Áurea Procel

AutorAndrés Henestrosa
Páginas756-757
756
ANDRÉS HEN ESTROS A
Áurea Procel
Pronto hará seis años de haber muerto mi amiga Áurea Procel. Mucho
tiempo, sin duda, cuando se refiere a un ser querido. Y sin embargo no
puedo hacerme a la idea de que Áurea haya muerto; siento como si sólo se
tratara de un v iaje que ha durado mucho más de lo que quisiéramos. Si a
otros no les ha ocurrido, a mí, sí. Con algunos de mis amigos desaparecidos
siempre pensé que el día menos pensado, estarían de vuelta; que no había
para qué llorarlos ni extrañarlos; tal como si llorarlos fuera la manera más
cabal de aceptar su partida sin retorno. Así me ha ocurrido con Áurea Procel,
amiga mía de toda la vida, istmeña en quien se reunieron muchas sangres,
presentes en su presencia física, en los rasgos de su personalidad humana.
Gustaba Áurea proclamar su estirpe india, mostrando su mandíbula un poco
saliente, en contradicción con sus ojos verdes, su tez blanca y sus dorados
cabellos. En rueda de gentes extrañas, quiero decir, no tehuantepecanas,
simulaba hablar la lengua zapoteca, con el apoyo de dos o tres palabras que
sabía pronunciar. Pero eso sí, para Áurea no había tierra más hermosa que la
de Tehuantepec, ni con mayor historia y leyenda que su ciudad natía. Cuando
vestía el traje regional, lo hacía con tal señorío, que ya nadie podía dudar
de dónde venía aquella extraordinaria mujer. Los ojos en que remataba su
hermosa cabeza, adquirían el reflejo de la llama que la mantenía erguida y
vibrante. Su andar, hechizaba. Áurea no caminaba. Áurea no bailaba. Áurea
cumplía un antiguo rito cuando se movía: lo hacía oyendo una música que
sólo a algunas mujeres de mi tierra está reservada Para evitar repetirlo, diré
que su andar era a sílabas contadas, que es como decir que caminaba en
verso, como Martina Man.
Su enfermedad fue muy larga: una agonía de muchos días, vivida con toda
entereza, en lo que también era india. Ni con eso me he hecho a la idea de
que ha muerto Áurea Procel. Siempre me pidió que en vez de una oración fú-
nebre cantara al borde de su tumba unas coplas de “La Llorona”. No pude darle
gusto, porque su muerte coincidió con algunos de los días más dolorosos que
he vivido en los últimos tiempos. De haberle dado gusto, no dudo que hubiera
compartido su tumba, su mortaja y el llanto de nuestros amigos. Ella lo sabe y
sin duda que me ha perdonado.
Al recordarla esta mañana, ya no la lloro. Ya acepto que, como en las pala-
bras del modesto Pantaleón Tovar:

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR