El ahorcado

AutorAndrés Henestrosa
Páginas233-234
El ahorcado
El buen pintor ha de andar con su lápiz y su cuaderno de apuntes prontos para
anotar un parpadeo de luz, un reflejo, un símil y una metáfora pictóricas que
el azar ponga ante sus ojos.
Como el cazador, el pintor ha de llevar despiertos todos los sentidos, a fin
de cazar, al vuelo, la pieza que descubran sus ojos. Obediente a esta preceptiva,
Francisco Goitia salía al campo cuando artista novel, y ahora viejo, armado de
todas sus armas a cazar paisajes, a descubrirle al Valle de México, del mismo
modo que lo hizo José María Velasco, una lejanía, un contorno, una perspec-
tiva inédita. Y el artista encontró así motivos, luces y penumbras, cercanías y
lejanías, para sus cuadros.
En una de estas andanzas Goitia tuvo un encuentro inesperado: de las
ramas de un árbol pendía como un macabro fruto, el cuerpo de un ahorcado.
El pintor se detuvo, atónito; descargó la caja de los lápices, pinceles y colores,
y se puso a trabajar hasta que la tarde, como lo dijo el poeta, pagó con oro las
faenas del día. Y así uno y otro día. El temblor, esa suerte de agonía y de delirio
que según se dice preside las grandes creaciones, no daba al pintor un punto
de reposo, no alcanzaba tregua. Días y semanas estuvo Francisco Goitia pin-
tando, ya el cuerpo en descomposición, temeroso de que alguna contingencia
frustrara el fruto de aquel hallazgo. Como el santo vivió una semana entera
atento a la canción de una cigarra y el amante sólo después de un año advirtió
que su amada era tuerta, Goitia se estuvo al lado del cadáver sin darse cuen-
ta que entraba en descomposición, y que los días y las semanas pasaban. Una
mañana atronó la silenciosa ladera el tropel de una tropa zapatista. Temeroso
el pintor de que lo sorprendieran en aquella tarea, descolgó el cuerpo putre-
facto, y se sentó sobre los terrenos a ver pasar la partida revolucionaria. Nadie
reparó en su aspecto y más bien lo tomaron como a un pastor o un campesino
que a esa hora descansaba a la sombra de aquel árbol.
Del cuerpo ya no iban quedando sino los huesos. Al desprenderse las car-
nes, vinieron abajo los huaraches y los pantalones y sólo quedaban colgados de
los hombros los pingajos de la camisa, tomada de polvo, de grasa y de sangre.
Y ya desnuda, aparecía la cabeza sin ojos, sueltas las mandíbulas, blancos los
dientes, como granos de maíz, los únicos que se lograron de aquella cosecha,
se dijera…
AÑO 1954
ALACE NA DE MINUCI AS 233

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR