Sobre las armas
Autor | José C. Valadés |
Páginas | 85-165 |
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Capítulo XII
Sobre las armas
LA DETERMINACIÓN POPULAR
Si el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, al dar ejemplo
de hombradía y constitucionalismo negándose a reconocer la au-
toridad del general Victoriano Huerta, no vio, como él creía que el
pueblo de México acudiera súbitamente a coger las armas para em-
prender la guerra contra los usurpadores del poder nacional, pudo
en cambio advertir que la semilla sembrada iba a ser planta y fruto en
el correr de las semanas; porque, en efecto, al pasmo que produjera
en el pueblo la sucesión de los acontecimientos de febrero: levanta-
miento de Bernardo Reyes y Félix Díaz; toma la Ciudadela; cuarte-
lada de Huerta; aprehensión y muerte de Francisco I. Madero y
José María Pino Suárez; autoridad huertista y pronunciamiento de
Carranza en pro de la legalidad; al pasmo, se dice, que causaron
tales sucesos, se siguió la formación de las nubes del odio y la ven-
ganza; después, la decisión popular de coger las armas, para pelear
contra Huerta y rehacer el triunfo de las libertades y la democracia.
Con esto, los grupos armados, que originalmente brotaron en
Coahuila, Sonora, Sinaloa y en la República y las antiguas fuerzas ma-
deristas, primero; en segunda, los civiles que se iban armando poco
a poco, en ocasiones con escopetas y machetes, pero siempre espon-
tánea y libremente, comenzaron a ocupar sus puestos de combate.
Así, a las puertas de la Ciudad de México se sublevó Jesús Agus-
tín Castro con las fuerzas del 21o. cuerpo rural, y luego de tomar
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José C. Valadés
el camino hacia el norte del país, hizo público su reconocimiento al
caudillo coahuilense Venustiano Carranza.
En Michoacán, Gertrudis G. Sánchez y José Rentería Luviano,
jefes de los cuerpos rurales 28 y 41, desconocieron (30 de marzo)
la autoridad del huertismo y reinician la guerra. Sánchez tomó el
mando de tales fuerzas y se dio a sí propio el empleo de general de
división. Hizo brigadier a Rentería Luviano y coroneles a Joaquín
Amaro y Cecilio García; y con esto tuvieron tanto calor las ambicio-
nes humanas, y abrió tantas puertas al porvenir de quienes habían
sido despreciados, que fueron numerosos los voluntarios que acu-
dieron a sus filas.
Seiscientos hombres, de los cuales sólo las dos terceras partes
llevaban un rifle al hombro, aunque otros más iban armados de es-
copetas o pistolas de todas las marcas y calibres, fueron los coman-
dados por Sánchez al iniciar su campaña guerrera. Con ellos mar-
chó, envuelto por el entusiasmo de él y de su gente, hacia la plaza
de Tacámbaro.
Aquí le esperaban los huertistas. Eran poco más de 250, aparte
de los vecinos que voluntariamente se unieron a la defensa de la
plaza; pues como se había dicho —y la versión era muy socorrida—
que los revolucionarios fusilaban a todas las personas que directa o
indirectamente hubiesen sido empleados del porfirismo o del huer-
tismo, los aludidos prefirieron coger las armas y pelear.
Sin embargo, tantos eran los bríos de la gente de Sánchez; tanto
el miedo de los defensores de Tacámbaro, que la plaza sucumbió (14
de abril) con facilidad.
En seguida del triunfo, ¡qué de jóvenes se unieron a Gertrudis
Sánchez! No iban en pos de quimeras. No hablaban ni pedían ningu-
na tierra ni cielo de promisión. La gente de Sánchez, como Sánchez
mismo, sólo exigía el castigo del huertismo. No se pensaba en un
futuro lejano, sino en el cercano y práctico ejercicio de las armas.
Los revolucionarios de Sánchez, si no organizados y pertrechados
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como los de Sonora y Sinaloa llevaban al igual de éstos el alma de la
venganza rural, más que de la venganza maderista.
Sánchez fue, sin duda, el caudillo más importante y osado al sur
del Trópico de Cáncer; y en efecto, no sólo le seguía la población de
las aldeas, sino que se le aplaudía, puesto que, aparte de su valentía
personal todo hacía creer que acabaría con los “riquitos y mando-
nes”, que desde hacía muchos años eran los que gobernaban.
Además, como los huertistas habían aprehendido y consignado
atropellada y violentamente a numerosos jóvenes michoacanos, en-
viándolos al servicio de los cuarteles, los padres de los destinados al
Ejército se pusieron sobre las armas; y otros muchos adolescentes
temerosos de ser víctimas de los federales, también se unieron a
Sánchez; y en pocos días unos fueron tenientes, y los que sabían
leer y escribir, capitanes.
Brotes de hombres armados los hubo asimismo en Durango y
Tepic. Anteriormente estaban los revolucionarios de Sinaloa acaudi-
llados por Juan Carrasco; ahora que en suelo duranguense, Calixto
Contreras y Orestes Pereyra, ambos coroneles desde el levantamien-
to de 1910, se hallaban de nuevo en la guerra al frente de una frac-
ción del 22o. cuerpo de rurales, y con suma diligencia y desafiando
a las guarniciones de las plazas que ocupan los federales, mandaron
quemar puentes, derribar postes y líneas telegráficas y levantar las
vías férreas, de manera de dejar incomunicado al enemigo, al tiem-
po que iban de un pueblo a otro pueblo, entusiasmando a la gente y
ganando la adhesión de mineros y labriegos, de manera que al final
de agosto (1913) tenían reunidos poco más de 2,500 hombres.
No corrieron con la misma suerte los revolucionarios del terri-
torio de Tepic, puesto que se frustraron los primeros intentos para
reunir gente y atacar los puestos del huertismo. Y, en efecto, Martín
Espinosa y Rafael Buelna, aquél, general maderista; éste, estudian-
te y secretario del Colegio Civil Rosales, de Culiacán, tuvieron que
abrir un intermedio a sus proyectos insurreccionales, pues si no
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