estrategia interpretativa indispensable para conciliar las formas heredadas de la tradición con nuevas corrientes de pensamiento; más tarde, a través del modelo maestro de la exégesis bíblica, fue instrumentada como un conjunto de operaciones culturales que implicaban la organización coordinada del sentido entre la Biblia y el Libro de la naturaleza, así como entre las formas imaginarias y conceptuales del pasado grecolatino y la propia cosmovisión cristiana. Ese modo de concebir el Texto del mundo fue prolongado por el Humanismo renacentista y muestra, en el Barroco, una eclosión de figuraciones que se prolongan, con menguante potencia imaginaria, en el Neoclasicismo y que hallan de hecho en él, en la filosofía del XVIII, el término de su proceso de clausura. Page 150

En este sentido, el Barroco es un periodo de cierre, un tiempo en el que se apura la síntesis dentro de un marco totalizador; son las postrimerías de una Weltanschauung que está a punto de despedirse y que lo hace, según el signo barroco, de una manera ostentosa. En las concepciones sobre la época se manifiesta su carácter dual, a un tiempo unificador y contradictorio; en el Barroco cabe ver, según quisieron numerosos críticos, como Weisbach o Spitzer, un tiempo de enérgico cariz religioso -particularmente católico-, un reafirmamiento de la cosmovisión medieval impulsada, ante la disolución de la unidad de la Respublica Christiana, por la Contrarreforma. Asimismo, se ha visto en él una continuación del Renacimiento, incluso, según lo llama José María Valverde (retomando un uso inglés: High Renaissance), como un "Alto Renacimiento" (1985: 9). El Barroco puede ser simbolizado por una arquitectura que es mezcla de la iglesia cristiana medieval y del antiguo templo pagano; esta síntesis, que de hecho hunde sus raíces en la Edad Media y que pertenece asimismo, de manera más equilibrada, a la fisonomía del Renacimiento, se reconfigura de acuerdo con una profusión y un dinamismo que la llevan a sus límites formales y conceptuales en el arte del siglo XVII. Sin embargo este suntuoso edificio figural es, sobre todo, un templo en demolición, y más exactamente, la autoconsciente puesta en escena de ese derrumbe; como la Sant'Agnese de Borromini, el Barroco es un templo que anuncia su caída; que, en su fijeza arquitectural, representa el páthos de su hundimiento.3 Con lucidez, Rodríguez de la Flor ha insistido en la poderosa entropía que caracteriza al Barroco, particularmente al hispánico.4 Pero cabe preguntar ¿qué es aque- Page 151 llo que pierde fuerza vertiginosamente, disgregando la cultura europea y sus producciones simbólicas y haciendo de ellas, justamente, el escenario trágico de su despedida? La respuesta apunta, ciertamente, no sólo, como ha mostrado Foucault, al fin de un modo epistémico, sino de algo más vasto y profundo (que determina en lo hondo las posibilidades y las maneras configurantes del saber): el hundimiento de una cultura que tuvo en el pensamiento de la Antigüedad clásica y la espiritualidad del cristianismo los pilares fundamentales de su conciencia, estructuras individualmente sostenidas y mutuamente trabadas en un edificio ideal milenario a través de la alegoría.

Ciertamente, una visión de conjunto del Barroco revela la vitalidad, casi podríamos decir, escénica, representada, de este dominio ideológico que está profundamente minado por su propio desgaste histórico interno, que a su vez reflejan y prolongan nuevas formas contradictoras, como el creciente "escepticismo" ("And new philosophy calls all in doubt", como dijo Donne [1996: 276]; "nuevo filosofar de todo duda")5 y la creación de la filosofía inductiva y experimental que fundará un nuevo canon para el pensamiento científico. También es verdad que el esplendor figural de la época nos habla, aparentemente, de un Page 152 dominio expansivo; la voluntad de poder del Renacimiento y el Barroco se manifiesta como una pulsión conquistadora y colonizadora, no sólo del mundo material, sino de los orbes culturales e imaginarios. Así, la vocación absolutista e imperial del poder político tiene su contraparte en el proyecto jesuita -el último poderoso avatar del cristianismo católico- de imponer, en el primer gran movimiento universalista de la Edad moderna -y paradójicamente contradictorio a sus fines últimos-, el dominio de la fe única y ecuménica. Intentos, sí, estériles en sus resultados, que no detuvieron el desplazamiento sufrido paulatinamente por la Iglesia en un proceso general que es acompañado, en el ámbito político, por el resquebrajamiento del castillo de la monarquía, cristalizado en el absolutismo y removido por las revoluciones burguesas, marcando el fin de las estructuras de poder material y espiritual emblemáticas de otro horizonte histórico e ideológico. La dialéctica de esta transfiguración se vuelve inevitable y la paradoja mina internamente los intentos barrocos por prolongar el modelo teológico del mundo, al que apostó, con el resto de sus fuerzas, España. De hecho, los mismos trabajos de universalización, como la empresa jesuita (la cual, no lo olvidemos, ha sido una de las figuras principales de lo barroco)6 señalan Page 153 la imposibilidad de la vuelta a una verdadera Respublica christiana con Roma (como aún sueñan las alegorías de Cervantes o Gracián) como corazón espiritual. La voracidad moderna es un principio que, desde dentro, promueve el fin de la concepción del mundo medieval. El desgaste de los antiguos modelos y el impulso universalista de la Europa fáustica producen un movimiento centrífugo que colabora en el debilitamiento interno que desorganiza las formas y los contenidos tradicionales que, a contracorriente, tratan de ser reunidos en una rememoración totalizante, la anámnesis que antecede a la muerte. Por ello, las grandes organizaciones simbólicas del siglo XVII pueden ser entendidas como la respuesta contraria a una poderosa fuerza disgregante que desarticula la vieja visión del mundo válida hasta el Barroco.

La literatura barroca, en tanto despliegue estético del último momento de la tradición grecolatina y cristiana como paradigma europeo, adquiere la figura de una agitada síntesis que antecede a su fin. Las formas convencionales de la alegoría se fusionan en prolija reunión, al tiempo que se ven...

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