Angel Albino Corzo

AutorAngel Pola
Páginas203-217
˜ 203 ˜
¡ ngel A lbino Corzo
1816-1875
EL SOL despertaba rasgando la niebla que
envolvía a San Cristóbal Las Casas. Un pol-
villo ceniciento que a muy corto distancia
hacía distinguir los objetos, se cernía en
los rayos. Por en medio de la plazuela pro-
yectaba su sombra la iglesia de la Caridad
y llegaba a la calle y las casas del frente. El
frío, apenas salvada la escalinata de la puer-
ta mayor, hería haciendo tiritar. El césped
estaba cargado de rocío y mojada la tierra de
las diagonales trazadas por el tránsito entre
una encrucijada y la opuesta. Del suelo se
desprendía vaho y las canales goteaban el
hielo que se derretía en los tejados ya viejos
y musgosos. Los feligreses comenzaban a sa-
lir de misa. Mi hermano Herminio me con-
ducía de la mano. Luego que nos acogimos
al sol contemplamos la parroquia de Santo
Domingo, cerca de la Caridad. La iglesia
aparecía infundiendo majestad; el atrio ro-
deado de trincheras picadas de claraboyas;
un baluarte ostentaba su esqueleto de pino
en la esquina del Cerrillo; sobre la pared del
convento hacia Mexicanos y el Molino los
durazneros, los membrillos y las higueras
sacaban sus brazos descarnados y se incli-
naban como enfermos en las copas de los
saúcos, de las malvas y las maravillas que
crecían en la calle por la dilatada ausencia
de los habitantes. El frontispicio desperta-
ba en la memoria algo de asolador que se
había hospedado ahí: las aristas dentadas,
los chapiteles desmoronados, las puertas
hechas una criba, los frisos, las ménsulas y
las frondas mutilados por los proyectiles.
En el atrio había girones de papel mordidos
por el soldado durante el sitio, con la huella
del fogonazo del fusil y oliendo a pólvora.
Una culebrina clavada yacía en tierra y al
lado las cureñas y el atacador ya calvo por
el uso. El templo abierto y abandonado exhibí a
su desnudez: cuarteadas las bóvedas, solos
los altares, corridas las cortinas de los ni-
chos, profanados los santos, secas las pilas
de agua bendita, hecho trizas el órgano del
coro, vacías las poltronas de los Dominicos
y allá en el fondo del recinto imponía respe-
to el retablo por el olor a laurel que soplaba
de la sacristía, donde los atriles tenían polvo
ya los misales, los sobrepellices, los bonetes
I

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