La ley

AutorJosé C. Valadés
Páginas287-342
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Capítulo XXIII
La ley
INTRUSIÓN EXTRANJERA
Después de su asalto a Columbus, el general Francisco Villa no sólo
no consideró el efecto de su venganza personal —de la venganza de
su partido, también—, sino que dentro de su inflamada ingenuidad,
tan rústica como sincera, llegó a creer que el acontecimiento levan-
taría el ánimo del pueblo mexicano en su favor, de manera que tal
ánimo le encumbrase a la categoría de caudillo del patriotismo y con
lo mismo, la guerra que él ambicionaba seguir tomase otro rumbo.
En efecto, bien comprendía que el villismo, ya sin victorias de ar-
mas, era una facción carente de bandera; porque ¿qué quedaba a
los hombres para unirse a las filas del general Villa, si no el deseo de
la aventura? Ningún incentivo ofrecía ya el villismo; y ello, admitido
seguramente por el genio intuitivo de Villa, debió llevar a éste a
continuos desbordamientos del ánimo, que le empujaron a sucesos
de tanta irresponsabilidad como el de Columbus, puesto que el he-
cho, dejando a su parte lo desgaritado desde el punto de vista militar
y político, no causó el efecto que la imaginación guerrera había con-
cebido.
En cambio, el mundo oficial que circundaba al Primer Jefe Ve-
nustiano Carranza vio en el acontecimiento —y así lo era en la reali-
dad— una amenaza para la tranquilidad nacional y un peligro en las
relaciones de México y Estados Unidos. El mundo popular, por su
lado, tuvo la acción del general Villa como evidencia del yerro de la
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ignorancia, y a manera de prueba palpable de la desesperación que
atosigaba a un caudillo total y definitivamente derrotado.
Con esto último, y sin que Villa pudiera prever el resultado, la
manifestación de la República se inclinó en favor de Carranza, reco-
nociéndose la superioridad en orden, gravedad y responsabilidad
del carrancismo, que al través de su historia, con ser a veces conjun-
to de violencias, no cometió un error de tanta magnitud.
Así, en seguida del escándalo que causa cualquier acción delictiva,
el país volvió a la normalidad —a la normalidad de una posguerra—;
y si no acompañó al Primer Jefe en los apuros diplomáticos que se
suscitaron con el asalto villista, tampoco hizo demostración alguna
que pudiese favorecer los inocentes designios de Villa. Esto no obs-
tante, el capítulo de Columbus no dejó de alterar la mentalidad de
paz que trataba de embarnecer Carranza y que tan necesaria era al
bienestar de la República.
Para el pueblo norteamericano, en cambio, el asalto de Villa a
Columbus tuvo los caracteres de una agresión mexicana a Estados
Unidos, puesto que la población de este país no tenía por qué hacer
distinciones y clasificaciones de los partidos de México; porque cier-
tamente, después de la desilusión que produjo el desastre de Villa y
del villismo para el pueblo de Estados Unidos, tan ajustado en aque-
llos días a la idea de la constitucionalidad propia, e igualmente de la
ajena, las disensiones domésticas mexicanas carecían de importan-
cia, y empezaban a considerarse los problemas, ya negativos, ya po-
sitivos de México, como problemas que sólo atañían a los mexica-
nos y por lo tanto, volvía a verse a éstos como una sola y única
entidad. Así, el asalto villista tuvo, para la población norteamericana,
las exteriorizaciones de un agravio mexicano.
Además, como muy fresco estaba el reconocimiento de la Casa
Blanca al gobierno de Venustiano Carranza, los norteamericanos no
hallaban explicación capaz de presentar una sola prueba que justifi-
case tal acontecimiento. El espíritu del despecho villista no corres-
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pondía a aquellos argumentos propios a dar validez histórica o polí-
tica a una acción bélica ejercida sobre una población pacífica. Sólo
una mentalidad tan rústica como la de Villa estaba en aptitud de
comprender el porqué del asalto. Tal mentalidad, pues, no podía exi-
gírsele a la gente de Estados Unidos.
Esto no obstante, el gobierno de Washington manejó el primer
capítulo del asunto, si no con cordialidad, cuando menos a través
de la cordura. Al efecto, en una nota del secretario de Estado (9 de
marzo), comunicada al Primer Jefe por el agente norteamericano
John R. Silliman, el gobierno de Estados Unidos, después de adver-
tir cuán seria era la situación creada como consecuencia del asalto
para las relaciones mexicoamericanas, con señalado comedi-
miento expresó la confianza en que el gobierno de México estuvie-
se en la “posibilidad para perseguir, capturar y exterminar” a los
asaltantes de Columbus.
Tan prudente y moderada fue la actitud del gobierno de Estados
Unidos, que el Primer Jefe, queriendo corresponder a tal disposi-
ción, contestó (10 de marzo) con una nota, dictada por el propio
Carranza a bordo del tren presidencial en que viajaba de Guadalajara
a Querétaro, en la cual campeó no sólo el propósito de conducir el
negocio prudencial y amistosamente, sino también hacer patente la
correspondencia espontánea a la aplicación del derecho que el go-
bierno de la Casa Blanca había otorgado en meses anteriores al
constitucionalista de México, para movilizar tropas mexicanas al tra-
vés de suelo norteamericano de Ciudad Juárez a Agua Prieta, en
horas durante las cuales esta plaza se hallaba amenazada por las
huestes del general Villa.
Con toda naturalidad, aunque sin ausentarse de la gravedad del
caso, pues Carranza era de aquellos gobernantes que sabían domi-
nar los más explicables odios de partido; con toda naturalidad, se
dice, el Primer Jefe en tal nota señaló la semejanza entre el asalto a
Columbus y las irrupciones violentas y cruentas llevadas a cabo

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