1967

AutorAdán Cruz Bencomo
Páginas387-464
1967
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¿Cuál el tema de la
Alacena
?
Yo escribo esta Alacena los sábados, sólo unas cuantas horas antes del plazo
que se nos da para entregar la colaboración. Hoy, 31 de diciembre de 1966, y a
horas que son las ocho, estamos frente a la máquina de escribir; la página, como
la mente, en blanco. ¿Cuál es el tema de hoy? No lo hay, como en muchas oca-
siones. O mejor, los hay, pero en tan gran número que es como si no los hubiera.
De todos los que acuden a la mente, y como llegan se van rápidamente, ¿cuál
elegir? El más propicio, al parecer, es el que se refiere a las últimas horas de este
año. Pero, ¿en qué sentido, en cuál de sus diversas y variadas sugerencias? Y
otra vez el pobre periodista queda perplejo, lo que es peor que estar inde ciso.
¿Has estado, lector, ante dos caminos igualmente risueños, que con pa recido
imán te atraen, y, sin embargo, no sabes por cuál decidirte? Eso es lo que ocurre
al diarista, al gañán de las letras, al ganapán de la pluma. Él tiene la obligación
de escribir, de entregar las cuartillas a hora determinada. El tiempo, que no
sabe de piedad, lo aguijonea, le clava sus espuelas. Sí, no hay tiempo que per-
der. Frente a la máquina escribe el título. Y comienza como Dios le da a en-
tender. A veces le viene a la mente un nombre propio, de alguien que hasta allí
creía su amigo, o que hasta ese momento le merecía consideración. Pero no,
era un mero ofuscamiento. Es entonces cuando descarga sobre el pobre que
nada le debía sus furias y sus resentimientos. Éste es el origen de esos denues-
tos inesperados: la falta de tema. Pero también el de esos elogios encendidos,
igualmente repentinos. Aquella alabanza que uno quería hacer desde hacía
mucho a un hombre, a un amigo, a un escritor, aflora buscando expresión, re-
clamando que se le dé forma. Si a otros no, a mí me ocurre con frecuencia esto
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ANDRÉS HEN ESTROS A
último y, casi jamás, lo primero. Así nació la Alacena que ahora hace ocho días
escribí sobre Rosendo Salazar. Desde mucho tiempo atrás tenía ganas de ha-
cerlo, ese sábado tuve necesidad. Benditas, pues, estas urgencias, este carecer
de temas.
Pero volvamos al afán de hoy. ¿Cuál es el tema? Uno persiste entre todos
los que en esta apuración me han venido a la mente: las bajas que las letras
mexicanas padecieron durante el año que ahora toca a su fin: los lutos de
las musas mexicanas. No diremos ningún nombre que en tus labios y en tus
sienes están, lector. La primera baja, el primer luto, ocurrió el día primero de
enero de 1966. Era una criatura primorosa, radiante de luz, en la flor de sus
años, en la plenitud de su inteligencia. Estaban por venir sus días, por abrirse
todo su esplendor las flores de su ingenio, del que sólo dio pequeñas muestras.
Pero así fue. ¿La mató la vida, la mató la muerte? ¿O fue aquel extraño dolor
que dijo Alfonsina Storni: la de la simiente dormida que envenena el alma y
carne y no logra dar flor?
A contar de ese día, o de ese mes, casi no hubo uno que no trajera su fardo
de luto. A tal extremo que muy pronto escribí algo en que había este ritornelo:
“Yo estoy lleno de cruces, de lápidas, de epitafios”. Jóvenes y viejos se fueron
unos tras otros, sin darnos tiempo para reponernos de golpes y sorpresas. Los
que ya habían dicho su palabra y los que apenas la balbutían –si se me permite
esta forma. Los grandes, pequeños, medianos y más chicos, como los ríos que
dijo el poeta, llegaron al mar, al inmenso mar, que siendo todo, no es nada: la
muerte.
A cada golpe de azadón, a cada puñado de tierra, aquí, en esta mesa de
trabajo, digo, a esta galera, temblaba, me acurrucaba en mi rincón, tal como
si sobre la casa se cerniera el siroco. Pero volvía a salir el sol, y como vale más
seguir adelante que sentarse a la vera del camino, volvíamos a la calle, a la
vida, siempre hermosa, aunque cruel y pasajera.
Se fue el año, no sin darnos, apenas, hace unos días, un nuevo luto: la
muerte de un novelista, cuyo nombre, ése sí, todos precisamos.
8 de enero de 1967
AÑO 1967
ALACE NA DE MINUCI AS 389
La naturaleza melancólica del mexicano
La tesis de Pedro Henríquez Ureña, ya insinuada por Vicente Riva Palacio, en
una pasajera reflexión sobre el carácter del alma mexicana, si no ha perdido
vigor y vigencia, sí ha encontrado opositores igualmente ilustres y esclarecidos.
Recuerdo al último, a Antonio Alatorre, sabio y lúcido, fríamente lúcido. En un
brillante alegato, robustamente apoyado en los mismos textos alarconianos, ha
rebatido la tesis del mexicanismo de Juan Ruiz de Alarcón y los elementos en
que Riva Palacio o Henríquez Ureña lo fundara. De la lectura de su ensayo se
sale con la duda de si nosotros, que compartimos aquella tesis, tendremos del
todo razón.
El ensayo de Alatorre no es nuevo. La contrarréplica la expuso en una de
las conferencias que hace unos diez años organizamos desde el Departamento
de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Recogido con algunos
retoques en un opúsculo, lo leímos hace dos o tres años, junto con otros tra-
bajos igualmente penetrantes y polémicos, se diría; por ejemplo, aquel en que
señala las fuentes de Sor Juana, autora de los sonetos amorosos, y que tanto la
reduce en su aplaudida originalidad.
Unos años antes, y luego otra vez en nuestros días, Ermilo Abreu Gómez,
no menos sabio ni menos apasionado y lúcido, volvió a manifestarse contrario
a la tesis de que el alma mexicana se caracteriza por su tono menor, la emo-
ción crepuscular, su tendencia a melancolizar los sentimientos, y que luego
adoptaron, entre otros, Luis G. Urbina, Alfonso Cravioto, el músico Campa.
Palabras son todas que Riva Palacio reunió, como de pasada, en la semblanza
de Alfredo Bablot, de donde las desenterró Arturo Arnáiz y Freg, ahora vein-
te años. Dice el General: nuestro carácter es profundamente melancólico; el
tono menor responde entre nosotros a esa vaguedad, a esa melancolía a la que
sin querer nos sentimos atraídos; desde los cantos de nuestros pastores en
las montañas y en las llanuras, hasta las piezas de música que en los salones
cautivan nuestra atención y nos conmueven, siempre el tono menor aparece
iluminando el alma con una luz crepuscular. Henríquez Ureña quizás no cono-
ciera el texto rivapalacino; quizás, porque era hombre que nada ignoraba. Tal
vez Riva Palacio no conociera o no recordara, la larva de esa teoría contenida
en Francisco Zarco; tal vez, porque era lector que nada había dejado de leer.
Lo cierto es que la simiente que es en Zarco, se torna botón en don Vicente,
y flor abierta en don Pedro.

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